El sol se alza en medio de la bóveda celeste; un amarillo incandescente que dobla todo lo que se atreve a sobresalir del suelo.
Sam da un toque a las riendas, manteniendo en calma a las bestias. Sabe que es primordial minimizar el esfuerzo y mantener el agua y la esperanza. Solo así se puede cruzar lo imposible.
Jake va a su lado, cabizbajo, debatiéndose entre la certeza de no volver a ver a los compañeros perdidos y la absurda ilusión de que hayan conseguido escapar.
Patty sigue arriba, con un improvisado toldo puesto para protegerse del sol; oteando continuamente el océano de roca y arena en busca de milagros o cadáveres.
Dentro de la diligencia el silencio se impone. A veces se cruzan miradas cansadas que, tras conectar un segundo, se pierden en un punto fijo, incapaces de invocar el habla.
Entonces, desde arriba de aquel barco perdido, arranca la voz de Patty.
—¡Ahí está!, ¡a la izquierda! ¡Hombre a la vista!
En el lugar indicado, se alza enorme la pared rocosa, única fuente de sombra en lo que alcanza la vista. Y allí, fundida en la oscuridad pétrea, se distingue la figura de un hombre sentado en el suelo, recostado sobre la roca escarpada de la pared. No tardaron en reconocer a Henry que, sin variar la postura, agitaba uno de sus brazos con la vieja Parker en alto. Junto a él, un poco más allá, tres cadáveres yacen en el suelo, expuestos al infierno solar.
La vista del hombre y la reconfortante sombra devuelve los ánimos y reaviva la diligencia.
Sam da un toque a las riendas y varía el rumbo hacia la fresca ausencia de sol.
—Parece que alguien ha conseguido salirse con la suya —comenta Jake.
—¡Te lo dije!, ¡ese alcornoque no cae!
Conforme se acercan, se perfila clara la figura de Henry: rostro herido, sangre seca y una sonrisa amplia de haber vuelto a respirar. Un poco más allá, descansan las armas.
Espera quieto, dejando que pase esa pequeña eternidad, asimilando que aquello que llega es, al final, la salvación.
—¡Te veo bien, alcornoque!
—Hola reverenda, lamento no poder decir lo mismo; será la edad.
—Ni muerto callas, maldito —responde entre risas Patty.— Bueno, ¿quieres seguir esperando o prefieres subir?
Se incorpora Henry con el renqueo quejumbroso de quien ya no sabe si su cuerpo está entero.
—Hacedme un hueco.
Recoge las armas y, con el primer paso, las heridas piden volver al suelo. Se detiene, respira hondo, saca fuerzas de donde no las hay y sube a la diligencia.
Entra en silencio, saluda con un ademán y se sienta junto al viejo, en el sitio donde solía estar la señorita.
—Se la llevaron a Paloverde. No sé qué será de ella —dice con la palma apoyada en el asiento.
—¿Se fueron tal cual? —pregunta extrañado el viejo.
—El jefe me dejó con dos de sus coyotes; quería que fueran otros quienes acabaran el trabajo.
—A la vista está que no lo consiguieron.
—Se quedaron para acabar conmigo fuera del hervir de sangre. Debían disparar en frío a un cadáver, mientras aumentaba el espacio entre los otros y ellos. No se decidían a apretar el gatillo y todo cuanto hacían no iba sino en contra de sus intereses. Tanto ellos como yo, sabíamos que si tardaban, nada les darían ni en Paloverde ni en unas tierras que, como bien les dije, jamás iba a entregarles. Así que prefirieron darme ya por muerto y que el sol se encargara de secar mis restos...
—Lo cierto es que viendo su estado, yo tampoco hubiera apostado por encontrarlo con vida.
El viejo le da un poco de agua.
Henry pasa la mano por las heridas, entorna los ojos, ahoga una mueca de dolor y pega un buen trago antes de volver a hablar.
—Se llevaron sus caballos y los de esos tres diablos que se secan al sol. Me dejaron a la vieja Parker y vuestras armas, lo mismo por si se me ocurría hacerles el trabajo. Y la verdad es que conforme pasaba el tiempo sin tener noticias vuestras; empecé a pensar que no lo conseguiría.
—Tardamos en salir de allí. Esas tres sabandijas que se tuestan afuera, soltaron los caballos y nos costó recuperarlos. Afortunadamente el Sr. Summers tiene buena mano. De todas formas hay que partir cuanto antes a Paloverde.
—Mis coyotes no parecían llevarse bien con los tres de afuera. Tom, el jefe, lo dejó bien claro con tres balas. Así que no tendrán muchos amigos en Paloverde. Si llegáramos a tiempo de dar el aviso de lo ocurrido… lo mismo aún podemos hacer algo.
—Le dí a la señorita las señas de alguien de confianza con quien realizar los papeleos, en lugar del que la espera allí. Si acude a él, quizás tengamos alguna oportunidad. A estas horas estará llegando al pueblo: una joven del este rodeada de esa banda de canallas hambrientos de oro. Espero que sepa encontrar la suficiente entereza, entre tanta alimaña, como para poder acordarse y acudir a quien toca.
—Lo mismo digo. Pero de momento, poco podemos hacer, salvo, quizás, echar un buen sueño.
Se recuesta en el asiento y cierra los ojos dejando que el mundo pase a su ritmo y su cuerpo acuda a ese recóndito lugar donde siempre encuentra la paz y recupera las fuerzas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario