jueves, 31 de diciembre de 2020
La última bala
lunes, 28 de diciembre de 2020
Matt Junsen
lunes, 21 de diciembre de 2020
Kurt y Beauregard
lunes, 14 de diciembre de 2020
Balas: Fire
lunes, 7 de diciembre de 2020
Tom Powder
lunes, 30 de noviembre de 2020
Balas: Extracciones
lunes, 23 de noviembre de 2020
Balas: Mae y Tim
lunes, 16 de noviembre de 2020
Balas: Jerry
lunes, 9 de noviembre de 2020
N
Rodeado de terciopelo verde y cristal iluminado, sobre lujosa superficie de marquetería, mira la caja de ébano con sus compartimentos equidistantes guardando las primeras monedas que ganó: ofrenda resplandeciente a cierta divinidad plutoniana.
Baja la tapa hasta quedar frente a los 24 brillos de la “N”, perfectamente engastada en el negro de la madera.
Se gira hacia la ventana y observa la montaña: magnífica, salvaje, solemne e indomable; erizada de verde ácido de coníferas sobre dura roca escarpada.
Entonces ejecuta la señal y uno de los operarios responde a la llamada.
Tremendo fogonazo, estruendo atronador y densos coágulos de humo negro, que al disiparse muestran al coloso herido de roca rota, pino muerto y herida abierta en las entrañas que dos líneas de acero se encargarán de atravesar.
lunes, 2 de noviembre de 2020
Balas: Lou
Acercó el fósforo a la yesca y sopló hasta que la llama alcanzó las ramas pequeñas.
Pronto comenzó el crepitar, el fuego vivo empezó a devorar los troncos y las primeras chispas bailaron fugaces hacia la gélida noche plagada de millones de estrellas.
Se puso las ropas nuevas y echó los andrajos a la hoguera. Denso y oscuro humo se acumuló en sus ojos hasta que las lágrimas y el frío viento lograron disiparlo.
Se tumbó en el suelo y, al abrigo del calor anaranjado, se perdió en el firmamento. Desde allí, apenas notaba las heridas ni la magulladura de la argolla, el pasado le parecía absurdo y el futuro se le antojó tan amplio como el horizonte que se extendía, infinito, a uno y otro lado.
lunes, 26 de octubre de 2020
Balas: La Timba
Mr. Carrington pone sobre la mesa el revólver y con el crujido de la silla engorda la apuesta.
Una a una caen las manos boca abajo, hasta llegar al joven Dave Morgan que se mantiene cartas en alto.
Surge un silencio casi sagrado y todas las miradas fijan el blanco en los dos contendientes.
Brotan los primeros susurro, el joven toca todo el dinero que ha ganado y la esperanza conjunta de desbancar el farol se posiciona del lado de Dave.
Bajan las cartas con la implacable jugada de Carrington que el póker de Dave es incapaz de superar.
Regresan los loas hacia el gran hombre y se forma un pasillo perfectamente vacío para que salga el joven Morgan; quien recibe su pago al abandonar el local.
lunes, 19 de octubre de 2020
Balas: La Entrega
Torso y codos sobre roca ardiente. Respira Bill sin despertar el polvo y apunta, mientras lucha contra el escozor que nace perlado entre sombrero y piel.
Por la mira del sharp ve a los Cooper, triunfales, y a Tim “el calvo”, cicatriz sin cabellera, con paso lento y maletín lleno. Frente a ellos se detiene y comienza a hablar.
El viento llega en silencio, arde en Bill el sol y se extiende, interminable, el tiempo hasta que brotan recuerdos de peleas y traiciones. Abre los ojos y cierra el índice: plomo incandescente atravesando el maletín, sonido a vidrio roto y una gran bola de fuego que lo engulle todo.
Se levanta y va hacia donde otro compañero espera con los caballos. Hablan las miradas, montan y, con las alforjas repletas tintineando el funeral de “el calvo”, cabalgan hacia el oeste.
lunes, 12 de octubre de 2020
The End
Entran en Paloverde por uno de los laterales, evitando la calle central a fin de no encontrarse con la parte de los coyotes de Henry que esperan en las afueras.
En el pueblo reina una calma erizada. Por las ventanas asoman rostros tras las cortinas, mientras los más valientes se agolpan en silencio a un lado de la calle observando el saloon donde hace poco acaban de entrar el resto de los secuaces de Tom. Todos parecen adivinar qué está ocurriendo, pero se mantienen expectantes.
—De acuerdo, viejo ¿y ahora qué?
Jake hablaba desde el pescante, acercando el rostro al interior de la diligencia.
—La parte trasera de la casa de Tobías es aquella de allí; yo me acercaré ahora al pueblo, vosotros ya sabéis lo que tenéis que hacer.
Con la última palabra en suspensión, el viejo pisa el peldaño de la diligencia.
—Espera, será mejor que te acompañe Henry.
—Puedo apañármelas solo, Jake, gracias.
—Es que nos preocupamos por ti, entre otras cosas...
—Vamos, no hay tiempo de discutir —dice Henry mientras da una palmadita en la espalda al viejo— seguro que te vendrá bien dar ese paseo conmigo; aún guardo algo de vida en estos huesos.
Toma tierra el viejo y comienza a caminar mientras se coloca los anteojos; a través del cristal puede verse una callejuela entre dos casas: amasijo de botes, maderas, latas y escaleras a través del cual puede verse la calle central del pueblo con las figuras de los que se mantienen en pie pendientes de lo que está pasando.
Baja tras él Henry. Lleva la escopeta a la espalda y una de sus manos apoya instintivamente la palma contra el pomo del cuchillo, cierra el puño hasta notar la sedosidad del mango de madera y libera los dedos mientras acelera el paso hasta ponerse al alcance del viejo.
—Estoy preparado. Si viene tormenta te quito al que tengas delante y nos largamos. Yo cubriré la retirada.
El viejo asiente sin dejar de mirar a la calle.
—Me parece bien, pero vengo para que nada de eso haga falta. Estos están a punto, solo necesitan un empujón. Déjame hablar.
Llega el viejo y pregunta con aire distraído. Se giran unos cuantos rostros y rápidamente ve los que le interesan, tipos recios y afilados con metal gastado en la cartuchera; a esos se dirige.
Dispara las frases a uno y otro lado, calibrando respuestas, calculando número e intenciones y envía finalmente la bala que da en el blanco, haciéndoles marchar hacia el saloon.
Desde la calle solo puede verse a la gente entrar: porte serio, ruido de espuelas y una endemoniada pausa en los movimientos.
Algo se tensa en el aire y cierto olor a pólvora parece inundar el ambiente. Algunos de los espectadores, movidos por el instinto, abandonan la zona regresando a sus casas. Henry y el viejo se quedan en la calle, esperando.
Entonces, se abre la puerta de Tobías y sale la señorita O'leary con la mirada clavada en el suelo y una maleta en la mano.
Cruza, temblorosa, el eterno espacio que hay de un lado a otro de la calle. El polvo se eleva con cada pisada y se agarra al extremo del vestido, apagando su tono amarillo y el lustre brillante de las botas.
Empuja la puerta y apenas alza la vista para ver a los coyotes de Henry y los de Paloverde, bien diferenciados, sentados a uno y otro lado del saloon.
Se acerca a la barra, sintiendo las miradas clavadas en la maleta, que cada vez pesa más en su mano derecha. Fija su vista en uno de los extremos de la barra, del que sobresale la mitad de una bandeja. Se acerca y apoya la maleta en la mitad que descansa sobre la barra.
—Un whisky —suena su voz extraña, con fuerza, y se sorprende el barman al ver un par de ojos fieros, apuntados por cierto mechón rojizo que abandona rebelde el pañuelo.
Atrás todos esperan, miran de reojo a los contrarios y adivinan en el gesto del barman que algo no va bien.
