Se levantó, renqueante, algo mareado por el traqueteo. Con los oídos taponados, se aferró a la barra de hierro y bajó los peldaños de metal. El vapor se disipaba por el andén mientras los ojos se acostumbraban al brillante sol y mostraban el comité de bienvenida: un hombrecillo embutido en un chaleco apolillado, una ciruela rígida y seca en traje negro y un par de jóvenes coyotes de ojos afilados y manos rápidas.
Los viajeros fueron pasando a su lado, dando algún que otro golpe, pero Ralph permaneció impasible, intentando adivinar cuál de aquella curiosa mezcla de individuos sería su contacto. El hombrecillo cogió la mano de una mujer de tantas curvas que marearía hasta a un marinero. La ciruela recogió a un muchacho de apenas doce años con cara de haber sido condenado a la horca y los coyotes apenas le miraron, lanzándose, entre risas y zalamerías, sobre un elegante hombre del este que caminaba, pobrecillo, a paso de billetera repleta.
Y allí quedó, con la máquina despidiéndose a silbido limpio, frente al andén vacío y los ojos inquisitivos del jefe de estación. Pensaba en si había sido buena idea llegar a aquel lugar, tan lejos de los verdes pastos; cuando, corriendo por el entablado, venía un temblor cárnico de anteojos encastados en narices redondas, sombrero en una mano y pañuelo blanco en la otra.
-¿Sugart, señor Sugart?
Y entonces vio la madera seca y ruidosa del andén, los bancos rotos, la mirada de reptil del jefe de estación y, notando el sol en su espalda, comprendió que aquel reloj hacía mucho que no pasaba de las 12. Por un momento, pensó en no contestar a aquel hombre, gastar parte de su dinero en un caballo y dar media vuelta hacia lo que verdaderamente conocía; pero había caminado demasiado ya.
-Sí, soy yo. ¿Usted debe de ser el señor Willbur, cierto?
El pañuelo absorbió el légamo perlado que cubría su frente y los dos mofletes subieron empujados por una generosa sonrisa. Hizo ademán de dar la mano, pero consideró más oportuno guardar el pañuelo y dejar tales cortesías para cuando hiciera menos calor.
-El mismo, señor. Un verdadero placer conocerle en persona. Doy por hecho que recibió mi mensaje.
-Así es, me lo comunicaron a medio viaje.
-¿Entonces, está de acuerdo?
-Bueno, su valedor es de confianza, si sus honorarios son los que indicaba, me parece perfecto.
Aquel hombre puso amigablemente la mano en la espalda de Ralph y le mostró el camino hacia el interior de la ciudad.
-Los honorarios son los mismos que le indiqué; trabajo justo a precio justo. Debe saber, no obstante, que cobro por adelantado; no por mí, por supuesto, sino por el coste de los trámites a realizar: dispensas gubernamentales, verificaciones notariales y un largo etcétera de burocracia agotadora de la que usted, amigo mío, a partir de este momento, ya no tendrá que preocuparse. Pero no quisiera aburrirle, ha tenido un largo viaje, ¿qué le parece si le cuento como voy a ayudarle echando un buen trago en el saloon?
-Me parece una buena idea. Se agradece la invitación.
-Bueno sí, ahora mismo... Mire, le diré lo que haremos, esta ronda la pagamos de mis emolumentos. ¿Conforme?
-Conforme.
Entraron al saloon y hablaron largo y tendido de los trámites a realizar. Frente a una botella de whisky, dos vasos y dos platos con patatas y carne asada, el señor Willbur pareció transformarse; comenzó a explicar los pasos, nadando entre términos legales y argot jurídico como pez en el agua.
-...porque antes de nada habrá que averiguar la validez de este documento. La buena noticia es que existe ese lugar, llamado Canatia, no muy lejos de aquí; por lo que solo falta averiguar que ese tal Jed tuviera algún poder sobre ese territorio. Supongamos que todo eso es correcto; bien, pues entonces nos queda prepararnos para defender su derecho a la concesión; este pueblo lleva tiempo en marcha y es posible que sus habitantes no quieran saber nada de viejas deudas. Será algo farragoso, pero no supondrá ningún problema, seguro que podremos llegar a un acuerdo agradable, ¿porque queremos estar a gusto allí, no?
-Por supuesto que sí.
