Los grillos cortaban la noche, no había
faroles ni antorchas encendidos, solo el brillo azulado del filo de los
machetes ante la luna.
Luz
caminaba en silencio, miraba a sus paisanos y pensaba en cómo habían cambiado;
ni siquiera reconocía su propia figura, pequeña y encorvada, ocultándose entre
los agaves con la extraña carga del revólver que empuñaba con fuerza, como si
tuviera que soportar el peso de los seis cadáveres que latían en su tambor.
Aquel
arma llegó a ella tiempo atrás, el día que encontró al hombre de anteojos
volviendo del campo, de llevar comida a su padre y al resto de campesinos, con
su burro. Lo vio entre la imagen distorsionada del canto de las chicharras,
sentado en el suelo, con la espalda recostada en uno de los pocos árboles secos
y retorcidos. Respiraba con dificultad, su mano derecha, ensangrentada,
empuñaba a duras penas un rifle de cerrojo, mientras la izquierda asía con
fuerza la gruesa cuerda de una de las dos cajas de madera que permanecían a su
lado. Bufó un silbido roto y una mueca de dolor le obligó a abandonar el rifle
y apretarse el costado.
* * *
—Ayúdame,
muchacha —le dijo—. Llévame a sitio seguro y te daré lo que prefieras de estas
cajas.
Lucita
se acercó a aquel hombre; su rostro, apuesto, le pareció de fiar. Observó la
herida, los rastros y huellas de caballos y carros y comprendió la causa de su
estado. Se acercó con calma, sonriendo temerosa para expulsar toda sospecha, y,
sin apartar la vista del rifle, reunió fuerzas para esgrimir su voz.
—¿Se
encuentra bien, señor?
—Bueno, estaría mejor con un poco más de agua
y una bala de menos.
Intentó
una sonrisa, pero el dolor se le escapaba entre los dientes.
Ella
miró hacia la caja donde el hombre tenía la mano apoyada. Él comprendió y
apartó la tapa. El sol extrajo reflejos de madera y metal: culatas y cañones de
armas amontonadas entre las cuatro paredes de madera. Pero solo algo en aquel
montón llamó la atención de Lucita, y lo señaló con timidez.
El hombre siseó una risa.
—¿Un
Peacemaker? Seguro que ese caballo ya se ha encabritado más de una vez, ¿sabes
usarlo?
—Ella cerró sus grandes ojos de nogal y negó
con la cabeza.
—Está bien. Tómalo y llévame a un sitio
seguro, lejos de este maldito camino.
Lucita
no sabía qué iba a hacer con aquel revólver, sabía que a padre no le parecería
buena idea, pero lo cogió, lo colgó con un cordel de su cuello e hizo ademán de
ayudar a aquel hombre a subir al burro; mas él se negó enérgicamente.
—Las
cajas; ayúdame a subirlas al animal.
No
discutió. Se limitó a imprimir toda la fuerza que fue capaz de reunir y
ayudarle a subir aquellas dos cajas a lomos del animal. Mientras andaba, iba
mirando de reojo a aquel individuo. El hombre caminaba a golpes, torciendo el
gesto en cada paso, pero no emitió ni un triste gemido hasta que su cuerpo tocó
el jergón que le ofrecieron para el descanso.
* * *
Luz movió el revólver y los hombres
comenzaron a remontar el camino hacia la hacienda. La luna iluminaba tenuemente
los cuerpos nervudos y enjutos, vestidos con camisas y pantalones antaño
blancos, ahora pardos de polvo y sangre. Se movían como sombras por los bordes
del camino, con la experiencia que otorga burlar a la muerte, abrigados por los
arbustos y las plantas de monte bajo que arañaban el suelo seco y terroso. Las
cabezas, antes abatidas y de hombros encogidos, mostraban ahora en sus oscuros
rostros, quemados por el sol y acuchillados por el viento, semblantes graves y
fríos, enterrados bajo las enormes alas de sus sombreros. Donde antes hubo servidumbre,
ahora había odio; donde el miedo al hambre alimentó la pasividad, brotaba ahora
una insaciable sed de sangre que empuñaba el machete y mantenía cerca el fusil
en el hombro. Y Luz se conmovía una vez más, al ver a sus paisanos convertidos
en diablos; al ver los ojos de gentes tan apacibles, buscando la tierra de la
venganza para apagar todas las brasas que ardían en su interior. Su propio puño
se cerraba seguro alrededor de la empuñadura del revólver.
Movió
de nuevo el revólver bajo el brillo de la luna y un quedo chirrido de carro
surgió del fondo del camino junto al sordo golpeteo de cascos de caballo
apagados por trapos. Miró el Peacemaker de cerca e invocó la calma, mientras
brotaba, una y otra vez, de sus labios el mismo mantra: «lo necesitarás».
