Desvelado por el cielo, un rastro de huellas humanas hiere las suaves elevaciones de nieve virgen, alejándose del camino. Demasiado tarde para estar despierto, demasiado temprano para comenzar la jornada, las huellas dejan a un lado el manantial y se adentran en la densa arboleda, abandonando la tenue claridad nocturna, directas hacia la oscuridad de la roca afilada, las agujas y el hielo.
Los árboles se alzaban eternos hacia el cielo oscuro. Las ramas, completamente quietas, enmudecían ante la ausencia de viento; sin embargo, la llama del quinqué tiritaba exigua ante el asfixiante abrazo del frío. El vapor salía de la boca de Jimmy con un humo denso y profuso. Apretó aún más el abrigo y siguió caminando, enarbolando su faro guía.
Había recogido ya casi tres cuartos del cargamento. No podría decir cuántos días llevaba yendo al manantial de madrugada, volviendo con el frío en los huesos, cansado y hambriento; para llegar y gastar sus ganancias en alcohol, comida y alcoba. No se había dado cuenta del bucle en el que había entrado hasta que la llegada de aquel pobre hombre quebró la rutina; un trozo oscuro de leño seco y escuálido con la piel agarrada a los huesos y los ojos casi apagados suplicando rescoldos, whisky y un poco de comida.
Giró la rueda metálica, ofreciendo más mecha al fuego; la llama creció afianzando su forma y proyectó un cono de luz amarillenta sobre la maraña de troncos, arbustos y el reflejo verdoso de un tupido muro de agujas y ramas. Sin duda, ese debía ser el lugar...
Aquel hombre fue recibido de forma idéntica a como habían hecho con él; invitado a comer el caldo cálido y reconfortante, a beber unas copas y a aprovechar el momento de confianza agradecida para morder el cebo en la mesa de juego. Tomó las cartas con cierta alegría hasta llegar a la euforia y acabó teniendo que aceptar pagar sus deudas arreglando un viejo pozo, abandonado un poco más al norte del manantial.
Dejó el quinqué en el suelo y comenzó a apartar los arbustos amontonados que, habiendo sido arrancados de la tierra, comenzaban a perder su color. Movió unas cuantas piedras hasta que surgieron los finos troncos que formaban la estructura. Echó a un lado la plataforma y observó la oscura herida que se abría paso a través del suelo helado. Recogió la luz y descubrió una serie de salientes excavados que facilitaban la bajada.
Aquella noche, cuando todos se encontraban durmiendo, Jimmy le contó a Lily lo ocurrido. Ella, incómoda, eludió molesta la conversación, acabando por ahogar su interés en abrazos y caricias. Solo con el lento paso del silencio, cuando el sueño decidió ignorarles, dejó caer su pesada carga: “Jimmy, no existe ningún pozo...”
Enganchó el quinqué en el cinto y comenzó el descenso. El frío brotaba de la roca húmeda y atravesaba la piel del calzado y los guantes como si se tratara de fina tela. Llevaba un trecho recorrido cuando comenzó a notar cierta corriente de aire gélido que atravesaba la oscura caverna; sintió las primeras punzadas y un leve temblor comenzó a recorrer su cuerpo. Echó un vistazo abajo y vio el reflejo brillante del hielo aun a cierta distancia bajo sus pies. Algo preocupado, temiendo no poder hacer frente al frío, afianzó los pies y pidió a las piernas la fuerza necesaria para volver arriba. Utilizaba los brazos solo para ayudarse, evitando así el cansancio; mas, con la luz en su cintura, apenas veía donde agarrarse y al ir a coger uno de los salientes el trozo de roca se desprendió expulsándolo de la pared.
