lunes, 28 de octubre de 2019

Vistas

Llegaba el atardecer. Masticaba su ración de comida seca sentado al borde del edificio, con la brisa en el rostro y los pies colgando en el hueco de la pared descarnada.

Se encontraba en la cuarta planta, pero la estructura debía haber alcanzado los siete u ocho pisos. Le gustaba subir a las ruinas, la mayoría seguía escondiendo curiosidades engullidas por zarzas, hiedras y enredaderas. Tan solo debía tener cuidado al caminar, pasar por las vigas y reconocer debidamente la fiabilidad del resto del suelo.

Respiró hondo, dejando que el aroma fresco y amargo de las plantas ensanchara sus pulmones y observó, desde allá arriba, el paisaje que se alzaba frente a él. El sol se marcha por el oeste y enrojece copas arbóreas que entremuestran pequeñas sendas naturales; algún promontorio despunta aquí, una vieja colina allá y, dispersos por el horizonte, gigantes corruptos de cemento se mantienen en pie por miríadas de garras vegetales trepando en busca del sol.

Y se le antojó curioso, irónico, casi extraño, cómo aquello que se creó para ser eterno: gloria perpetua de un mundo todopoderoso, apenas había sobrevivido a sus creadores, y cómo aquello que fue desplazado es lo que ahora lo mantenía erguido.

Observando el nuevo mundo le llegó implacable la certeza: que por muchos extractores que haya, por mucho conocimiento cosechado, nadie recordará lo que fue y este mundo que se engendra por sí mismo será la evidencia que, al alcance de la vista, nadie podrá negar. Probablemente una nueva esencia, puede que otra lógica o forma de vida será la que se creará. Y aquel conocimiento hallado deberá, al servicio del espacio que lo rodea, vertebrar una nueva realidad.

Quizás llegue un momento en que los buscadores sigan cosechando en aquellos lugares, no ya para reconstruir el pasado; sino para, envueltos en el mundo, innovar.

Se quedó hasta que el sol encontró descanso tras las montañas. Entonces las palabras del viejo T. resonaron en su mente.

La vida de nuestra ciudad se estancaría si no fuera por los bosques inexplorados y los prados que la rodean. Necesitamos el tónico de lo salvaje.

lunes, 21 de octubre de 2019

Prospección

Se movía por inercia. Jadeaba, a duras penas conseguía el dolor punzante de despegar pulmones. El corazón bombeaba contra el cráneo, los ojos desenfocaban la imagen de un terreno inconquistable y, pese a todo, la voluntad gritaba continuar.

Conforme la cuesta se fue calmando, volvió el oxígeno, la vista se suavizó y las piernas hallaron descanso en el paso firme y tranquilo. Al frente, el horizonte: pinos sobre rocas y un sendero suave que conduce hasta el lugar indicado.

Caminó entre los cascotes unidos de nuevo en otra forma, cambiando cemento por vegetación. Se situó entre los muros caídos y comenzó a observar.

Analizó la tierra, las plantas y la tipología de los restos. Podía reconocer los indicios de un filón de forma intuitiva, como si se tratara de una especie de olor. El lugar estaba marcado en los mapas... como tantos otros fracasos. Sólo la certeza olfativa le animó a continuar.

Limpió la zona hasta encontrar el portón metálico. Las plantas y el óxido no dejaban lugar a dudas: continuaba sellado. Se alejó unos pasos y clavó el bordón de exploración en el suelo. Cruzó los dedos e inició el programa.

El bordón emitió un pitido ininterrumpido y un destello. Segundos después llegaba la confirmación. Ejecutó el código y entre estruendos y chirridos se abrió la pesada pieza metálica.

Una vez dentro, encendió una de las linternas del bordón y revisó el interior: catalogando los diferentes medios de almacenaje, dilucidando dónde se encontraba la información más valiosa, antes de poner todo en marcha. La planificación del proceso de extracción era lo principal si se quería tener éxito. Cuando estuvo a punto, activó los sistemas y empezó la cuenta atrás.