* * *
El
hombre de los anteojos tuvo suerte. La bala no hizo demasiado camino; fue fácil
de extraer. No tardó en incorporarse y pasear con los vendajes asegurando la
herida. La gente acudía curiosa a ver al estudiante que Lucita había encontrado
en el camino. Por alguna razón todos acordaron mantener la presencia de aquel
individuo en secreto, nadie informaría al capataz ni a ninguno de los suyos.
Durante tres días, al volver del campo tras la puesta de sol, se reunían todos
en el patio de la casa del padre de Lucita y el joven de los anteojos hablaba
con ellos. Lucita escuchaba oculta tras los barrotes de la barandilla del
primer piso; siempre atenta, jugueteaba con el revólver, haciendo sonar, una y
otra vez, el chasquido del percutor, apagado por la palma de su mano.
—Amigos,
esas armas que traje conmigo no son para librar ninguna guerra, no son para
asesinar o robar. Son para recuperar tierras y sacudirse zopilotes. Estas balas
son para hundir haciendas y reconstruir ejidos, para domar capataces y recobrar
el orgullo perdido. No os hablo de una causa aislada seguida por unos pocos,
sino de una fuerza común que sacude a toda la Nación. Está ocurriendo ahora
mismo, yo formo parte de ella y puede que vosotros también. Porque si ahora
mismo empuñarais estas armas, aunque no sea este lugar su destino, seguirían
sirviendo a la misma causa justa. No seríais criminales, sino seres libres, en
reconocimiento y reclamación de su propia naturaleza.
Hablaba
con ímpetu, con ese tipo de ganas que hace erizar la nuca del que escucha y
sentir que algo importante se está compartiendo. Pero no solo habló, sino que
también supo escuchar y resucitar a las almas para que las bocas contaran todo
aquello que durante tanto tiempo habían callado. Desde su escondite, Luz vio a
su padre escupir palabras y lágrimas acerca de algo que jamás hubiera
confesado; rojo de ira y bochorno reconoció la deshonra de las visitas del
capataz a su mujer. El orgullo herido dio paso al silencio sepulcral que
engendra la vergüenza, hasta que una voz se alzó, rompiendo la hipocresía, y un
relato parecido resonó en la sala. Poco a poco pasaron, entre las sillas de
madera y mimbre y las copas de pulque, los fantasmas de todo cuanto había
ocurrido durante años en aquel pueblo. Historias que todos sabían en parte y
sospechaban en su totalidad, pero que jamás se atrevieron a escuchar ni nombrar
de viva voz. El dolor y la rabia compartida engendró un inicio de hermandad,
como nunca antes tuvo lugar.
Aquellos tres días cambiaron a la
gente. Amanecían con otra cara, caminaban al campo de otra forma y arrancaron
una forma de hacer las cosas que no pasó desapercibida.
Al
cuarto día, el capataz y cinco de sus hombres se personaron en el campo donde
trabajaba el padre de Lucita con algunos hombres. Se colocaron frente a ellos,
y el capataz adelantó un poco su montura.
—Ramón,
ha llegado a mis oídos que tu hija ha acogido a un hombre en tu casa; un
forastero.
Ramón
tuvo el primer impulso de callar, mas esta vez contestó firme.
—Quién
haya dicho eso no ha estado en mi casa estos días, señor.
El
capataz miró un momento a los suyos y volvió a dirigirse a Ramón.
—No puedo, ni pienso perder el tiempo con
juegos. La cosa es así de sencilla; o vienes con nosotros por las buenas... o
vienes. ¿Entendido?
—No
tengo por qué ir a ningún lado, señor. Mi sitio está aquí, tengo que hacer.
El
caballo resopló nervioso, un golpe seco y enérgico de fusta lo detuvo en seco.
Se escuchaba el respirar fuerte del capataz, su cara tensa mostraba dos ojos
grises inexpresivos mientras la angulosa mandíbula latía con fuerte apretar de
dientes. Levantó la fusta con un movimiento rápido y envió una voz a sus
hombres.
—Ándenle.
Tres
de sus hombres dirigieron las monturas hacia Ramón con el lazo en la mano, el
resto de campesinos se interpuso machetes en mano, con las hojas mirando al
suelo. Los jinetes detuvieron sus monturas y el capataz clavó su mirada
aguileña. Por un instante, solo se escuchó el grito ensordecedor de las
chicharras y se observó el sudor perlado en cada uno de los rostros presentes.
Ninguno de los hombres del capataz imaginaba tal respuesta y, nerviosos sobre
sus monturas, esperaron órdenes. La tensión se fue acumulando, varios ademanes
quedaron en intentos, hasta que la sombra de un movimiento prendió la mecha.
Se escuchó un disparo y la nube de
pólvora reveló el rostro duro del capataz empuñando su revólver y, frente a él,
el cuerpo de Ramón Velarte, retorciéndose en el suelo. Antes de que el humo se
disipara del todo, los campesinos ya se habían abalanzado sobre los jinetes.