La caída quedó amortiguada por el mismo pequeño desnivel del fondo helado que le deslizó unos metros más hacia dentro. Se incorporó algo dolorido pero sin mayor mal; por fortuna, el quinqué seguía funcionando, pese a alojar algo de barro en el cristal. Mientras el viento chocaba contra su rostro en un continuo oleaje, Jimmy vio, asida a una argolla en la pared, una antorcha ya utilizada pero con material suficiente para volver a arder. Situándose de espaldas a la corriente, apartó la pieza superior de la lámpara y acercó la tea. Tardó un poco, el tiempo necesario para que las fibras se calentaran y el fuego encontrara espacio para crecer.
La luz aumentó y Jimmy observó horrorizado cómo el estrecho pasillo en que se encontraba, había dado paso a una sala subterránea, con las paredes cubiertas de hielo y nieve amontonada por todos lados; de alguno de esos montones sobresalía ropa de abrigo manchada de sangre y, más allá, en medio de la sala, colgando de la bóveda de piedra, se encontraba el cuerpo inerte del pobre diablo que llegó en busca de cobijo; allí permanecía, abierto en canal, liberado de sus entrañas, con dos garfios perforando sus tobillos, tambaleándose como un muñeco empujado por el viento.
Le invadió el hedor, repentino, acumulado durante todo ese tiempo oculto por el frío; ese olor dulzón de carne cruda, afilado por la humedad del hielo, recorrió todo el conducto respiratorio. Cerró los ojos y quedó el sabor, en el fondo del paladar, impregnado por el eco de las imágenes: ropas manchadas y la mueca incrédula tallada a golpes en el rostro del macabro colgante.
De repente, un chirrido metálico, traído por el viento, irrumpió en la sala resonando en cada una de las superficies heladas; eclipsado por unos pasos, firmes y pesados, demasiado definidos como para estar lejos. El sonido surgía de su derecha, a través de una abertura que abandonaba la sala por el lado opuesto al que había venido. Hundió la antorcha en la nieve, enmudeció con el abrigo el quinqué y se echó hacia atrás, aturdido, hasta encontrar la firmeza de la pared. El corazón comenzó a bombear, enviando la sangre como un torrente contra su cráneo; el aire se le antojaba escaso y había desaparecido todo rastro de frío.
Cediendo todo control al instinto, llevó su mano hacia el revólver, lo empuñó y dejó que los nervios se dispersaran, a través del metal, por toda la sala. Afinó sus instintos y se concentró únicamente en la espera.
Los árboles se alzaban eternos hacia el cielo oscuro. Las ramas, completamente quietas, enmudecían ante la ausencia de viento; sin embargo, la llama del quinqué tiritaba exigua ante el asfixiante abrazo del frío. El vapor salía de la boca de Jimmy con un humo denso y profuso. Apretó aún más el abrigo y siguió caminando, enarbolando su faro guía.
Había recogido ya casi tres cuartos del cargamento. No podría decir cuántos días llevaba yendo al manantial de madrugada, volviendo con el frío en los huesos, cansado y hambriento; para llegar y gastar sus ganancias en alcohol, comida y alcoba. No se había dado cuenta del bucle en el que había entrado hasta que la llegada de aquel pobre hombre quebró la rutina; un trozo oscuro de leño seco y escuálido con la piel agarrada a los huesos y los ojos casi apagados suplicando rescoldos, whisky y un poco de comida.
Giró la rueda metálica, ofreciendo más mecha al fuego; la llama creció afianzando su forma y proyectó un cono de luz amarillenta sobre la maraña de troncos, arbustos y el reflejo verdoso de un tupido muro de agujas y ramas. Sin duda, ese debía ser el lugar...
Aquel hombre fue recibido de forma idéntica a como habían hecho con él; invitado a comer el caldo cálido y reconfortante, a beber unas copas y a aprovechar el momento de confianza agradecida para morder el cebo en la mesa de juego. Tomó las cartas con cierta alegría hasta llegar a la euforia y acabó teniendo que aceptar pagar sus deudas arreglando un viejo pozo, abandonado un poco más al norte del manantial.