-¡Exacto! Bien, por otro lado queda el tema del instrumental; y ahí, amigo mío, vuelve usted a dar en el clavo ya que puedo conseguirle a muy buen precio todo lo que sea menester para una fragua, tengo los contactos indicados. Considero que, teniendo en cuenta la cantidad acordada, podremos trabajar con holgura, es una inversión fuerte pero a cambio tendrá su parcela con casa y fragua todo en uno. ¿Y bien, le interesa o no contratar al bueno de Willbur?
-Me interesa. Pero a condición de que vaya con usted mientras duren los trámites y que la comida y bebida de los dos salgan de ese dinero. Debe hacerse cargo de que no me queda mucho más.
-Sea; un buen aliciente para acabar a tiempo el trabajo.
-De acuerdo entonces.
Chocaron las manos. Intercambiaron dinero por contrato y hablaron durante un rato de los pasos a dar, dadas las complicaciones de estar tan lejos de lugares más civilizados. Pero Willbur parecía tener práctica en esos asuntos y, una vez explicado, todo pareció más sencillo; para cada escollo existía un salvoconducto y para cada problema, los contactos necesarios. En un momento tenían descrito el plan de actuación y el fuelle bufando sobre las ascuas. Ralph se alegró de haber confiado en aquel hombre, a primera vista tan desastrado, hasta que el chirriar de la puerta trajo consigo la desgracia.
-¡Willbur, maldito canalla!
Un tipo grande, apareció en el umbral del saloon, con la figura recortada ante el exterior soleado. Un sombrero recto y gastado perfilaba los ojos de depredador, los pelos de las patillas sobresalían de su sombra, ofreciendo el perfil erizado de un felino en pie de guerra. Y el tronar de voz sonó de nuevo.
-¡Maldito gusano, no vas a salir de aquí! ¡Ya no hay más tiempo para ti!
Ante los ojos de Ralph, Willbur perdió la consistencia y fue encogiéndose en la silla, todo lo que antes era lucidez y palabra se tornaba ahora titubeo y perdición, como un rey arrancado de su trono.
-Tranquilo Sam, lo teng... lo tengo todo. Incluso más.
Pero aquel hombre, parecía no escuchar, avanzó apartando las mesas a manotazos como si no importara ya la gente que miraba ni el barman que, ignorado, intentaba calmar la situación. Alguno de los presentes salió corriendo, a sabiendas de lo que estaba a punto de ocurrir. Voló una mesa tras otra, abriendo senda a golpe de madera rota. Willbur reunió fuerzas para romper la cuerda que lo mantenía fijo y parlotear mientras agitaba, con ambas manos, la billetera que Ralph acababa de darle.
Ralph ni siquiera pudo emitir la mínima protesta, aquella bestia erizada, arramblando con todo a su paso, le había helado la sangre, tenía la certeza de que el mínimo ademán recibiría, en el mejor de los casos, un balazo en la frente. Y así vio cómo su dinero cambiaba de manos, cómo aquel demonio colocó su garra tras la cabeza del señor Willbur y restalló su cara contra la mesa; tomó un segundo, arrancó lo más hondo de su propia alma y escupió sobre aquel hombrecillo quejumbroso.
No dijo nada más, ni se giró para ver a Willbur alzarse con la cara ensangrentada. La puerta volvió a chirriar y la vida volvió a fluir. Solo el rastro de ira y el charco de sangre evidenciaban lo ocurrido. Y un Willbur aturdido, mirando con ojos desorientados, reunió las palabras adecuadas.
-Lo siento, señor Sugart, pero no puedo quedarme; lo ofrecido en ese pago no será suficiente y cuando lo descubra y vuelva, será a por mi alma. Le prometo que no me olvidaré de usted, tiene que confiar en mí; sé que no es fácil pero créame: un precio justo por un trabajo justo. Guarde ese documento, señor; le juro que en el futuro sabrá de mí.
Y allí quedó Ralph, sin dinero, con la sangre ya derramada, sin la satisfacción de haber infligido venganza. Apuró la copa, salió y se quedó sentando en el borde del porche, mirando fijamente al maldito papel que le había llevado, pobre iluso, hasta allí.
-La última vez que vi un papel de esos, amigo, el tipo tenía la misma cara que usted... curiosamente luego mejoró.
La voz llegaba desde lo alto de una diligencia. Hombre pequeño pero robusto, sombrero ancho y cigarro en boca a punto de encender. Donde debiera estar la otra mano, había solo un muñón con un asidero de madera sobre el que estaban enrolladas las riendas.
-Ángel Romero, a su servicio. Creo que sé a dónde debo llevarle.