Cae el whisky de un trago y baja potente el brazo, golpeando con fuerza el extremo de la bandeja que está en el aire. Se estrella este contra el suelo y vuela libre la maleta liberando los primeros billetes en el aire.
Sale corriendo, sin mirar atrás. Dentro, uno de los de Paloverde coge el asa de la maleta y el cuchillo de El Muerto le obliga a soltarla; tras lo cual, el saloon entero erupciona.
Suenan los primeros disparos mientras O'leary tira el pañuelo al suelo y cruza la calle, con el fuego libre de nuevo, hacia donde le espera el viejo y desaparece entre las casas, mientras Henry les sigue de cerca cubriendo la huida, escopeta en mano.
Un poco más allá, Sam toca las riendas y la diligencia abandona la casa de Tobías, recoge a los tres pasajeros y, dejando atrás el granero, abandonan el pueblo por el mismo lugar por el que entraron.
Ya desde el camino, ven a lo lejos los coyotes de Henry que desde las afueras cabalgan hacia el pueblo atraídos por el sonido de la pólvora.
***
—Y estalló más pólvora, más balas sonaron y la sangre siguió brotando; pues los pocos de Paloverde que no habían entrado en el saloon, se encontraron con los coyotes de afuera. Algunos de los que miraron desde las ventanas aquel día, cuentan que apenas podía verse nada entre el coágulo de polvo y humo que envolvió ese día el pueblo; algunos se lo inventan y otros interpretaban lo que creyeron ver; pero solo yo sé lo que pasó.
Yo sé cómo cayeron todos, unos a manos de otros; cómo cayó todo aquel que observó de cerca y cómo mudaba el rostro de cada pobre diablo que conseguía llegar a la maldita maleta que, quitando una triste docena de billetes, nada tenía salvo peso muerto.
Soy yo el único capaz de contarlo y que sabe que el dinero quedó a buen recaudo en una pequeña bolsa, junto a Tobías, dentro de la diligencia.
En cuanto al resto, se dice que Henry regresó a sus tierras, que O'leary fundó un rancho en algún lugar más allá del desierto, Sam continuó con su diligencia y los Howard vendieron la historia a cierto periódico del este, sin mucho éxito, y continuaron enviando artículos y fotografías desde el oeste. En cuanto a Patty y Jake, los dos que comenzaron esta historia, poco se sabe de ellos. Pero si queréis saber la verdad, parece que esos dos ligaron su destino al lugar que les otorgaba el papel que guardaba Jake celosamente en su chaqueta.
La familia observaba encandilada al hombre que hablaba en pie, iluminado por las llamas de la hoguera.
—Disculpe señor —dijo el pequeño de los cuatro— pero si nadie sobrevivió, ¿cómo puede saber usted lo que ocurrió?
El hombre se incorporó tras recoger la chistera ajada, la sacudió un poco y contestó.
—Verás pequeño, puede que algo supiera el día que los vi en Arroyo seco post; pero la verdad es que lo sé porque todo lo que ocurrió, desde el principio, solo los muertos lo saben y hace tiempo que camino con ellos. Claro que también puede ser que simplemente me lo haya inventado.
Se colocó la chistera, cogió un trozo más de carne asada y la botella por abrir que descansaba sobre la mesa.
—Sea como sea, les agradezco su hospitalidad todos estos días y que me hayan dejado acompañarles; que tengan un buen viaje y una feliz estancia en ese lugar que les espera. Tardaremos mucho en volver a vernos.
lunes, 5 de octubre de 2020
Paloverde
Un mar de crines deja tras de sí la estela encarnada de la diligencia.
Sam mueve enérgico las riendas, invoca a voces el ritmo raudo que devora las millas de roca y arena hasta Paloverde.
—Jake, ¿seguro que llegaremos a tiempo?
—Eso dice el viejo. Pero hasta que no lleguemos, no saldremos de dudas. ¿No crees?
Las piedras del camino zarandean la diligencia, las manos expertas de Sam retienen y aflojan hasta recuperar el equilibrio con una facilidad que convierte la tarea en algo simple, casi innato.
—Lo único que creo es que como le pase algo a alguno de mis animales no va a haber oro en el mundo que lo pague. Si alguno cae, vosotros ocuparéis su lugar.
,
—¡Dalo por hecho, Sam! —dispara una voz desde arriba— ¡Pero si hay que tirar me pido el sitio de los del medio; esos trabajan menos!
—Más te vale que no sea necesario, Patty, y que lleguemos a tiempo de salvar a la señorita. Porque me estoy pensando ponerte de freno...
Dentro de la diligencia, Henry ha devuelto al cuerpo el agua suficiente como para no expulsarla de nuevo. Se encuentra mejor, las heridas laten pero consigue reflotar las fuerza necesaria para continuar.
El viejo sigue hablando. Por un momento el torrente de dolor que recorre su cuerpo se había llevado la charla. Traga el sabor a hierro de la boca y devuelve la atención a los labios viejos y temblorosos, la tez blanquecina y los ojos glaucos y saltones que se abalanzan en un mundo de conjeturas y posibilidades.
—A estas alturas estarán entrando en Paloverde.
Carraspea Henry e interviene para volver del todo a la conversación.
,
—Son unos cuantos…
—No les conviene llamar la atención. Si quieren salír con vida, no deberían ir más de dos con ella.
—Esos serán sin duda Tom y uno al que llaman El Muerto: un tipo callado, frío como un clavo en el tuétano. Los que se decidan a entrar en el pueblo lo harán por su cuenta y esperarán en algún saloon, como si la cosa no fuera con ellos, por si hacen falta más balas.
***
Tres jinetes entran en el pueblo. Un tipo alto, ala oscura de sombrero y un par de ojos penetrantes, hundidos en las profundidades de un rostro solemne. Una joven en elegante vestido del este, de rostro altivo y distante. Y un tipo delgado y nudoso como palo seco, retorcido, castigado por el clima, con el surco claro de una cicatriz partiendo el labio superior en un gruñido eterno a colmillo afilado y encía abierta.
Recorren el pueblo sin prisa, yendo a lo suyo. No hay miradas nerviosas ni reconocimiento del terreno; pero cuando la señorita toma las riendas, acercan los otros ligeramente sus monturas, dejando a la vista las armas, hasta que los costados de las bestias aprisionan sus piernas.
Y la señorita, continúa firme y lejana, sin permitirse ceder al terror que comienza a hervir en sus entrañas ni a la posibilidad desesperada de pedir ayuda. Porque si algo ha aprendido en el este, es a esperar, a mantener esa pose marcial y no ceder a la primera de cambio, cuando el acto favorece más a cualquier otro que a uno mismo. Desde esa distancia, envía los nervios al mismo infierno del que quisieron salir, y mantiene la mente fría, recorriendo cada una de las casas de aquel pueblo, buscando la dirección que aparece clara y nítida en su mente.
***
—Tobías, ese es el tipo a quien debe acudir. Ellos irán directamente al banco esperando que desde allí se arreglen los papeles, y lo cierto es que podría hacerse así. Pero nuestra única oportunidad es que acuda a Tobías; es el único que está realmente al corriente de toda la situación y, por tanto, la única persona en ese pueblo que puede ayudarla.
***
Los tres jinetes llegan a las puertas del banco, mas las señorita continúa. Los otros dos aprietan sus monturas, cerrándole el paso.
—¿Adónde va, Srita. O'leary? El banco está aquí.
—¿Y con qué canjearemos el dinero? No sé mucho de estos asuntos, pero si algo me dijo mi valedor es que quien debía hacer efectiva la transacción era un procurador…
Su dedo índice señala hacia un estrecho edificio cuyo cartel, algo desvencijado, reza:
Tobías Edevane:
pleitos y disputas.
Entra y hablemos. Hasta este momento, tenías la batalla perdida.
El tipo de la cicatriz gruñe con nervio y alza la mano hacia las riendas de la señorita, mas el de los ojos profundos le detiene con un ademán, mira alrededor y regresa al rostro de la señorita con una sonrisa conciliadora.
