lunes, 15 de septiembre de 2014

Ralph Sugart


-¿Qué fue de Ralph Sugart? 

Nació en esa parcela, donde su padre construyó una de las primeras casas de lo que después sería nuestra Kingsfield. Como todos nosotros, pasó su infancia jugando entre los esqueletos de madera erigidos por los vecinos, corriendo con los perros y otros chiquillos: jugando, saltando y peleándose, justo antes de volver a casa sucio, con el estómago vacío y algún que otro rasguño. Aprendió a leer y escribir en la casa de la señorita Rowen, una mujer mayor que por alguna razón había elegido ofrecer su vida a ella misma. Así eran muchos de los que por allí andaban, gente sencilla que, llegados de otros lugares, habían decidido comenzar de cero y vivir de acuerdo a sus propios principios y creencias. 

No tuvo una mala juventud; con más gachas que carne, juegos al aire libre, caramelos caseros, solo los días festivos, y la misma ropa, remendada una y otra vez, hasta el punto que podría decirse que dentro del pantalón había otra pieza de ropa entera. Siempre con el tañido de fondo y el respirar fuerte y grave de la forja de su padre. Recuerdo cómo, tras bañarnos en el río, nos acercábamos todos a ver el gran fuelle y las ascuas grisáceas que su bufido convertía en rojo vivo y una nube de chispas.

El mismo tañido le acompañó los siguientes años, templando al joven, aprendiendo el oficio para el día que tomara su propio camino. Durante aquel tiempo, las cosas mejoraron, vistió mejores ropas, comió más variado y abundante, en la mesa aparecieron dulces más a menudo y cambió los juegos por cabalgadas con los amigos, perdiéndose en los bosques del oeste, descubriendo nuevas zonas donde charlar sobre ellas: las que nunca interesaron y a las que cederíamos, el resto de nuestra vida, una parte de nosotros mismos.

Llegó el momento en el que el tañido de Ralph sonó a experto, a herrero adulto y a taller propio. Aquel grupo de esqueletos de madera claveteada bajo el cielo limpio se había convertido en toda una ciudad en la que sobradamente podían convivir dos fraguas. Así que montó su sitio, tras cumplir los requisitos demandados, las solicitudes e instancias pertinentes, los permisos, acuerdos y agradecimientos monetarios que tales operaciones demandaban; tras un año, la fragua de Ralph respiró por primera vez.

Y, siempre manteniendo las ascuas vivas, comenzó a recibir sus primeros clientes, muchos de los cuales fuimos sus compañeros de juegos en aquellos primeros tiempos. Quedábamos siempre en el momento de cerrar el fuelle y dejar descansar el fuego para cabalgar hacia aquellos lugares que descubrimos años atrás, aun apartados. Charlábamos, botella en mano, sobre las nuevas vidas y las viejas historias, lo que teníamos y lo que tuvimos, y Ralph siempre acababa con una sombra en el rostro. Los que no le conocían bien, afirmaban que todo llegó con la muerte de Emily; es cierto que aquello fue un duro golpe para Ralph, pero lo aceptó como quien acepta un terremoto o un huracán, vomitando la rabia a la nada, blasfemando en vano hasta quedar exhausto y dejando que el tiempo cerrara la herida.

Lo que le ocurrió a Ralph fue que chocó con el mundo; comprendió que nada iba a ser como fue ni como, pensaba, debiera ser. Entendió la necesidad de los tratos, los contactos, la amistad por el favor futuro, el juego de chafar para asegurarse un hueco por el que respirar en un mundo tan estrecho que solo unos pocos caben arriba. Lo entendió pero no lo aceptó. Decidió no cumplir las normas impuestas, dejó de ofrecer los agradecimientos necesarios que la costumbre había fijado y el mundo se cerró ante él; muchos de los que siempre habían estado a su lado dejaron de visitarle, los encargos disminuyeron y el fuelle comenzó a renquear. Aun así, siguió adelante, y de algún modo volvió a su antigua vida: a comer más gachas que carne y a remendar la ropa, pero se olvidó de los caramelos caseros y de disfrutar del aire libre. Poco a poco las ascuas, apenas visibles bajo un manto oscuro de ceniza, iban apagándose ante el soplido lánguido de un fuelle derrotado que respiraba por inercia. Tal era su situación que poco le importó el día que llegó y vio el taller cerrado, con un candado en las puertas y un bando de expropiación por necesidades de la ciudad.

Al saber la noticia acudí a su casa y le ofrecí, como tantas otras veces, un lugar en mi hogar; pero esa vez ni se molestó en negarse. Estaba sentado en su vieja silla, junto a la pequeña mesa que utilizaba para comer y poner al día las cuentas, a la luz de una triste vela. Su rostro, cabizbajo, miraba fijamente al papel arrugado que mantenía en sus manos.

-¿Edward, recuerdas aquel tipo raro que vino hará cosa de un año? El que se quedó en mi casa durante unos días.

-Sí, un tal Jed o Jeb, lo recuerdo. ¿Qué ocurre?

-Él me dio este papel: una concesión de terreno para una herrería en un pueblo que iba a comenzar a construirse...

-Piensas irte, ¿verdad?

-Lo cierto es que lo guardé en un cajón, como última opción para cuando la situación fuera insostenible... pero he esperado demasiado. Mírame, Ed, soy demasiado viejo para empezar de nuevo. No oigo ya los golpes en la fragua, ni recuerdo las risas ni el sabor de los dulces.

Me limité a asentir, a decirle que comprendía lo que me estaba contando y que tuviera bien presente que mi casa estaba a su disposición siempre que la necesitara, que los míos estaban encantados con la idea de tenerlo allí. Le di mi enhorabuena y le dije que había que ser valiente para aceptar la realidad y acatar sus consecuencias. No hablé más, tan solo le dejé un sobre encima de la mesa y una botella de las que comprábamos cuando salíamos todos. Esa fue la última vez que le vi. 

Al día siguiente acudí a su casa y, tal y como imaginaba, ya no estaba allí. No había ni rastro de sus cosas, ni de aquel papel arrugado y, en lugar del sobre, había una nota encima de la mesa que decía simplemente: “gracias”.

Ya al visitarle la noche anterior, sabía que nunca iría a mi casa y que tampoco se quedaría allí hasta apagarse. Sabía que solo se sentiría vivo si intentaba algo, por absurdo o imposible que pareciera, aunque quedara en el camino. Así que le dejé lo único que, pensé, podría ayudarle: aquel sobre con algo de dinero y una vieja fotografía de nosotros con nuestros padres y las casas destartaladas al fondo. Sabía que solo necesitaba un empuje y que, una vez en movimiento, volvería a disfrutar el aire libre, a redescubrir el sabor de los dulces y a encontrar el maldito chiste que trajera de vuelta la risa y, con ella, la ilusión del fuelle en movimiento y las ascuas incandescentes entre una nube de chispas.

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