Se sentó y una nube de polvo envolvió su figura mientras dejaba la chistera maltrecha sobre la mesa. Los comensales se miraban unos a otros, buscando al que conociera al viajero... ninguno pareció reconocerle.
—Buenas tardes señores, permítanme acompañarles. Servidor no tiene dinero con que saciar el estómago, pero tengo enseñada al alma y sabe calmarse mirando al resto comer.
Los cuatro viajeros continuaban mirando incrédulos. Solo uno de ellos, un tipo delgado y maneras del este, pareció saber qué decir.
—¿No pretenderá usted quedarse aquí mirando como comemos, verdad caballero? Hay señoritas...
—Y apuesto a que el hambre también ha anidado en ellas alguna vez; seguro que lo comprenden. —Dirigió la mirada hacia las dos señoritas que delicadamente se disponían a la mesa esperando el plato—. No obstante, no pienso quedarme aquí sin hacer nada. Déjenme que les acompañe, les contaré algo que me ha venido a la memoria al verles. Yo también viajé una vez en diligencia. Un viaje largo y tedioso con tres individuos tan insípidos que poco o nada dejaron en mi memoria. Es por eso que la historia que vengo a contarles no va de ellos, sino de otros que pasaron ante mis ojos en un pueblo, durante una de las paradas.
El posadero trajo cuatro cuencos humeantes de caldo rojo con judías, verduras y carne, cuatro trozos grandes de pan, cuatro vasos de barro, una jarra de agua y una botella de vino. El viajero abrió los ojos ante la imagen exuberante de la mesa repleta y comenzó su narración.
—Primero llegó él, en un carro de los caros con caballos que costarían el triple de lo que pagaría cualquier mortal. Traje impoluto, reloj de oro y botones más brillantes que las cuentas que solían darles a los indios por sus mejores pieles.
Le acompañaban dos tipos de cara larga y gatillo pulido. Y yo, aún sin bajar de la diligencia, callado por ver cocer el guiso desde mi atalaya.
Los comensales empezaron su faena sin apartar la vista del viajero. La cucharas herían el caldo y brotaba el aroma. Los panes se partían y saltaban libres trozos de miga blanca y esponjosa que invocaba saliva en boca. Se sonrojaban felices los bigotes con el vino. Pero en todo momento quedaban libres ojos y orejas, atentos al viajero que engordaba su narración con gestos y ademanes.
—Del otro lado venía una mujer joven, con botas sucias y gastadas, mangas arremangadas y un disparo de manchas en el delantal. También iban con ella dos tipos: un indio de rostro tallado y un tipo en ropa de trabajo de espaldas anchas. El indio calzaba un cuchillo de los de no saltarse la advertencia y el otro dos puños grandes como montañas.
El viajero sembró un segundo de silencio, tomó un pedazo de pan y mojó en el cuenco del tipo del este. Respondió a la desaprobación encogiéndose de hombros y sonrió. El resto de comensales entró en batalla con hambre de historia y el tipo, con desgana, tomó un trozo de pan y acercó un poco el cuenco hacia el viajero.
—Pues allí estaban, como les dije, los dos tríos. Desde mi atalaya se veía claramente que acudían dispuestos a poner las cartas sobre la mesa. Y mentiría si no dijera que pasó una eternidad hasta que el de los botones brillantes soltó la primera palabra.
—No era necesario quedar aquí —dijo—, podríamos ir a un lugar más tranquilo. Hablar tomando algo...
—Siento no poder atenderle así, tenemos faena —respondió ella—. Y no hemos sido nosotros quienes han traído la artillería.
—Viajo así sólo por seguridad, tengo que proteger mis intereses. Debe comprender, señorita...
—Soy viuda, señora para usted. Rocking Chair me llaman.
—Botones brillantes rió ante tal ocurrencia, pero los ojos de Rocking Chair le hicieron dudar.
El viajero tomó la cuchara del comensal que quedaba a su izquierda y la hundió en su cuenco. Esta vez la queja del de la cuchara la acalló el tipo del este. Y nadie en la mesa tomó partido en la defensa.
—Bien, bien —contestó Botones Brillantes—, señora Rocking Chair entonces. Debo confesar que esperaba verle con otra vestimenta.
—Ahora no tenemos tiempo para ir arreglados, caballero. Como le he dicho tenemos faena. Por eso mismo, si no le importa, preferiría hablar con usted aquí.