—Claro, ¿por qué no? Lo que sea mejor pasa usted.
Sisea una mirada y desarma al de la cicatriz que se yergue sobre su montura y se cruza de brazos.
***
—Tobías es un buen tipo, pequeño, de apariencia apocado, que tiene dos magníficas cualidades: saber lo que hace y no parecerlo.
—Más nos vale que sea así, porque si la señorita consigue acudir a él, será nuestra única oportunidad.
***
Tras un chirrido de gozne oxidado, aparece una mezcla imposible de tez blanquecina, pómulos anchos y barbilla puntiaguda y observa a los jinetes desde cerca del suelo.
El tipo de porte enfermizo y voz temblorosa, saluda a los tres jinetes.
—Usted debe ser la señorita O'leary. Debo confesarle que ya no esperaba su visita. Temía que le hubiera pasado algo… pero ya veo que va bien acompañada -dice mientras saluda al par de tipos que no se apartan ni un palmo de ella.
—Les agradezco enormemente que hayan acompañado a mi cliente. Quizás encuentren agradable, mientras esperan, un buen trago en el saloon de aquí en frente.
—No pensamos dejarla sola -corta el de los ojos profundos.
—Comprendo su desconfianza. Más aún con lo que habrán tenido que pasar. Pero no es exigencia mía, es cosa de sheriffs y gente de ley que nunca han sabido hacer las cosas cómodas.
El de los ojos profundos echó un ojo al pequeño gabinete del procurador y no vio más que desastre acumulado y papeles por todos lados… Asintió, finalmente, con desgana y con una mirada arrancó al de la cicatriz de su pose estática.
—¡Venga vámonos!, dejemos al procurador trabajar. Os estaremos esperando ahí en frente. Señorita, si necesita cualquier cosa avise, estaremos todo el rato pendientes, por si hubiera sobresaltos.
—Gracias por su comprensión, no tardaremos nada. Si por mí fuera, arreglaría los papeles aquí mismo, pero ya saben que estos líos legales son algo farragosos…
Por toda respuesta recibió la mano alzada de quien ya se alejaba dando por zanjada la conversación.
—Vale, de acuerdo. En un momento la tendrán de vuelta. !Buen día tengan ustedes!
Entraron en el saloon y se sentaron junto al ventanal que daba a la casa del procurador. Más allá, repartidos entre la barra y un par de mesas, había unos cuantos de sus hombres, esperando sin mantener contacto alguno.
***
—Si ha conseguido hablar con Tobías, el siguiente paso es nuestro.
—Pues debemos actuar como si hubiera ocurrido.
--Entonces sólo queda llegar a Paloverde y alertar a los coyotes del lugar. Alguien que cuente lo que ha pasado con sus compañeros y qué ocurre con la señorita, alguien que no levante sospechas…
—El viejo y Henry enmudecieron de repente y sus miradas se dirigieron hacia los Howard que permanecían callados y espectantes en sus asientos.
—Bueno, nosotros pensábamos apearnos de aquí en Paloverde y dar por terminada esta aventura antes de que nos maten. Ha sido un placer convivir con ustedes y haber sobrevivido para contarlo pero puede que sea momento de…
No pudo acabar la frase, ante los agujeros de bala y el rostro herido de un Henry que ocupaba el espacio de aquella señorita del este junto a la que habían pasado tanto en tan poco tiempo…
—¡Qué demonios! ¡Vayamos a Paloverde y saquemos de allí a la señorita!
lunes, 28 de septiembre de 2020
Recogiendo a la tripulación
El sol se alza en medio de la bóveda celeste; un amarillo incandescente que dobla todo lo que se atreve a sobresalir del suelo.
Sam da un toque a las riendas, manteniendo en calma a las bestias. Sabe que es primordial minimizar el esfuerzo y mantener el agua y la esperanza. Solo así se puede cruzar lo imposible.
Jake va a su lado, cabizbajo, debatiéndose entre la certeza de no volver a ver a los compañeros perdidos y la absurda ilusión de que hayan conseguido escapar.
Patty sigue arriba, con un improvisado toldo puesto para protegerse del sol; oteando continuamente el océano de roca y arena en busca de milagros o cadáveres.
Dentro de la diligencia el silencio se impone. A veces se cruzan miradas cansadas que, tras conectar un segundo, se pierden en un punto fijo, incapaces de invocar el habla.
Entonces, desde arriba de aquel barco perdido, arranca la voz de Patty.
—¡Ahí está!, ¡a la izquierda! ¡Hombre a la vista!
En el lugar indicado, se alza enorme la pared rocosa, única fuente de sombra en lo que alcanza la vista. Y allí, fundida en la oscuridad pétrea, se distingue la figura de un hombre sentado en el suelo, recostado sobre la roca escarpada de la pared. No tardaron en reconocer a Henry que, sin variar la postura, agitaba uno de sus brazos con la vieja Parker en alto. Junto a él, un poco más allá, tres cadáveres yacen en el suelo, expuestos al infierno solar.
La vista del hombre y la reconfortante sombra devuelve los ánimos y reaviva la diligencia.
Sam da un toque a las riendas y varía el rumbo hacia la fresca ausencia de sol.
—Parece que alguien ha conseguido salirse con la suya —comenta Jake.
—¡Te lo dije!, ¡ese alcornoque no cae!
Conforme se acercan, se perfila clara la figura de Henry: rostro herido, sangre seca y una sonrisa amplia de haber vuelto a respirar. Un poco más allá, descansan las armas.
Espera quieto, dejando que pase esa pequeña eternidad, asimilando que aquello que llega es, al final, la salvación.
—¡Te veo bien, alcornoque!
—Hola reverenda, lamento no poder decir lo mismo; será la edad.
—Ni muerto callas, maldito —responde entre risas Patty.— Bueno, ¿quieres seguir esperando o prefieres subir?
Se incorpora Henry con el renqueo quejumbroso de quien ya no sabe si su cuerpo está entero.
—Hacedme un hueco.
Recoge las armas y, con el primer paso, las heridas piden volver al suelo. Se detiene, respira hondo, saca fuerzas de donde no las hay y sube a la diligencia.
Entra en silencio, saluda con un ademán y se sienta junto al viejo, en el sitio donde solía estar la señorita.
—Se la llevaron a Paloverde. No sé qué será de ella —dice con la palma apoyada en el asiento.
—¿Se fueron tal cual? —pregunta extrañado el viejo.
—El jefe me dejó con dos de sus coyotes; quería que fueran otros quienes acabaran el trabajo.
—A la vista está que no lo consiguieron.
—Se quedaron para acabar conmigo fuera del hervir de sangre. Debían disparar en frío a un cadáver, mientras aumentaba el espacio entre los otros y ellos. No se decidían a apretar el gatillo y todo cuanto hacían no iba sino en contra de sus intereses. Tanto ellos como yo, sabíamos que si tardaban, nada les darían ni en Paloverde ni en unas tierras que, como bien les dije, jamás iba a entregarles. Así que prefirieron darme ya por muerto y que el sol se encargara de secar mis restos...
—Lo cierto es que viendo su estado, yo tampoco hubiera apostado por encontrarlo con vida.
El viejo le da un poco de agua.
Henry pasa la mano por las heridas, entorna los ojos, ahoga una mueca de dolor y pega un buen trago antes de volver a hablar.
—Se llevaron sus caballos y los de esos tres diablos que se secan al sol. Me dejaron a la vieja Parker y vuestras armas, lo mismo por si se me ocurría hacerles el trabajo. Y la verdad es que conforme pasaba el tiempo sin tener noticias vuestras; empecé a pensar que no lo conseguiría.
—Tardamos en salir de allí. Esas tres sabandijas que se tuestan afuera, soltaron los caballos y nos costó recuperarlos. Afortunadamente el Sr. Summers tiene buena mano. De todas formas hay que partir cuanto antes a Paloverde.