Se hizo la luz. Las salas se pusieron en marcha y comenzó a colocar en cada una de las máquinas los extractores que debían cosechar el conocimiento. Tras los primeros minutos llegó el primer parpadeo lumínico, leve y poco duradero. Dejó los extractores trabajando y aprovechó para explorar los otros habitáculos.

Aquel lugar era uno de los buenos; no muy grande, pero rico en contenido. Las zonas de descanso eran confortables, con todo lujo de detalles; de esas que hacían lamentar que todo hubiera acabado.

Un segundo parpadeo sacudió el sistema, por suerte los extractores seguían funcionando correctamente.

Continuó su paseo, sorprendido al no encontrar indicios de actividad. Recorrió las salas secundarias hasta encontrar otro portón escondido. Colocó el código y al abrirse mostró otra sala, mejor aislada, donde yacían tranquilos sobre sus camas los restos esqueléticos de quienes confiaron en aquel lugar para salvar sus vidas.

Por un momento la luz se apagó y al regresar lo hizo de forma intermitente; el tiempo corría.

Se quedó un momento allí, sentado en uno de los sillones, observando los esqueletos. Todo parecía indicar que murieron en calma, posiblemente por la ingesta de algún fármaco. Lo había oído en más de una ocasión. La mayoría cayó fuera, otros murieron intentando entrar en alguno de los refugios y los hay, como estos, que encontraron su final dentro, incapaces de soportar la idea de no volver a ver el sol.

Pensó en sus rostros llenos de carne y color. De lo que pasaron para entrar allí y en lo que tuvieron que vivir para decidir que jamás volverían a salir. Para la mayoría la espera es un lugar ausente de vida. No podía ni imaginar qué terrores les habrían obligado a encerrarse allí y mucho menos los motivos que les llevaran a apagar sus vidas. Esperaba que, con suerte, alguno de los extractores cosechara dicha información.

Se escuchó un tono continuado de corrosión aguda, tras lo cual llegó un nuevo apagón. Al volver la luz, una de las máquinas estalló dejando una columna densa de humo... demasiado pronto.

Comenzó a recoger los extractores sin desactivar debidamente el sistema de anclaje, no había tiempo.

Llegó al pasillo central y otra máquina por delante de él, emitió un siseo y un fuerte olor a quemado.

Jubo comenzó a correr, quitando los extractores y guardándolos en la mochila. Desechaba aquellos que se encontraban en las máquinas defectuosas y siguió hacia la salida. Casi podía escuchar los gritos de los que ya no estaban, jaleándole en su carrera a fin de que al menos una parte de ellos pudiera salvarse.

De nuevo apareció el ruido corrosivo, esta vez más fuerte, otro apagón y el estallido de dos máquinas más al volver la luz.

Había demasiado humo acumulado. Rebuscó en la mochila, se colocó la máscara y continuó corriendo, esforzándose por distinguir el camino correcto entre el denso coágulo negro; de pasada tan sólo pudo coger dos extractores más antes del nuevo apagón.

Esta vez no se escuchó nada. Ni ruido ni extractores ni maquinaria, nada salvo oscuridad absoluta. Notó el aire denso y una opresión en el pecho al respirar. Sabía lo que pasaba y no se atrevió a encender ni siquiera la linterna. Caminaba a tientas, recordando el camino hasta la salida, intentando no acercarse a los lados evitando tocar las máquinas. Sudaba, el corazón luchaba por salirse del pecho y su sentido común hacía tiempo que había comenzado a gritar que corriera sin mirar adónde. Aun así se sobrepuso lo justo para seguir respirando y continuar sin chocarse.

Volvió la luz, la salida apareció frente a él a unos 10 metros y las máquinas comenzaron a estallar en cadena. Corrió como nunca, con la sensación de respirar líquido en vez de aire, moviéndose en un entorno denso que casi parecía empujarlo hacia dentro. Y saltó con todas sus fuerzas, atravesando una ola invisible, justo en el momento en que el portón se cerró tras él, volando por los aires el panel y todo el sistema de cierre.

Se tiró al suelo y vomitó. Tumbado bocarriba observó el cielo limpio, oscuro y lleno de estrellas. Tan abierto y libre que volvía absurda la sensación de ahogo que poco a poco dejaba de experimentar.

