Nada en el cielo indicaba que había llegado ya el alba. Nubes negras engullían la cabaña, ahogando el cálido resplandor de una vela que iluminaba la mesa frente a la que se encontraba: encorvado, con el pelo cano y los ojos cansados por el paso de los años; recogido en la soledad que tanto amaba.
Afuera, la oscuridad estanca se ampliaba hasta el infinito con cada relámpago sin trueno. Y en silencio adivinaba, en cada resplandor, la silueta etérea que había de acabar con él; pues había llegado el fin de su tiempo.
No imaginaba mejor sitio que aquel pequeño lugar tremendamente familiar para enfrentar su destino.
Un nuevo relámpago inundó la sala y trajo el recuerdo gélido de un relincho.
Se incorporó levemente, abrió uno de los cajones y sacó el arma.
Tomó el tiempo necesario en limpiar y poner a punto el metal frío. La mano buscó a tientas en el cajón y halló la vieja caja de munición con una última carga.
Otro destello llenó de blanco azulado la sala, dejando un tintineo frío y punzante de espuelas.
Cogió el cartucho y accionó la palanca del arma.
El último relámpago restalló más que ningún otro y colocó frente a sus ojos la eterna figura sin rostro con sombrero de ala recta.
Empuñó decidido el metal y comenzó a rasgar sobre el papel.
· · ·
Mas el plumín no está afilado y en el cartucho tan solo hay tinta.
Solo tinta que únicamente tu cabeza puede detonar.
Te deseo unos felices fuegos artificiales.