La pared escarpada se pierde, atrás, en el horizonte. Más adelante, se extiende eterno el suelo rocoso, cubierto de polvo, y la presencia ocasional de algún coloso de piedra que observa con la calma de siglos acumulados, el pequeño grupo de jinetes que atraviesa sus territorios.
La señorita del este va en su propia montura, una de las que dejaron libres los jinetes que abandonaron este mundo. Lleva un pañuelo en la cabeza protegiéndole del sol; ningún mechón de pelo rojizo asoma ya. Cabalga firme, seria, correcta, manteniendo de nuevo su naturaleza encerrada entre los férreos cánones de su feminidad civilizada. El de los ojos profundos retiene la riendas de su caballo, hasta quedar junto a ella.
—Disculpe, señorita...
—O'leary
—Señorita O'leary, no debe preocuparse de nada. Está entre amigos. Nuestra única intención es acompañarla hasta Paloverde y que allí pueda hacer sus gestiones sin que corra ningún peligro.
—Sr…
—Llámeme Tom.
—¿No tiene apellido?
—Tom está bien.
—¿En tal caso, podría llamarle Tomas? Me tranquiliza, y tiene cierto aire distinguido.
—Como quiera…
—Verá Sr. Tomas, lo cierto es que mi vida no ha corrido ningún peligro hasta que, por alguna razón, se conoció el motivo de mi visita a Paloverde. Curiosamente toda amenaza, toda muerte y todo ataque ha venido, de la gente que, como usted, decía quererme proteger. Y lo cierto, perdone el atrevimiento, es que pienso que todo esto no es más que una escusa para aprovechar y cobrar lo estipulado por mi protección, además de llevar a cabo viejas guerras personales.
—Señorita O'leary, esos pensamientos oscuros no harán sino dañarla.
—Pero, Sr. Tomas, ¿cómo no voy a tener pensamientos oscuros cuando todo lo que he visto es muerte? Le confieso que estoy aterrada; atrás hemos dejado al Sr. Holmoak en unas condiciones tan lamentables que dudo pueda seguir adelante.
—Señorita, le ruego no me compare con Henry. Ese individuo es un ser incivilizado, incapaz de comprender y mantener los lazos necesarios para una sana vida en sociedad. Tiene lo que se ha ganado a pulso. Terco e indisciplinado, camina solo y piensa únicamente en el aire que respira. En su mundo no existe más que él y cualquier otro se convierte en un extraño que poco hace salvo estorbar. Es una víctima de su propio ser; no puede confiar en nada ni en nadie, no puede sacrificarse por el bien común y, tenga por seguro, que si en algún momento llegara a depender de él su bienestar, puede darse por perdida. Con nosotros, en cambio, no le pasará eso. Estamos aquí para protegerla, si ha tenido miedo, puede relajarse, nada ha de dañarla estando a mi lado.
—Pues verá Sr. Tomas, le ruego me perdone de nuevo, pero yo he percibido en el Sr. Holmoak a otro ser. He visto a alguien que ayuda cuando es necesario, pero que no tiene por qué quedarse después; alguien que necesita su espacio, que gusta de estar solo y disfruta la compañía. Y le he visto sacrificarse por otros, cuando lo ha considerado oportuno, sin proclamarlo a voces y sin que ello le beneficiara en modo alguno. Comprendo que mi juicio no está preparado para tales valoraciones, pero le veo a usted con sus hombres y no puedo apartar de mi mente la idea de que habla de comunidad y sociedad porque desde su posición le es provechosa; y me atenaza la duda de qué pasaría si alguno de los que forman su «comunidad» se negara a obedecer sus órdenes.
Cae un silencio sepulcral y algunos de los jinetes acercan levemente sus monturas hacia los hablantes.
—Dice bien, no está capacitada para valorar las complejidades de la sociedad humana. Lo cierto es que hay labores que uno no puede hacer, y se necesita más gente. A veces es necesario agruparse para defenderse y salvaguardar los intereses comunes. Y, aunque pueda parecerle desagradable, la única forma de permanecer firme, pese a todo lo que venga, es mediante una fuerte determinación, un orden adecuado y una disciplina que haga que todos los integrantes realicen bien su tarea. Estos hombres vienen conmigo porque saben que les va mejor que estando solos; y no porque yo lo diga, sino porque lo han visto con sus ojos y lo han disfrutado en sus bolsillos; es algo innegable.
—Y aún así hay quienes no quieren verlo, ¿es eso lo que quiere decir? Como el Sr. Holmoak.
—Eso es. La vida es enfrentamiento, y solo los más preparados prevalecen. Solo hay dos opciones: puedes intentar liderar o asociarte a otros más capaces. Los que, como el Sr. Holmoak, desdeñan esa realidad, simplemente son apartados.
—Comprendo. ¿Y no podría ocurrir, disculpe de antemano mis palabras, que de tanto estar pendiente a los enfrentamientos, acabemos por vivir más en ellos, en esa maraña de tácticas y estrategias, que en lo que deseábamos proteger?
—Tiene usted una lucidez instintiva, bastante desconcertante. Le pondré un ejemplo, solo eso, un ejemplo. Podríamos irnos, dejarla aquí, incluso regalándole el caballo; no diríamos a nadie donde está, ni contaríamos su situación personal. De esta forma, habríamos conseguido mantenerla al margen de todo, pero a la vez la habríamos condenado a una muerte segura, incapaz de valerse en este medio ni de encontrar el camino a seguir.
—Entiendo lo que dice, y es terrible.
—Exacto, por eso mismo le digo; no va a estar en ningún sitio mejor que junto a nosotros.
—Pero es que, de ese modo, es esa misma protección que me ofrece la que me mantiene encerrada. Seguiré con usted por miedo a que pase otra cosa y, al final, esa relajación que usted me promete nunca tiene lugar. ¿Le ocurrirá algo similar a alguno de sus hombres?
Uno de los caballos relincha, se mueve nerviosa alguna que otra montura y en el omnipresente silencio comienza a apreciarse cierto rumor de mentes.
Los ojos profundos se entrecierran y parecen adivinar cierto amago de sonrisa en la delicada cara de la señorita del este.
—Bueno, ya basta de ensoñaciones. Lo que importa es que llegará sana y salva a Paloverde. Usted obtendrá lo suyo y nosotros lo nuestro. Cuando tenga su dinero, podrá ahondar más en este tipo de pensamientos y seguramente acabe contratando a uno como yo y mis hombres para tener tiempo de sobra para ello.
Alza la mano y mira a su alrededor, reconociendo los rostros compungidos de alguno de sus hombres.
—¡Señores, queda poco para Paloverde! ¡Lo difícil ya está hecho! ¡Por si alguno lo olvidaba, esta vez la cosecha es la mejor que halláis visto: whisky bueno, buenas cartas y los muslos calientes de una o varias mujeres; esta vez, sin preocuparse por la escasez; y un baño caliente si es que alguno de vosotros se preocupa mínimamente por esos menesteres, panda de sabandijas!
Estallan las risas y varios disparos al aire rescatan los ánimos del fango y animan las bestias hacia el pueblo de Paloverde.
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