Una ligera y fresca brisa pasó por su rostro y pareció arrastrar todo rastro de la Erosión. Revisó la mochila, los extractores y el bordón. Cuando comprobó que todo estaba en orden, se levantó y, aprovechando la luz de las estrellas, fue a recoger algo de leña para preparar un buen fuego y calentar algo para comer.

Ya al abrigo de la fogata, con el estómago lleno, abrió el libro que le dio Riba por una página al azar y leyó el primer párrafo que apareció al alcance de la vista:

Si una persona perdida llegase a la conclusión de que, a fin de cuentas, no está perdida, de que no se ha alejado de sí misma, sino que se encuentra justo en el lugar en el que está, y que por ahora vivirá ahí; si cree que los lugares que lo han conocido son los que están perdidos, ¡cuánta inquietud y cuánto peligro se desvanecerían de un plumazo!.

Apartó la mirada de la hoja y fijó la vista en las llamas, dejando que el eco resonara en su mente. Su ojos regresaron una última vez a aquella voz:

No estoy solo si estoy conmigo mismo.

Tras lo cual cerró los ojos.

Mañana sería otro día.

lunes, 14 de octubre de 2019

Rendezvous


Se dirigió a la columna de humo. El sol enrojecía de sueño y la idea de un buen fuego reconfortaba el alma cansada.

Fue cauto, amortiguando cada paso, evitando ramas y hojarasca seca; lento y fluido, sin movimientos bruscos ni silencios repentinos que alertaran de su presencia. 

Se acercó hasta que pudo ver el campamento: tres palos cruzados sobre un fuego, de los que colgaba un pequeño puchero humeante. En frente, descansaba sobre una piedra una figura alta y delgada como los troncos de los pinos que la rodeaban. Apenas asomaba su nariz oscura a través de una gruesa capucha, mientras acogía una taza entre ambas manos.

Cuando estuvo seguro de que no había nadie más, abandonó el cuidado y hojas y ramas avisaron con tiempo de su presencia.

—Adelante, fiera, llevo viéndote desde que bajaste por aquella loma. ¿Por qué no te sientas y tomas algo?. —Echó la capucha hacia atrás y mostró un rostro seco, lleno de nudos y aristas, con la piel rajada por las inclemencias del clima.

Jubo marcó una sonrisa en el rostro, alzó la mano y apretó el paso hacia el campamento.

—Tampoco era tan difícil verme, y menos para alguien que sabe moverse por aquí. ¿Cuánto llevas?, ¿semanas?, ¿un mes?...

—Voy para el medio año. Y me estuve planteando no volverme, hasta ayer.

—¿Qué ocurrió?, se te ve de una pieza.

La figura señaló al bordón que descansaba apoyado en uno de los árboles.

—La jodida erosión... crees que no hay nada peor que el respirar denso cuando está estancada, hasta que un torrente de esa neblina transparente pasa arrasándolo todo. Y no me refiero a uno de esos golpecitos que te deja todo el equipo temblando; sino a una sacudida de las buenas, de esas que te pasan por encima y te dejan temblando a ti. Ayer pasó una de esas y mandó el SdU del bordón de exploración a tomar por culo. Y eso que estaba apagado. Hay que joderse...

—Y que lo digas, el último que me pilló me dejó sin sistema de localización. Así de un plumazo, y me ves mirando el sol...

—Y buscando musgo en los árboles y estrellas en el cielo, nos pasa a todos.

—Exacto, y casi mejor así. Luego todo es diferente.

La figura asintió, se acercó al puchero, rellenó su taza y se la ofreció a Jubo.

—Es el bautismo de fuego. Luego empiezas a formar parte del lugar de una forma que jamás podrías entender. Mira estas manos: finas, oscuras y leñosas. —rebuscó en su mochila y sacó una tira verdosa que se echó a la boca —yo me he secado para hacerme resistente. Y mírate tú, grande y fuerte como las putas rocas que habrás pisado una y otra vez y no ceden jamás.

Volvió a su piedra, se sentó exhalando un leve quejido y se dirigió con una mueca al visitante.

