Ilustración de Cortés-Benlloch
El sol, limpio y anaranjado, brillaba por encima de las nubes. Su luz bañaba los picos lejanos de las montañas y pintaba de cobre las yemas de las hierbas que comenzaban a reverdecer. Pequeñas islas de nieve se diseminaban por todo el terreno, últimos testigos del invierno, aguardando el final.
Al pie de una columna, solo tres cruces de madera descansaban, y apuntaban sus sombras alargadas hacia dos mujeres que, en pie frente a ellas, bajaban el rostro intentando llegar más lejos de lo que jamás podrían andar.
—¿De qué ha servido, Abby?, ¿de qué?
El viento tiraba del pelo suelto de Linda, quien mantenía el rostro cabizbajo pero firme, escupiendo lágrimas de ira y decepción.
—No lo sé, Linda. ¿De qué sirvió lo de Tad? Al menos ahora no está solo.
—Le harán buena compañía. Solo ellos eran tan idiotas como para acompañarle.
Abby no respondió. Permanecía embozada, acurrucándose en su manta con la mitad de su rostro fría e inmóvil; la otra, melancólica y reconfortada. Fijó la vista en la tumba de Tad y en el lugar reservado a su lado, en el que algún día llegaría a descansar.
—Pero es que nada ha valido la pena. Thorn, la joven... todo sigue igual. Nada en ese hotel ha cambiado. Les estaban esperando, alguien tuvo que irse de la lengua. Demonios Abby, ¿por qué?, ¿qué sentido tiene?
—Esos son los restos de mi marido, al lado están los del tuyo y allí, junto a ellos, descansa otro hombre de bien. Son de los pocos de este lugar que se marcharon siendo ellos mismos, ¿recuerdas cuando fuimos un pueblo?
—Son muertos, Abby, nada más. Un montón de carne y huesos que ya no hablará ni vivirá nada relevante. Tres individuos que marcharon sin dejar en este mundo otra huella que la que anida en ti y en mí: dos viejas al borde de la extinción.
—Es una forma de verlo.
—Es LA forma de verlo. No los volverás a oír, jamás. Da igual el número de días que pasen, nunca regresarán. Y deberé contar esos días sin sentir su maldita presencia ni escuchar su voz.
—Sé a lo que te refieres. Eso mismo viví el día que Tad murió. Cuando la mayoría sabíais lo que ocurría y nadie se atrevió a hacer nada. Ellos lo han intentado, deja que descansen en paz.
—De acuerdo, Abby, esto es absurdo. Ellos sabían el riesgo que corrían, no tiene sentido discutir. Pero los hombres de Thorn sabían dónde y cuándo debían estar; alguien debió de advertirles...
—Déjalo. No te hará ningún bien. Tienes el dinero que te dejó Owen, tómalo y vive.
—¿Ya está? Entonces, lo único que querías era alguien que pagara como pagó Tad, ¿no? No te importa lo más mínimo lo que intentaran hacer. ¿De verdad hay que dejarlo aquí?
—Y ¿qué podemos hacer tú y yo, Linda? No tenemos medios ni influencia. Ya no contamos con el apoyo de nadie, es Thorn quien sigue estando al frente.
—¡No sé lo que podemos hacer! ¡Tengo la misma idea acerca de esto que tú! Pero sé que somos nosotras quienes hemos perdido a alguien. Tú trabajas en ese maldito hotel, eres tú quien tiene acceso para saber qué ha pasado, dónde está esa maldita carta y qué ha ocurrido con quien nos ofreció ayuda. Y ¿bien?, ¿piensas hacer algo al respecto?
Abby se acercó a la tumba de Tad, rozó la cruz con sus dedos y, sin mediar palabra, dio media vuelta.
—¿A dónde crees que vas Abby? ¿Así acaba todo?, ¿abandonas? ¿Qué vas a hacer esta noche cuando te acuestes? ¡Hasta ahora tenías la escusa de que nadie te había apoyado! ¿Y ahora?, ¿podrás dormir sabiendo que eres tú quién da la espalda?
Las lágrimas caían por el rostro de Linda, mientras el pelo, empujado por el viento, azotaba su cara cargada de ira. Gritaba a Linda, a Tom, a Tad y a Owen. Gritó hasta que su garganta herida apenas pudo modular la voz; agotada se acunó en la noche y durmió hundiendo sus manos en la tierra que acogía el cuerpo de su marido.