—Si así lo quiere, por mí no hay ningún problema. Como ya sabrá represento a la compañía del ferrocarril y vengo para informarle de que su pueblo está perfectamente situado para entrar a formar parte de nuestra gran familia.
—Verá caballero, ¿ve aquella casa de allí? Es la mía, y junto a las tierras que la rodean forman mi propiedad; ahí acaban mis bienes. Así que debe comprender que no estamos hablando de mi pueblo.
El viajero arrancó dos cucharadas al guiso y taponó la entrada con pan. Nadie dijo nada. —Lo soltó tal y como os lo estoy contando. Rocking Chair era así, hablaba con calma, escuchaba con respeto, y avanzaba, con honestidad, cuando era necesario. Botones Brillantes respondió—. Hirió un par de veces más el guiso y cogió más pan, con el beneplácito de los comensales, antes de continuar.
—Perdone, señora, pensaba que hablaba con la autoridad. Quizás debiera dirigirme a alguien con más influencia en este pueblo...
—Estoy aquí en calidad de representante porque ellos quieren; así que sí, está usted hablando con la persona indicada.
—Botones Brillantes no estaba acostumbrado a eso; se le daba mejor tratar con la gente que no puede saciar el hambre brillando solo para ellos mismos. ¡Joder cómo pica este guiso!, ¿puedo? —preguntó con la zarpa en el vaso de barro y el tipo del este alzó las manos con resignación—.
—Le digo, señora, —dijo Botones Brillantes— que es una buena oportunidad. Excelente añadiría. Hablamos de una mejora sustancial en su nivel de vida.
—Verá, caballero, hemos estado discutiendo una posible oferta desde que llegaron noticias de los suyos de los pueblos cercanos. Y, a fin de ahorrarle su tiempo, le puedo decir ya que la respuesta es no.
—Señora, comprendo que se encuentran ante un cambio muy brusco. Pero no le hablo de cualquier oferta, le hablo de traer la prosperidad: más gente y mucho más dinero. Le hablo de oportunidades, de crecer y ser mucho más de lo que han sido hasta ahora. Donde ahora hay casas dispersas, habrá edificios, bonitos caminos sin fango y negocios prósperos que podrán dejar en manos de otros mientras ustedes se dedican solo a contar los beneficios. Les hablo de la tranquilidad que ofrece el no despertarse cada mañana pensando en salvar el día. ¿Comprende lo que le digo?
—Lo comprendo, caballero, pero en esos raíles que usted me ofrece solo hay prosperidad para un puñado de vagones que seguirán un mismo camino, marcado por los suyos. Aquí, sin embargo, somos muchos y nos gusta vivir en campo abierto.
—¿Y si le digo que habrá para todos?
—Sabe que no es cierto; mucho para pocos, más bien.
—Recapacite señora Rocking Chair, se lo recomiendo.
—Ya le digo que pensado está. Le agradecemos la oferta, pero no.
—Tengo órdenes de no regresar con una negativa.
—Las órdenes son cosa suya, no nuestra.
—Señora, atienda a razones, no sé cómo indicarle que está cometiendo un error.
—Quizás debamos equivocarnos.
—No tiene tantas opciones como cree. Si vamos a otro lado, nos llevaremos el mundo con nosotros. Piénselo.
—Caballero, perdí a mi marido y a mis hijos y decidí que había perdido bastante como para dejar mis tierras y mi hogar. ¿Sabe usted por qué me llaman Rocking Chair? Porque cuanto más me empujan más vuelvo hacia adelante. Así que, señor, tenga usted muy buenas tardes. Lleve a otro sitio el regalo de la prosperidad. Debo dejarle, como le he dicho, tenemos faena.
El viajero calló y esperó a las miradas inquietas de los comensales. —¿Y qué pasó?— dijo mientras rebañaba uno de los cuencos con un trozo de pan y se apropiaba de la botella de vino.
—Pues bien, Botones Brillantes cumplió su amenaza y se llevó el mundo a otra parte; un mundo que ni a Rocking Chair ni al resto de la gente del pueblo les importaba.
Se levantó, se puso su chistera y se despidió de los comensales pasando la mano por el ala.
—Ha sido un placer damas y caballeros, les deseo un feliz viaje.
Al caminar hacia la puerta, aún soltaba algo del polvo del camino al que regresaba y se vio por ultima vez, recortada ante la luz del exterior, su silueta negra con chistera maltrecha y el brillo verde de la botella.