Sol entre resquicios de tablas; rayas de luz sobre mugre y tierra. Cercos resecos sobre tapetes polvorientos coronan muebles invadidos de telarañas. Botellas vacías limitan el espejo mohoso que muestra una barra huérfana, con dos vasos sucios y un trapo roto como único vestigio del pasado. Y allí, en una de las mesas, dos caras se enfrentan; rostro elegante, bien cuidado, y semblante herido por el aire libre y la violencia.
-Me ha costado mucho encontrarle, Sr. Evans.
La cicatriz del ojo tembló por un momento. Las pupilas fueron de un lado a otro, analizando cada detalle de aquel tipo. Traje lujoso, zapatos buenos y lustrosos, sombrero cuidado y bastón... un magnífico salmón en medio del desierto.
-¿Qué quiere de mí?
El hombre sonrió, alzó lentamente su mano izquierda y soltó una bolsa en medio de la mesa.
-Su motivación.
Miró la bolsa, calculó rápido y una cifra obscena le vino a la mente. Los engranajes de su cabeza comenzaron a girar intentando saber a quién tenía delante. Por un momento pasaron rostros: muertos, heridos y vivos; cuentas pendientes, demasiadas, que podrían regresar en cualquier momento. Descartó todos y cada uno de ellos.
-Necesito su sangre fría, su firmeza al hundir la hoja, su temple al liberar el plomo y su desdén ante todo lo que contenga vida.
Forzó la maquinaria y nuevas caras aparecieron. Esta vez rebuscó entre contactos y allegados; todos cuantos conocía vivían en el polvo del camino, lejos de los ríos en los que ese salmón nadaba. Se esforzó cuanto pudo, pero ningún nombre, ningún rostro adecuado, acudió a su memoria.
-Necesito el vacío que deja un hermano.
Abrió los ojos, descubriendo ante su interlocutor la sorpresa. Sintió el calor latiente de una mano abierta estrellándose contra su mejilla, una explosión interna desde algún oscuro lugar del alma que subió hiriente hasta nublar la vista y dejar vidriosos los ojos. Su cuerpo acudió en su ayuda y, en un pestañeo, tenía el arma amartillada, apuntando hacia aquel tipo.
-¿Qué sabe de Pat?
El hombre alzó ambas manos, se encogió de hombros y sonrió mientras señalaba la bolsa que descansaba encima de la mesa.
-Sé quién estuvo tras su último trabajo, aquel que provocó su muerte.
La maquinaria cambió de rumbo y otros semblantes aparecieron ante él. Gente más educada, aquellos tipos que nadaban entre dos aguas con quien Pat, decía, iba a hacerse rico.
-Aquella señorona, Wilberd, ¿no?
-Exacto. Fue ella quien lo dispuso todo. Pero falló; el rifle que debía haberle llevado hasta la ciudad, aquel que debía conducirle a la soga, se perdió por el camino. Aun así, se la ofrezco en muestra de buena voluntad. Haga con ella cuanto considere necesario. Pero hay más...
El hombre relajó el brazo y dejó el revólver, amartillado, encima de la mesa.
-Continúe.
El tipo elegante bajó las manos y se recostó en la silla.
-Sé también quién le delató.
-Una joven, lo sé. Un fantasma que salió de la arena y volvió a desaparecer. ¿Algo nuevo?
-Bueno, la señora Wilberd tenía un nombre para su hermano, atado a un sombrero azul que tuvo durante un tiempo su querido Pat y que le fue arrebatado por cierta señorita el día que murió en la horca. Ese mismo nombre ha llegado a mis oídos hace poco, en un lugar no demasiado lejos de donde su hermano, que en paz descanse, pasó a mejor vida.
-¿Dónde?
-Vayamos por partes.
El hombre dejó dos papeles sobre la mesa, los colocó junto a la bolsa y le acercó todo a Evans.
-Para empezar, el dinero es suyo, es mi forma de agradecerle sus servicios de antemano. En uno de esos papeles figura la dirección de la Sra. Wilberd y los horarios más apropiados para hacerle una visita de cortesía, supongo que no la hará esperar. En el otro, tiene un par de nombres que quiero que libere de este mundo de lágrimas. Cuando haya concluido este segundo cometido, le diré dónde está la señorita.
Evans miró al centro de la mesa, con las palabras que acababa de escuchar y los recuerdos de Pat enganchados en su mente. Se llevó su mano al mentón e intentó hacer un esfuerzo por acallar el estruendo.
-Están apuntándome, ¿verdad?
-Compréndalo, es necesario tomar precauciones. De todas formas no soy su enemigo, solo un hombre con intereses en común. Reúna a los suyos, a los mejores, no a esos petimetres que le esperan afuera. La chica no está sola y necesito ese pueblo vacío, que nadie sobreviva. Esta es la oportunidad que llevaba esperando; ni siquiera tuvieron la decencia de partirle el cuello al ahorcarle...
Evans cogió su revólver, echó un vistazo al tipo y desamartilló el arma.
-De acuerdo entonces. Estaré atento a los periódicos; cuando vea a Wilberd en las esquelas, daré por aceptado nuestro acuerdo.
-¿Y usted es?
-Llámeme Moodley.