Dejó el quinqué en el suelo y comenzó a apartar los arbustos amontonados que, habiendo sido arrancados de la tierra, comenzaban a perder su color. Movió unas cuantas piedras hasta que surgieron los finos troncos que formaban la estructura. Echó a un lado la plataforma y observó la oscura herida que se abría paso a través del suelo helado. Recogió la luz y descubrió una serie de salientes excavados que facilitaban la bajada.
Aquella noche, cuando todos se encontraban durmiendo, Jimmy le contó a Lily lo ocurrido. Ella, incómoda, eludió molesta la conversación, acabando por ahogar su interés en abrazos y caricias. Solo con el lento paso del silencio, cuando el sueño decidió ignorarles, dejó caer su pesada carga: “Jimmy, no existe ningún pozo...”
Enganchó el quinqué en el cinto y comenzó el descenso. El frío brotaba de la roca húmeda y atravesaba la piel del calzado y los guantes como si se tratara de fina tela. Llevaba un trecho recorrido cuando comenzó a notar cierta corriente de aire gélido que atravesaba la oscura caverna; sintió las primeras punzadas y un leve temblor comenzó a recorrer su cuerpo. Echó un vistazo abajo y vio el reflejo brillante del hielo aun a cierta distancia bajo sus pies. Algo preocupado, temiendo no poder hacer frente al frío, afianzó los pies y pidió a las piernas la fuerza necesaria para volver arriba. Utilizaba los brazos solo para ayudarse, evitando así el cansancio; mas, con la luz en su cintura, apenas veía donde agarrarse y al ir a coger uno de los salientes el trozo de roca se desprendió expulsándolo de la pared.
La caída quedó amortiguada por el mismo pequeño desnivel del fondo helado que le deslizó unos metros más hacia dentro. Se incorporó algo dolorido pero sin mayor mal; por fortuna, el quinqué seguía funcionando, pese a alojar algo de barro en el cristal. Mientras el viento chocaba contra su rostro en un continuo oleaje, Jimmy vio, asida a una argolla en la pared, una antorcha ya utilizada pero con material suficiente para volver a arder. Situándose de espaldas a la corriente, apartó la pieza superior de la lámpara y acercó la tea. Tardó un poco, el tiempo necesario para que las fibras se calentaran y el fuego encontrara espacio para crecer.
La luz aumentó y Jimmy observó horrorizado cómo el estrecho pasillo en que se encontraba, había dado paso a una sala subterránea, con las paredes cubiertas de hielo y nieve amontonada por todos lados; de alguno de esos montones sobresalía ropa de abrigo manchada de sangre y, más allá, en medio de la sala, colgando de la bóveda de piedra, se encontraba el cuerpo inerte del pobre diablo que llegó en busca de cobijo; allí permanecía, abierto en canal, liberado de sus entrañas, con dos garfios perforando sus tobillos, tambaleándose como un muñeco empujado por el viento.
Le invadió el hedor, repentino, acumulado durante todo ese tiempo oculto por el frío; ese olor dulzón de carne cruda, afilado por la humedad del hielo, recorrió todo el conducto respiratorio. Cerró los ojos y quedó el sabor, en el fondo del paladar, impregnado por el eco de las imágenes: ropas manchadas y la mueca incrédula tallada a golpes en el rostro del macabro colgante.
De repente, un chirrido metálico, traído por el viento, irrumpió en la sala resonando en cada una de las superficies heladas; eclipsado por unos pasos, firmes y pesados, demasiado definidos como para estar lejos. El sonido surgía de su derecha, a través de una abertura que abandonaba la sala por el lado opuesto al que había venido. Hundió la antorcha en la nieve, enmudeció con el abrigo el quinqué y se echó hacia atrás, aturdido, hasta encontrar la firmeza de la pared. El corazón comenzó a bombear, enviando la sangre como un torrente contra su cráneo; el aire se le antojaba escaso y había desaparecido todo rastro de frío.
Cediendo todo control al instinto, llevó su mano hacia el revólver, lo empuñó y dejó que los nervios se dispersaran, a través del metal, por toda la sala. Afinó sus instintos y se concentró únicamente en la espera.