—Mis coyotes no parecían llevarse bien con los tres de afuera. Tom, el jefe, lo dejó bien claro con tres balas. Así que no tendrán muchos amigos en Paloverde. Si llegáramos a tiempo de dar el aviso de lo ocurrido… lo mismo aún podemos hacer algo.
—Le dí a la señorita las señas de alguien de confianza con quien realizar los papeleos, en lugar del que la espera allí. Si acude a él, quizás tengamos alguna oportunidad. A estas horas estará llegando al pueblo: una joven del este rodeada de esa banda de canallas hambrientos de oro. Espero que sepa encontrar la suficiente entereza, entre tanta alimaña, como para poder acordarse y acudir a quien toca.
—Lo mismo digo. Pero de momento, poco podemos hacer, salvo, quizás, echar un buen sueño.
Se recuesta en el asiento y cierra los ojos dejando que el mundo pase a su ritmo y su cuerpo acuda a ese recóndito lugar donde siempre encuentra la paz y recupera las fuerzas.
lunes, 21 de septiembre de 2020
Protección
La pared escarpada se pierde, atrás, en el horizonte. Más adelante, se extiende eterno el suelo rocoso, cubierto de polvo, y la presencia ocasional de algún coloso de piedra que observa con la calma de siglos acumulados, el pequeño grupo de jinetes que atraviesa sus territorios.
La señorita del este va en su propia montura, una de las que dejaron libres los jinetes que abandonaron este mundo. Lleva un pañuelo en la cabeza protegiéndole del sol; ningún mechón de pelo rojizo asoma ya. Cabalga firme, seria, correcta, manteniendo de nuevo su naturaleza encerrada entre los férreos cánones de su feminidad civilizada. El de los ojos profundos retiene la riendas de su caballo, hasta quedar junto a ella.
—Disculpe, señorita...
—O'leary
—Señorita O'leary, no debe preocuparse de nada. Está entre amigos. Nuestra única intención es acompañarla hasta Paloverde y que allí pueda hacer sus gestiones sin que corra ningún peligro.
—Sr…
—Llámeme Tom.
—¿No tiene apellido?
—Tom está bien.
—¿En tal caso, podría llamarle Tomas? Me tranquiliza, y tiene cierto aire distinguido.
—Como quiera…
—Verá Sr. Tomas, lo cierto es que mi vida no ha corrido ningún peligro hasta que, por alguna razón, se conoció el motivo de mi visita a Paloverde. Curiosamente toda amenaza, toda muerte y todo ataque ha venido, de la gente que, como usted, decía quererme proteger. Y lo cierto, perdone el atrevimiento, es que pienso que todo esto no es más que una escusa para aprovechar y cobrar lo estipulado por mi protección, además de llevar a cabo viejas guerras personales.
—Señorita O'leary, esos pensamientos oscuros no harán sino dañarla.
—Pero, Sr. Tomas, ¿cómo no voy a tener pensamientos oscuros cuando todo lo que he visto es muerte? Le confieso que estoy aterrada; atrás hemos dejado al Sr. Holmoak en unas condiciones tan lamentables que dudo pueda seguir adelante.
—Señorita, le ruego no me compare con Henry. Ese individuo es un ser incivilizado, incapaz de comprender y mantener los lazos necesarios para una sana vida en sociedad. Tiene lo que se ha ganado a pulso. Terco e indisciplinado, camina solo y piensa únicamente en el aire que respira. En su mundo no existe más que él y cualquier otro se convierte en un extraño que poco hace salvo estorbar. Es una víctima de su propio ser; no puede confiar en nada ni en nadie, no puede sacrificarse por el bien común y, tenga por seguro, que si en algún momento llegara a depender de él su bienestar, puede darse por perdida. Con nosotros, en cambio, no le pasará eso. Estamos aquí para protegerla, si ha tenido miedo, puede relajarse, nada ha de dañarla estando a mi lado.
—Pues verá Sr. Tomas, le ruego me perdone de nuevo, pero yo he percibido en el Sr. Holmoak a otro ser. He visto a alguien que ayuda cuando es necesario, pero que no tiene por qué quedarse después; alguien que necesita su espacio, que gusta de estar solo y disfruta la compañía. Y le he visto sacrificarse por otros, cuando lo ha considerado oportuno, sin proclamarlo a voces y sin que ello le beneficiara en modo alguno. Comprendo que mi juicio no está preparado para tales valoraciones, pero le veo a usted con sus hombres y no puedo apartar de mi mente la idea de que habla de comunidad y sociedad porque desde su posición le es provechosa; y me atenaza la duda de qué pasaría si alguno de los que forman su «comunidad» se negara a obedecer sus órdenes.
Cae un silencio sepulcral y algunos de los jinetes acercan levemente sus monturas hacia los hablantes.
—Dice bien, no está capacitada para valorar las complejidades de la sociedad humana. Lo cierto es que hay labores que uno no puede hacer, y se necesita más gente. A veces es necesario agruparse para defenderse y salvaguardar los intereses comunes. Y, aunque pueda parecerle desagradable, la única forma de permanecer firme, pese a todo lo que venga, es mediante una fuerte determinación, un orden adecuado y una disciplina que haga que todos los integrantes realicen bien su tarea. Estos hombres vienen conmigo porque saben que les va mejor que estando solos; y no porque yo lo diga, sino porque lo han visto con sus ojos y lo han disfrutado en sus bolsillos; es algo innegable.
—Y aún así hay quienes no quieren verlo, ¿es eso lo que quiere decir? Como el Sr. Holmoak.
—Eso es. La vida es enfrentamiento, y solo los más preparados prevalecen. Solo hay dos opciones: puedes intentar liderar o asociarte a otros más capaces. Los que, como el Sr. Holmoak, desdeñan esa realidad, simplemente son apartados.
—Comprendo. ¿Y no podría ocurrir, disculpe de antemano mis palabras, que de tanto estar pendiente a los enfrentamientos, acabemos por vivir más en ellos, en esa maraña de tácticas y estrategias, que en lo que deseábamos proteger?
—Tiene usted una lucidez instintiva, bastante desconcertante. Le pondré un ejemplo, solo eso, un ejemplo. Podríamos irnos, dejarla aquí, incluso regalándole el caballo; no diríamos a nadie donde está, ni contaríamos su situación personal. De esta forma, habríamos conseguido mantenerla al margen de todo, pero a la vez la habríamos condenado a una muerte segura, incapaz de valerse en este medio ni de encontrar el camino a seguir.
—Entiendo lo que dice, y es terrible.
—Exacto, por eso mismo le digo; no va a estar en ningún sitio mejor que junto a nosotros.
—Pero es que, de ese modo, es esa misma protección que me ofrece la que me mantiene encerrada. Seguiré con usted por miedo a que pase otra cosa y, al final, esa relajación que usted me promete nunca tiene lugar. ¿Le ocurrirá algo similar a alguno de sus hombres?
Uno de los caballos relincha, se mueve nerviosa alguna que otra montura y en el omnipresente silencio comienza a apreciarse cierto rumor de mentes.
Los ojos profundos se entrecierran y parecen adivinar cierto amago de sonrisa en la delicada cara de la señorita del este.
—Bueno, ya basta de ensoñaciones. Lo que importa es que llegará sana y salva a Paloverde. Usted obtendrá lo suyo y nosotros lo nuestro. Cuando tenga su dinero, podrá ahondar más en este tipo de pensamientos y seguramente acabe contratando a uno como yo y mis hombres para tener tiempo de sobra para ello.
Alza la mano y mira a su alrededor, reconociendo los rostros compungidos de alguno de sus hombres.
—¡Señores, queda poco para Paloverde! ¡Lo difícil ya está hecho! ¡Por si alguno lo olvidaba, esta vez la cosecha es la mejor que halláis visto: whisky bueno, buenas cartas y los muslos calientes de una o varias mujeres; esta vez, sin preocuparse por la escasez; y un baño caliente si es que alguno de vosotros se preocupa mínimamente por esos menesteres, panda de sabandijas!