—¿Sabes?, ¡claro que no quiero volver! ¡Maldita sea, no hay nada para mí allí! ¡Allí están todos locos!

Jubo soltó una carcajada y sacó una cantimplora de su mochila.

—Pruébalo, está malo de cojones y al tercer trago empeora.

La figura echó un buen trago y aguantó el volcán de vapor que estalló contra su cráneo.

—¡Maldito tarado!, ¿se puede saber qué lleva esto?

—Ya no lo sé, he ido rellenando con lo que cambiaba a otros. Si quieres contribuir...

—Pues mira, algo tengo por aquí, aunque no le hace justicia... sabe hasta bien.

—Tú échalo, la mezcla hace el milagro.

Cayeron más troncos al fuego y continuó la charla. Hablaron de las zonas visitadas, la fauna y la flora, la vida tan diferente en medio de la nada: la desconexión.

Con el alba se despidieron como si se conocieran de toda la vida. Estrecharon la mano e intercambiaron las últimas palabras.

—¡Ah, se me olvidaba! Toma, por los recambios.

Jubo empomó un libro de cubiertas tan maltratadas que a duras penas podía adivinarse el título.

—¿Qué es?

—El viejo T., disfrútalo.

—Pues gracias. Ya nos veremos.

—Claro, aquí estará siempre Riba: alta, oscura y leñosa. Al menos hasta que el mundo se vuelva a ir a la mierda.

—Eso me lo dices a la próxima, después de un par de buenos tragos.

—Mala hierba nunca muere.

Jubo se marchó entre risas y, caminando, abrió el libro por una página al azar:

¿Es que no podría alguien pasar en la soledad de este territorio virgen ocupado en otras actividades perfectamente gratas, inocentes y nobles? Por uno que llega con un lápiz de dibujo o a cantar, hay mil que vienen con un hacha o un rifle.

lunes, 7 de octubre de 2019

El regreso

Frotar de ojos, rascar de espalda y respirar fuerte de nariz para expulsar el aire cálido acumulado durante la noche.

Chasqueó la lengua un par de veces, invocando algo de saliva y caminó, aún en el umbral del sueño, hacia el salón.

Allí la estufa mantenía los últimos rescoldos nocturnos. Echó un par de leños más y puso la cafetera encima.

Arrastró los pies hacia la jofaina acompañado por el quejido de la madera. Hundió las manos en el agua cristalina y llevó el contacto helado hasta la cara. Resopló y dejó los restos de humedad en el raspar de tela rugosa. La visión se volvió nítida y el cuerpo comenzó a desentumecerse.

Se vistió, notó la tela recia y resistente y buscó su taza mientras el aroma del café inundaba la casa.

Abrió la puerta con la taza humeando en su mano derecha. El porche mostraba un campo claro de plantas silvestres y, más allá, grandes pinos se alzaban hasta perderse en el horizonte. En el inicio del día el frescor húmedo del alba se mezclaba con el aroma intenso a resina.

La madera crujió al sentarse y los pies se cruzaron sobre la barandilla. Ambas manos acogieron el metal caliente y notó el primer sorbo, amargo y tonificante, bajando por la garganta.

Se quedó un rato allí quieto, analizando el paisaje, visualizando los distintos puntos ya visitados, adivinando los picos y riscos, lejos, entre las copas más altas; hasta que el caldo negro desapareció con el último sorbo.

Dejó la taza sobre la barandilla, levantó la pieza metálica de uno de los postes principales y apretó el botón amarillo que descansaba en su interior. Arriba, sobre el tejado de la casa, una barra metálica emitió la luz roja y el pitido intermitentes que encontraron respuesta a 3 kilómetros de distancia hacia uno y otro lado.

A sus espaldas, miríadas de gigantescos esqueletos de acero y hormigón permanecían semiderruidos recubiertos de polvo, tierra y el manto verde de una vegetación que nada sabía de sus antiguos habitantes.

Bajó los escalones del porche con la mochila a la espalda, el mapa en blanco y su bordón de exploración. Aquel día, los primeros rayos de sol iluminaron sus pasos.