lunes, 14 de septiembre de 2020

Una charla

 

El sol golpea fuerte, dobla las imágenes en una suerte de delirio brumoso. Aquí y allá surgen charcos de agua etéreos que todo el mundo sabe ignorar.

Henry cabalga erguido, rostro grave, heridas secas; mirada fija y perdida, atravesando el horizonte. La señorita va con el de los ojos profundos, fría y distante sobre la montura.

Solo se escucha el golpeteo de cascos y el ocasional resoplido de algún animal.

Pasado un momento, el horizonte se encrespa y aparece una pared rocosa que, en honda reverencia, ofrece el descanso de una buena sombra.

—¡Alto! Este es buen sitio. Pararemos un rato a descansar. Dejad aquí las armas para que las recojan los de la diligencia.

El de los ojos profundos ayuda a bajar a la señorita y manda lanzar al suelo a Henry.

Invitan a la señorita a recostarse apoyándose en la pared; rehúsa esta y sigue en pie inalcanzable, tensa y marcial.

Dos de los jinetes cogen a Henry de los hombros y se lo llevan aparte, devolviéndolo al suelo justo en el límite del abrigo solar, quedando él expuesto al horno celestial y a cubierto el resto.

El de los ojos profundos se acerca con calma, dejando tiempo para que el sol devuelva a Henry al infierno.

Se detiene justo en el filo de la sombra, lo recorre con la vista: golpeado, amoratado, herido, con el marrón oscuro de la sangre reseca y la pose temblorosa de quien a pesar de todo se pone en pie.

—Has perdido; no eres ni la sombra de lo que eras. En otro tiempo hubieras aguantado esto y más, pero ahora... no queda nada de ti; salvo ese patético orgullo cogido con hilos.

Respira quebradizo, mientras se tambalea de un lado a otro para guardar el equilibrio. Traga la ausencia rasposa de saliva y se dirige al de los ojos profundos.

—¿Sabes? el orgullo es como un arma vieja. Si sabes cómo empuñarla te irá muy bien; pero si no vas con cuidado, puede reventarte en la cara.

Se abren los ojos profundos al verlo dibujar una sonrisa en el rostro. Entorna de nuevo la mirada y paladea la boca seca antes de contestar.

—Esa cara habla por sí sola. He acabado contigo, Holmoak. No hay nada que puedas hacer, salvo capitular.

—¿Tú? —escupe al suelo que cuece y bebe el rojo de la sangre— Mira adónde estamos; todo lo que has tenido que mover para tumbarme. Tú no has acabado conmigo, no me has traído hasta aquí, Tom; habéis sido unos cuantos más. En todo este tiempo, yo he seguido haciendo lo que consideraba oportuno, y así seguiré haciendo pase lo que pase.

—Todo esto no ha sido por ti, amigo. Es por aquella chica, porque llegó a nuestros oídos que vale su peso en oro, en Paloverde.

—Engáñate si quieres, pero si es la chica lo único que quieres, ¿por qué estás aquí, perdiendo el tiempo conmigo? Más tiempo, perdido conmigo, amigo.

La punta de uno de los zapatos remueve con nervio la tierra en la sombra. Digiere la charla y arremete de nuevo.

—Mucho tiempo sí, lamentablemente esto ha ido demasiado lejos como para dejarte con vida. Firma, Henry. Es la única salida.

—Siempre hay otra opción...

—¿Quieres morir?

—Yo no me muero, eres tú quién me mata. Durante todo este tiempo he hecho lo que he considerado adecuado. Si tus amenazas no han funcionado antes, no lo van a hacer ahora.

—Nadie sabrá de ti cuando caigas. De nada servirá tu cadáver.

—¿Qué importan los demás? Cuando pase un tiempo sin aparecer por casa, mis tierras tendrán un nuevo dueño, tal y como está designado. Yo habré muerto haciendo lo que me pareció correcto y mi muerte se convertirá en el recuerdo permanente de tu fracaso.

Se dirige, instintiva, la mano del de los ojos profundos hacia la empuñadura del revólver. Pero el eco de las palabras la detiene, justo antes de invocar la muerte.

—¡Señor, jinetes! —irrumpe la voz de uno de los hombres.

—¡Maldita sea!, quedaos con él; que no se mueva de donde está.

Recoloca el sombrero, entorna los ojos profundos y sale al mar de luz incandescente para encontrarse con los tres jinetes que se acercan a galope tendido.

Se planta en medio, con las piernas ligeramente extendidas y las manos, prestas, descansan a ambos lados.

—¿Qué hacéis aquí? La chica es nuestra.

De los tres jinetes, uno con rostro seco y cicatriz es el que se decide a contestar.

—Nosotros somos quienes hemos hecho todo el trabajo.

—No pudisteis detener la diligencia. Fuimos nosotros quienes los capturamos al otro lado del túnel.

—Fue nuestra sangre la que se vertió.

—Ese no es nuestro problema. Haber acabado con ellos cuando tuvisteis oportunidad.

—Verás, Tom, ahora mismo puedes decirnos lo que quieras. Nosotros solo somos tres, vosotros más. Además, no dudo de que en caso de disparar, tus balas vayan mejor que las nuestras. Pero no es eso lo que importa.

Observa el jinete a sus compañeros, en busca de refuerzo. Y vuelve la mirada a los fríos ojos profundos.

—Lo que importa es que Paloverde es nuestro. Ahí es donde os dirigís con la señorita y no quiero contaros lo que podría pasar si os ven llegar sin nosotros.

—Podíais haber caído en el ataque a la diligencia.

—Podríamos, pero no ha sido así.

Se extienden los dedos, se acerca rápida la palma y brilla en el cañón un destello con el amartillar del arma. Los jinetes echan mano de sus armas, pero solo uno llega a cogerla, justo cuando se escucha el tercer disparo, y afloja muerto el pulgar sin haber podido hacer su trabajo.

—Parece que sí.

Entran de nuevo los ojos profundos en la sombra. A la espalda quedan los tres cadáveres y el cuerpo maltrecho de Henry que continúa en pie, sin importarle la escena que acaba de presenciar.

Se detiene un momento el de los ojos profundos. Comienza a extender la mano, pero de nuevo el eco de aquellas palabras le obliga a parar. Mira hacia la señorita y, sin darse la vuelta, se dirige a los dos hombres que están junto a Henry.

—Nos vemos en Paloverde. Encargaos de él.

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