Estallan las risas y varios disparos al aire rescatan los ánimos del fango y animan las bestias hacia el pueblo de Paloverde.
lunes, 14 de septiembre de 2020
Una charla
Henry cabalga erguido, rostro grave, heridas secas; mirada fija y perdida, atravesando el horizonte. La señorita va con el de los ojos profundos, fría y distante sobre la montura.
Solo se escucha el golpeteo de cascos y el ocasional resoplido de algún animal.
Pasado un momento, el horizonte se encrespa y aparece una pared rocosa que, en honda reverencia, ofrece el descanso de una buena sombra.
—¡Alto! Este es buen sitio. Pararemos un rato a descansar. Dejad aquí las armas para que las recojan los de la diligencia.
El de los ojos profundos ayuda a bajar a la señorita y manda lanzar al suelo a Henry.
Invitan a la señorita a recostarse apoyándose en la pared; rehúsa esta y sigue en pie inalcanzable, tensa y marcial.
Dos de los jinetes cogen a Henry de los hombros y se lo llevan aparte, devolviéndolo al suelo justo en el límite del abrigo solar, quedando él expuesto al horno celestial y a cubierto el resto.
El de los ojos profundos se acerca con calma, dejando tiempo para que el sol devuelva a Henry al infierno.
Se detiene justo en el filo de la sombra, lo recorre con la vista: golpeado, amoratado, herido, con el marrón oscuro de la sangre reseca y la pose temblorosa de quien a pesar de todo se pone en pie.
—Has perdido; no eres ni la sombra de lo que eras. En otro tiempo hubieras aguantado esto y más, pero ahora... no queda nada de ti; salvo ese patético orgullo cogido con hilos.
Respira quebradizo, mientras se tambalea de un lado a otro para guardar el equilibrio. Traga la ausencia rasposa de saliva y se dirige al de los ojos profundos.
—¿Sabes? el orgullo es como un arma vieja. Si sabes cómo empuñarla te irá muy bien; pero si no vas con cuidado, puede reventarte en la cara.
Se abren los ojos profundos al verlo dibujar una sonrisa en el rostro. Entorna de nuevo la mirada y paladea la boca seca antes de contestar.
—Esa cara habla por sí sola. He acabado contigo, Holmoak. No hay nada que puedas hacer, salvo capitular.
—¿Tú? —escupe al suelo que cuece y bebe el rojo de la sangre— Mira adónde estamos; todo lo que has tenido que mover para tumbarme. Tú no has acabado conmigo, no me has traído hasta aquí, Tom; habéis sido unos cuantos más. En todo este tiempo, yo he seguido haciendo lo que consideraba oportuno, y así seguiré haciendo pase lo que pase.
—Todo esto no ha sido por ti, amigo. Es por aquella chica, porque llegó a nuestros oídos que vale su peso en oro, en Paloverde.
—Engáñate si quieres, pero si es la chica lo único que quieres, ¿por qué estás aquí, perdiendo el tiempo conmigo? Más tiempo, perdido conmigo, amigo.
La punta de uno de los zapatos remueve con nervio la tierra en la sombra. Digiere la charla y arremete de nuevo.
—Mucho tiempo sí, lamentablemente esto ha ido demasiado lejos como para dejarte con vida. Firma, Henry. Es la única salida.
—Siempre hay otra opción...
—¿Quieres morir?
—Yo no me muero, eres tú quién me mata. Durante todo este tiempo he hecho lo que he considerado adecuado. Si tus amenazas no han funcionado antes, no lo van a hacer ahora.
—Nadie sabrá de ti cuando caigas. De nada servirá tu cadáver.
—¿Qué importan los demás? Cuando pase un tiempo sin aparecer por casa, mis tierras tendrán un nuevo dueño, tal y como está designado. Yo habré muerto haciendo lo que me pareció correcto y mi muerte se convertirá en el recuerdo permanente de tu fracaso.
Se dirige, instintiva, la mano del de los ojos profundos hacia la empuñadura del revólver. Pero el eco de las palabras la detiene, justo antes de invocar la muerte.
—¡Señor, jinetes! —irrumpe la voz de uno de los hombres.
—¡Maldita sea!, quedaos con él; que no se mueva de donde está.
Recoloca el sombrero, entorna los ojos profundos y sale al mar de luz incandescente para encontrarse con los tres jinetes que se acercan a galope tendido.
Se planta en medio, con las piernas ligeramente extendidas y las manos, prestas, descansan a ambos lados.
—¿Qué hacéis aquí? La chica es nuestra.
De los tres jinetes, uno con rostro seco y cicatriz es el que se decide a contestar.
—Nosotros somos quienes hemos hecho todo el trabajo.
—No pudisteis detener la diligencia. Fuimos nosotros quienes los capturamos al otro lado del túnel.
—Fue nuestra sangre la que se vertió.
—Ese no es nuestro problema. Haber acabado con ellos cuando tuvisteis oportunidad.
—Verás, Tom, ahora mismo puedes decirnos lo que quieras. Nosotros solo somos tres, vosotros más. Además, no dudo de que en caso de disparar, tus balas vayan mejor que las nuestras. Pero no es eso lo que importa.
Observa el jinete a sus compañeros, en busca de refuerzo. Y vuelve la mirada a los fríos ojos profundos.
—Lo que importa es que Paloverde es nuestro. Ahí es donde os dirigís con la señorita y no quiero contaros lo que podría pasar si os ven llegar sin nosotros.
—Podíais haber caído en el ataque a la diligencia.
—Podríamos, pero no ha sido así.
Se extienden los dedos, se acerca rápida la palma y brilla en el cañón un destello con el amartillar del arma. Los jinetes echan mano de sus armas, pero solo uno llega a cogerla, justo cuando se escucha el tercer disparo, y afloja muerto el pulgar sin haber podido hacer su trabajo.
—Parece que sí.
Entran de nuevo los ojos profundos en la sombra. A la espalda quedan los tres cadáveres y el cuerpo maltrecho de Henry que continúa en pie, sin importarle la escena que acaba de presenciar.
Se detiene un momento el de los ojos profundos. Comienza a extender la mano, pero de nuevo el eco de aquellas palabras le obliga a parar. Mira hacia la señorita y, sin darse la vuelta, se dirige a los dos hombres que están junto a Henry.
—Nos vemos en Paloverde. Encargaos de él.
lunes, 7 de septiembre de 2020
La caza
—¿Sam? —Jake mira hacia atrás mientras espera expectante alguna respuesta por parte del conductor.
—Hay un pasaje más adelante, quizás allí...
—Adelante, entonces, no nos queda otra.
En el interior de la diligencia los nervios se erizan en medio del silencio. Los Howard mantienen el revólver en alto y entrelazan sus manos con una sonrisa cargada de temor en el rostro. El viejo deja un momento el revólver en el asiento, sorprendentemente pesado, rebusca en uno de sus bolsillos y se dirige a la joven del pelo de fuego que con los ojos fieros y abiertos ase con fuerza el revólver.
—Si algo pasara, cuando llegues a Paloverde ve a esta dirección y pregunta por Tobías Edevane. Él se hará cargo de todo el papeleo...
No hay respuesta. La joven se limita a coger el papel y asentir con una sonrisa enarcada en los ojos.
Se balancea el vehículo y suena la voz de Sam, junto a retumbar de cascos y metal de rueda contra polvo y roca. El tiempo se estanca y los segundos entran en un loco pulso entre la salvación y la muerte.
Patty invoca el primer disparo, allá en la cima de la diligencia, atraviesa el cielo y quiebra la espera, derribando una de las pequeñas figuras que los persiguen.
—¡Son muchos, Jake! ¡Y estos saben ir en grupo!
Resopla Jake. Deja a un lado la escopeta y toma un rifle. Se gira sobre el pescante, apoya el cañón sobre la pequeña barandilla del techo de la diligencia y espera el momento adecuado en que saltos, distancias y nervios le den un respiro.
—¡Apunta bien, no vaya a morir por un balazo tuyo!
Jake se limita a escupir un siseo entre dientes mientras asegura el objetivo, presiona el índice y nota la liberación de toda resistencia metálica. Empuje seco en el hombro, fogonazo contenido y potente y casi puede ver el proyectil aullando hasta morder con fuerza a uno de los jinetes que no cae pero trastoca su figura incapaz de mantenerse completamente erguido.
Invoca otro trueno la reverenda desde su Olimpo y besa otro jinete el suelo. Se une Jake a su canto y con dos estruendos forja un nuevo caído.
—¡Con ese van cuatro! ¡Ahora empezaremos a tener problemas! ¡Dile a Sam que aligere!
Se gira Jake hacia el conductor y una bala recorta su perfil.
Sam clama el látigo en el aire y restalla potente su voz. Tensan los músculos, bufan las bestias y se encrespa el mar de crines, mientras el fulgor rojo de la diligencia cruza veloz el árido paisaje. Detrás, el grupo de jinetes se acerca y divide su formación en varios frentes.
—¡Van a marearnos, Jake! ¡Los del centro son míos! ¡Apunta a los que quieras y no los sueltes!
Dispara la reverenda; las balas responden, y devuelve esta el fuego hacia aquellos que mejor colocan los plomos.
Defiende Jake su frente buscando el máximo de cobertura. Y se esfuerza por seguir disparando cuando silba la muerte cerca, una y otra vez.
La cercanía de la tumba encrespa los nervios y desvía los tiros. Hay que apretar los dientes, tragar saliva y, entre un mar de balas, aguantar la bilis, tomándose el tiempo necesario en apuntar. Y aún así, siguen acercándose...
—¡Sam, se nos echan encima! ¡No aguantamos hasta el pasaje! ¡Vas a tener que sacarnos de aquí!
Un par de balas refuerzan el argumento de Jake. Sam toma con fuerza las riendas y gira el primer par de bestias hacia la izquierda, mientras acelera y guarda el equilibrio con el resto. Con el giro uno de los laterales de la diligencia se expone ante los jinetes, detonan su armas los Howard y fuerzan a los jinetes a variar el rumbo.
La diligencia sale del camino, devoran los cascos la roca y soportan heroicas las correas de cuero la caída del pesado habitáculo, una y otra vez, tras cada salto. Sigue su loco bamboleo hasta entrar en una de las sendas, pedregosa y estrecha, que va siendo engullida, poco a poco, por una garganta.
Los jinetes se dividen. Tres siguen la senda y caen ante el rifle de Jake y la ira de la reverenda. Otros siguen la diligencia desde arriba de la garganta: dos a un lado, y tres más acechando desde el otro.
La guerra es ahora entre la cima de la garganta, que sube y baja conforme avanza el camino, y los que están afuera de la diligencia. Desde dentro, a través de la ventana, solo pueden ver la pared de tierra amarillenta.
Evitan exponerse los jinetes, enviando algún disparo ocasional, ante la erizada defensa de Patty y Jake. Y esperan a que, al disminuir la altura de la garganta, emerja de nuevo la diligencia.
—Jake, ahorra balas y nos vamos cubriendo para recargar. ¿Cuánto falta para el pasaje?
—¡Estamos cerca! —contesta Sam y al decirlo, siente la eternidad de lo poco que queda por delante.
Una de las balas muerde a Jake en la pierna. Manda plomo hacia allá la reverenda y se lleva por delante a uno de los jinetes. Deja algo de espacio el resto, para tantear un nuevo ataque, para templar los nervios.
—¡Ahí está!
Tras coronar una leve cuesta, se ve ya el pasaje. Túnel excavado en alto muro de roca. Renuevan los ánimos y emergen las ganas. Aviva aún más a los animales Sam. Y hacen acopio de valor los jinetes ante lo inminente del final.
De un lado se acercan tres, disparando sin parar. La lluvia de plomo vuela errática, hiriendo el habitáculo y cortando, en roce seco, el costado de Patty.
Jake y la reverenda responden el ataque y desde el otro lado salta el único jinete que queda en pie en su frente, hacia el techo de la diligencia. Falla por poco y consigue agarrarse a la barandilla. Con movimiento felino abre la puerta e irrumpe dentro detonando pólvora, llenando de fuego y ruido la pequeña sala.
La bala no encuentra dueño, pero llena el espacio de confusión y nervios. El jinete amartilla de nuevo, dispara hacia los Howard que se agachan intentando evitar el disparo y apuntan incapaces de asegurar el tiro sin dar al resto.
Pasan las ruedas un saliente de roca, se aferra Patty al techo sin soltar el rifle; dispara Jake desde el pescante evitando que cualquiera se acerque.
Dentro el jinete pierde el equilibrio y se coge al marco de la puerta con una mano para evitar caerse. Con la otra dispara al viejo, enviando al cielo los anteojos, volándole una oreja.
Dos ojos brillan con furia y observan, desde un lateral, al enemigo. Se eriza rojo el pelo y apunta con cuidado, alineando cañón y cráneo. En un pestañeo, justo antes de apretar, visualiza el cascarón seco de carne fría y ausente... algo chasquea dentro. En un segundo desamartilla, coge por el cañón el arma y estrella la culata contra la mano que se aferra con fuerza al marco. Tensan los dedos ante el dolor, soltando el asidero y cae el jinete por la puerta al vacío, rodando por la roca y el polvo del exterior.
—¡Ahí está! ¡Vamos, solo un poco más!
Casi pueden tocar el muro rocoso. La alegría prende en las entrañas, ignorando heridas y balas, calentando el alma. Y el espíritu henchido decide seguir a pesar de todo, transformando la adversidad en el empuje necesario para atravesar el último umbral.
Giran los radios hasta formar el disco liso sin fisuras. Cabecean un poco más los animales, con el rostro sudoroso de un Sam que adelanta, afianza y equilibra el bote, mientras desde todas las posiciones surge una lluvia de balas con el único objetivo de mantener a raya al enemigo.
Y así llegan al pasaje. Se adentra la diligencia y aflojan el ritmo los jinetes evitando ponerse a tiro.
Brilla fuerte la luz del sol al otro lado. Notan Jake y Sam la suave brisa de un cielo abierto y calmado. Abandonan la caverna volviendo al mundo como si nunca antes hubieran estado vivos.
Y allí, bajo el azul del cielo, sobre el dorado de las altas hierbas; dos ojos profundos y hundidos acompañados de 15 rifles les esperan.
—Esto se acaba aquí, caballeros. Hagan el favor de bajar y entregarnos a la señorita. Será lo mejor para todos
Dos hombres se adelantan y dejan sobre el suelo el cuerpo maltrecho de Henry. Entre el rostro amoratado y la sangre se distingue la mueca de una sonrisa y tras escupir sangre saluda a sus compañeros.
—Esto es lo único que conseguirán si se resisten. Sean razonables, no pueden seguir adelante ni dar media vuelta. Solo queremos a este caballero y a la señorita.
Los labios están sellados, piensan las mentes rebuscando cualquier salida y todas las sendas llevan al mismo e ineludible destino.
—Iré. —asoma la melena roja que baja de la diligencia y se sitúa frente al tipo de los ojos profundos— Pero a ellos déjenles en paz y a él también —señala hacia un Henry que, dolorido, acierta a saludar entre temblores con la mano.
—Él está aquí porque quiere. Tiene fácil llegar a un acuerdo, pero no quiere ceder y por ello caerá.
—Lamento decirte que la responsabilidad de tus actos no es mía, maldito canalla.
Se tuerce el gesto del de los ojos profundos y a duras penas consigue evitar la réplica.
—Bien caballeros; las armas, por favor. Las dejaremos un poco más adelante, para que puedan recogerlas cuando su cercanía no sea un peligro.
La incredulidad y la rabia se agolpan mientras ven alejarse a la señorita que extrañamente volvía a recuperar la rigidez marcial de la impuesta feminidad del este.
lunes, 31 de agosto de 2020
Rapaces
Surca la diligencia el mar de roca y arena. Aquí y allá se alzan peñascos, terreno impracticable, rocas cortadas y, más adelante, se yergue la columna rocosa, alta y desafiante, que les ha de servir de punto estratégico.
–¡Sam, detente!!
Cierra los puños, dobla los codos y tiran tensas las riendas, frenando las crines en oleaje. Los cascos pisotean manteniendo la posición, leve vaivén de ruedas asentando al vehículo y polvo suspendido regresando al suelo del que emergió.
–¿Qué ocurre, Patty?
–Aquel sitio ya no es nuestro.
Arriba, en la columna apenas se distinguirse un brillo errático.
–¿Hay alguien? –pregunta Jake entornando al máximo los ojos.
–Varios, más de cuatro.
–¿Estamos a salvo?
Patty se yergue sobre el techo de la diligencia y el viento cálido mueve sus ropas desde atrás.
–Sí, por unos diez pasos.
Entonces, allá arriba tiene lugar un solo fogonazo y el estruendo seco que es engullido por el vuelo agudo de un plomo que devora la distancia, estrellándose con el suelo a poco más de diez pasos de ellos.
Sam relaja las manos, deja caer las riendas y se gira hacia Jake.
–¿Y bien, ahora qué?
–Bueno, tú querías continuar con tu diligencia, ¿no? ¿Qué opciones tenemos?
–Nos queda un apeadero a la derecha, continuar este camino o ir por las viejas rutas, pero no sé cómo estarán para meter la diligencia…
Henry adelanta su caballo hasta ponerse al alcance de Jake y Sam.
–Esos de ahí no son mis coyotes. Los míos esperaran en un apeadero o al pie del camino. Los pajarracos de esa roca son de esta tierra… Lo mejor será que me adelante y eche un vistazo al apeadero.
–Mmmm, me parece bien… Sam, ¿qué me dices de esas viejas rutas?
–Viejas y retorcidas como un río de alambre de espino. Eran una buena baza para recorrerlas a pie, pero con la diligencia no lo veo, no.
–¿Ninguna?
–Dicen que la mejor es una que llaman la senda perdida.
–Suena amplio… Patty, ¿cómo van las cosas por arriba?
–Esperan, como nosotros. Tienen ganas de gatillo, eso seguro, pero de momento no se mueven.
Jake se lleva ambas manos a la cara, resopla y observa a Henry galopando hacia el apeadero, disminuyendo su figura. Delante se abre amplio el camino mientras, por el rabillo del ojo, la columna rocosa permanece desafiante, feroz centinela dispuesto a aplastarles en cuanto avancen un poco más.
–A ver, Patty, ¿y enviar plomo hacia arriba?, ¿cómo lo ves?
–¿Con este viento y la diligencia en marcha?, les cuelo uno por cada tres que nos manden ellos. Y si Sam mueve bien este trasto para que no nos den, podría escupirles algo serio una vez, como mucho, de milagro.
–De acuerdo.
Baja Jake del pescante y se asoma a la puerta de la diligencia.
–Damas y caballeros, si son tan amables de bajar; nos gustaría contar con su opinión.
–Jake, te recuerdo que seguimos teniendo unos cuantos pajarracos aquí.
–No hay problema, Sam, no bajarán. Todos sabemos cómo se llega allí. El primero que toque esa senda, para ir o venir, está muerto. No se me ocurre mejor forma de atraer las balas.
Se reúnen todos a un lado de la diligencia, salvo Patty que atiende desde arriba, pendiente de cualquier movimiento allá en la columna.
–…y así están las cosas. La verdad es que, llegados a este punto, ya no sé qué hacer; cualquier sugerencia será bienvenida.
El paisaje se extiende, amplio, rocoso y árido, hasta el horizonte. A un lado la pequeña mota de polvo roja, junto al cerco de insignificantes humanos discutiendo su suerte. Al otro, unas cuantas rapaces observan con rifles afilados lo que acontece abajo, pero las presas no se mueven y los ánimos comienzan a impacientarse. Patty casi puede oler el ansia de los de arriba y el regusto torcido, de unos y otros, al saberse encerrados en aquel eterno erial sin paredes.
Tras un silencio, en el círculo surgen las primeras ideas llenas de impurezas: absurdas, peligrosas, valientes, desesperadas, imposibles. Poco a poco van cribando y puliendo aquellas más prometedoras hasta encontrar el ansiado brillo, espoleados siempre por la eterna ansia del viejo que continúa viviendo tres días por delante del resto, cediendo ese hueco de tiempo presente al miedo.
Desechan esperar a Henry, ante la idea de verse atrapados entre los de la columna y los que vengan tras él. Desechan la ruta vieja por miedo a quedar encallados con la diligencia. Y desechan el camino central por alergia al plomo… Continúan argumentando y rebatiendo, cuando Patty ve cómo los Howard se alejan un poco, con la mirada perdida como cada vez que vislumbran en la realidad la representación abstracta de sus fotografías. Alza una ceja la reverenda al verlos discutir, señalando a uno y otro lado, para finalmente asentir en un firme acuerdo.
–Disculpen –interrumpe el señor Howard–, desde aquel lado hay un par de puntos que nos dejan fuera de su alcance.
Su dedo señala a una de las viejas rutas, una estrecha y arisca, de esas que ni se habían molestado en proponer.
–Venimos de verla, en aquel punto se mete un poco en la tierra y sigue unos cuantos pasos por la garganta. Parece que desde allí podríamos salir de nuevo al camino central, evitando gran parte del tramo peligroso. Pero bueno, es solo una idea.
–Dice bien, sr. Howard, –responde Sam–. Esa senda es de las peores, pero en ese primer tramo que comenta no debería haber mucho problema para llevar la diligencia. Después solo se trata de salvar una pequeña distancia de suelo rocoso y volveríamos al camino central, dejando la columna atrás. ¡Puede funcionar, sí señor!
–Bien, si a alguien se le ocurre alguna otra cosa, ahora es el momento.
–Ya hemos dicho bastantes disparates. El plan del fotógrafo es el mejor, así que pongámonos en marcha.
Muerde Patty una respuesta al viejo y se coloca en el techo calculando distancias, visualizando los plomos que han de volar de uno y otro frente.
Suben todos a bordo. Las manos se cierran de nuevo y tientan las riendas suavemente sabiendo que la respuesta de los animales no se hará esperar. Gira el par delantero, pisan firmes los cascos y mueven las ruedas hasta fundir los radios en un único material. De repente el lugar parece más abierto, el aire más fresco y, ante la posibilidad de una salida, el ánimo revive dispuesto a dar otro empujón más.
Cambia el suelo firme por senda pedregosa y una cabellera pelirroja se asoma libre por la ventana, luchando contra el traqueteo, fijando la vista en la columna que gira ante ellos y desaparece conforme se hunden en el hueco terroso de la garganta. Una vez allí, todo es silencio y tensión contenida del deseo de que todo vaya bien. Sam dirige con calma, coge Jake la escopeta, más por aferrarse a algo que por utilidad, y se tapa Patty con la manta a fin de difuminar al máximo el posible blanco, anclando la mirilla en la amenaza.
Emerge de nuevo la diligencia, abandona la sepultura terrosa, lenta y silente, con Patty rifle en hombro y el interior erizado en revólveres por si se tuercen las cosas. A un lado queda la senda, que continúa estrechándose hasta ahogar a todo lo que sea más ancho que un par de mocasines; entran cascos y ruedas en suelo rocoso y bambolea la diligencia ante lo que no pueden absorber las resistentes correas de cuero. Sigue Sam, centrándose en el camino y deja el entorno al resto, sabiendo que solo de él depende que no quiebre pieza alguna ni vuelquen. Pasan un alto sahuaro: enhiesto, fuerte y solemne, erizado como el maldito suelo que pisan; y al dejar sus espinas surge de nuevo la columna, amenazante. Todos pueden ver ahora a las rapaces, revoloteando en busca de la presa que no saben si dar por perdida, incapaces de decidirse a bajar.
–Para. –susurra Patty tras dar dos golpes en el techo– tira solo un poco para atrás.
Obedece Sam y regresa a las aristas del gigante espinoso. Patty recorre con la mirilla sombreros y hombros, hasta contar cuatro individuos. Recorre una y otra vez cada uno, cantando distancias y tiempos.
Toda la diligencia es un silencio sepulcral. Sam se revuelve y abre la boca impaciente, pero es la voz de Jake la que suena primero al adivinar lo que va a pasar.
–¡Patty, no!
Un disparo siempre suena a muerte, pero el estruendo es estremecedor cuando es el primero en rasgar el silencio asfixiante de la espera. Fuerte, bravo y un eco que parece eterno hasta que un palanqueo activa el tañido agudo de casquillo contra el suelo. Arriba, una de las rapaces cae y dos disparos más encuentran alojo, cada uno, en su respectivo dueño.
El tercer disparo falla. No porque el objetivo no estuviera a tiro ni porque no le hubiera dado tiempo; falla la mano experta de la reverenda porque los nervios tiran de sus músculos con rabia, desenfocan los ojos y estrechan con fuerza la garganta al ver como de allá arriba se alza un buen número de cabezas.
Dispara un par de veces más, pero le cuesta horrores fijar un blanco ante el baile alocado de objetivos. Sin perder tiempo, aquellos tipos montan y se disponen a bajar a por ellos. Piensa Patty en recibirlos, pero se le antojan demasiados para su rifle, así que da dos golpes fuertes e invoca al conductor.
–¡Sácanos de aquí! ¡Es un maldito avispero! Cuanto más distancia ganemos, mejor.
No hubo pregunta ni queja. Chasquean las riendas, atrona firme y urgente la voz y responden las bestias al unísono.
–¡Vamos a tener jaleo! –grita Jake a los pasajeros. Dentro se amartillan armas, templan almas y cruzan miradas intentando adivinar por dónde vendrán las balas.
–Si no salimos de esta, quiero decirles que ha sido un placer viajar con ustedes –acierta a decir entre titubeos el viejo.
Sonríen con algo de nervio los Howard en respuesta y asiente la señorita del este mientras sopesa su dragoon con el cuello palpitante y un inicio de fuego en ojos y cabello.
–Aquí estamos. Que vengan.
lunes, 24 de agosto de 2020
Planes
El sol les abandonó hace tiempo, ahora cruzan la madrugada. Henry dormita sobre su montura; dentro de la diligencia todos duermen; arriba Patty, recortada sobre el cielo estrellado, es una con la gruesa manta, mientras en el pescante Sam y Jake suben las solapas de los abrigos y rompen el silencio con bocanadas de vaho.
–¿Nos queda poco, no?
–¿Para llegar?
–Para morir –responde Jake con una sonrisa burlona en el rostro.
–Si después de todo esto muero, pienso dejar vacante en el cielo para ir al inaguantable infierno en el que hayas acabado y hacerte echar de menos cualquier tortura que puedas sufrir.
–Sam. Es un pensamiento muy intenso para conmigo… no demasiado halagüeño, pero intenso, de eso no hay duda. Muchas gracias, amigo.
El conductor no contesta, resopla una risa y da un tiento a las riendas para revivir a los animales.
–Estamos cerca, nos queda apenas una parada y llevamos provisiones. Si queremos evitar los apeaderos, promontorios y las zonas lógicas de parada; en algún momento deberíamos abandonar el camino.
–¿El mejor sitio?
–A ver, dado que estamos ignorando cualquier zona adecuada para parar, esquivando la comodidad y lo esperable… el mejor sitio es, sin duda, algo entre lo incómodo, lo expuesto y lo peligroso; desafortunadamente no tenemos cerca ningún abismo o volcán.
–¿Y para salir del camino?
–Dentro de un par de millas comienza a haber más roca que polvo, es incómodo para la diligencia pero deja menos rastro y podemos aprovechar las rocas para ocultarnos.
–No, estaba pensando en un lugar difícil de acceder y abierto.
–Oh claro, ¿por qué habría de imaginarme otra cosa? Algún sitio que nos cueste horrores llegar y desde donde se nos vea a la perfección, ¿cierto?
–Cierto. Si nos ven, también les veremos –asiente Jake feliz--. Algo como aquello.
El índice señala a una de las estrechas elevaciones de roca escarpada y pendiente excesivamente pronunciada.
–Si es eso lo que buscas, hay algo así más adelante, lo usaban los indios hace mucho. Igual de incómodo, pero que tiene un acceso más fácil, oculto en la parte de sombra.
Jake se asoma a un lado y silba una llamada a Henry. Este despierta toma las riendas del caballo y se acerca.
–Buenos días tenga usted. Debe ser importante si me llamas antes de que salga el sol.
–Apenas vamos a dejar que salga. ¿Alguno de tus coyotes se conoce esta zona?
–No. Sus raíces están más al sur.
–Bien. Sam conoce un lugar para parar un poco más adelante. Sitio elevado, poco conocido, con solo un acceso decente, oculto al gusto de los indios.
–¿Visible?
–Puedes apostar a que sí.
–¿Expuesto?
Asiente Sam en respuesta.
–¿Quiénes?
–¿La reverenda y tú os va bien?
–Muy bien, espero que podamos despiojar un poco el terreno antes de marcharnos.
–Tiempo es lo que más nos interesa.
–Tiempo tendréis.
Holmoak tira ligeramente de las riendas y se aparta un poco de la diligencia para echar un vistazo a los alrededores.
La luz anuncia el sol tras el horizonte. Un nuevo día comienza y con los primeros rayos cuatro pares de ojos se abren dentro de la diligencia; Patty emerge de su manta y los abrigos se abren dejando sitio al aire.
–Sam.
–¿Sí?
–¿Cuánto dirías que cuesta la diligencia?
El conductor ni siquiera se gira, continúa asido a las riendas y chasquea la lengua con la mirada fija en el horizonte, paladeando la pregunta antes de emitir la respuesta.
–No Jake, donde vaya mi diligencia iré yo.
–Eso dificulta las cosas…
Deja Sam un momento las riendas y se gira hacia su acompañante con rostro severo y voz áspera.
–No hay negociación que valga, estoy muy viejo ya para hacer otra cosa. Donde vaya este armatoste iré yo. Y por si lo estás pensando: sí, si cae por un precipicio, iré con él. En este mundo hay muy pocas cosas a las que anclarse; cuando encuentras una, vale la pena continuar.
–A veces hay que ser práctico y hacer aquello que más convenga. No hay muchas posibilidades de salir de esta con la diligencia.
–¿Sabes?, aunque te parezca mentira este cacharro ha sido mi vida. Y como tal pienso seguir a bordo hasta las últimas consecuencias. Si te parece algo ilógico o absurdo, te recuerdo que llevamos ya un tiempo recorriendo ese camino.
Calla Jake ante la evidencia y piensa alguna forma de variar los planes.
–Si lo que quieres es ganar tiempo ¿qué te importa? La diligencia te lo dará.
–No quería pagarlo con vidas.
–Eso está aún por ver. Yo me quedo con Patty y Henry.
–De acuerdo, hagámoslo a tu manera. Necesito que nos digas una ruta a seguir lo más apartada posible.
–Una vez lleguemos a la zona rocosa hay viejas sendas que cruzan la zona. El camino es difícil pero ahorraréis tiempo.
–¿Andando?
–Sería lo suyo.
–De acuerdo, que así sea.
Sam sonríe satisfecho, sacude las riendas y aviva los animales mientras el sol se alza por el lado, invocando el fulgor rojo y vivo de la diligencia.