Los caballos giraban sobre sí mismos
entre fogonazos y filos cortantes. Los jinetes bombeaban el gatillo sin parar,
mientras los campesinos anclaban el filo en sus piernas y tiraban de ellos
hacia la tierra; una vez derribados, el metal hendía la carne y apagaba el
revólver. Los gritos y estallidos cesaron en cuestión de segundos. El capataz y
dos de sus jinetes, heridos, marcharon al galope dejando olor acre en el aire y
los cuerpos de los suyos mezclados con la sangre de sus enemigos.
La
noticia corrió como la pólvora y los campesinos supervivientes acudieron a la
casa de Ramón para explicar lo ocurrido. El hombre de anteojos reunió al resto
en el patio y colocó las cajas con las armas en medio.
—Todos
sabemos lo que ha ocurrido. No es momento de llorar a los muertos, el capataz
ha huido pero volverá con más hombres. Son tiempos de armas y tierra, de sangre
por libertad; y nadie es libre si no empuña su propio destino. Actuad ahora que
la sangre de los vuestros aun está caliente. Esta es vuestra oportunidad.
Podéis esperar a la muerte o caminar a su lado, porque ahora es tiempo de que
las campanas doblen por ellos, es el momento de que lo robado vuelva a ser
vuestro. Se acabó el aprender a resistir, es momento de actuar. Si ahora escogéis
quedaros quietos y observar, entonces, todo cuanto os ocurra habrá sido
consentido. Morded como coyotes y que, cuando todo esto haya acabado, la sangre
que saboreéis no sea solo la vuestra.
Dicho
esto quitó las tapas de las cajas para que todos pudieran armarse. Miró hacia
arriba en la escalera y vio a la pequeña Lucita. Seria, callada, con los ojos
vacíos. Se acercó a ella y esta le esperó en pie, con los hombros caídos y la
mirada perdida. Extendió su pequeña mano y le acercó el revólver.
—No
sé disparar, señor.
Él
rechazó el ofrecimiento y posó su mano derecha sobre su hombro.
—Luz,
lo necesitarás.
Entonces
la puerta se abrió y vio a sus paisanos, machetes en mano y fusiles al hombro,
salir a la noche donde el cielo limpio y una clara luna les esperaba.
* * *
—Coronela, hay dos guardias en la
puerta, están platicando y tomando.
—Bien.
Julián, ve con Eduardo y Manuel. Vayan al muro, rodéenle y miren si hay
algún paso bueno. Vigilen partes altas por si hay algún soldado más.
El hombre, de cejas pobladas y voz
cortada, asintió y señaló al resto de la expedición.
—¡Esperen! Nada de fusiles, si tienen
que solucionar algún problema tiren de machete.
—Pues claro, coronela, como siempre.
Julián afiló una sonrisa mientras
mostraba orgulloso su machete con la borla de un sable de oficial atada al
mango.
Nadie diría que había cien hombres
tumbados entre arbustos y agaves. Cien guerreros capaces y templados en el
campo de batalla: Los machetes de Velarte, les llamaban. Callados y quietos
como piedras, esperando la señal acordada para seguir el plan.
Se
escuchó un grito ahogado en la hacienda, apenas audible para quien no estuviera
atento. 200 ojos y oídos atravesaron la noche, pendientes de cualquier
movimiento o sonido extraño. Pero los guardias seguían hablando entre risas y
solo el canto de los grillos hería el silencio reinante entre los machetes. Al
fin, un sombrero hondeaba sobre uno de los tejados de dentro de los muros.
—Ahí están esos dos. José, Felipe,
váyanle a los guardias. Pascual, pon en aviso a los del final, que esperen
hasta lo acordado. El resto vendrá conmigo.
Aun reían alegres los guardias. No
habían bebido mucho, pero sí lo suficiente como para generar un ambiente
cómodo, ligeramente alejado del exterior.
—Era una chamaquita muy linda, con
bonitos ojos y buenos pechos...
—¡Y muy guarra!
—¡Maldito hijo de mil padres! Como
vuelva a oírte platicar eso otra vez, no más te rajo la cara.
—No se me enoje compadre. ¡Dígame
ahorita mismo si no era guarra la chamaca!
—Pues en verdad sí que era guarra, sí.
—¿Entonces?
—Pues que no se dice compadre, que no
se dice.
—Ta bien, tampoco vamos a peliar por...
Interrumpió su frase al ver cómo su
compañero estaba a punto de perder la cabeza, pero no pudo ni tomar aire antes
de sentir un frío metálico rasgando su piel, al hundirse en su propio cuello.
Cayeron con la misma paz con la que habían pasado la noche, los vasos de pulque
rodaron por la tierra derramando su contenido.
Luz
movió de nuevo el revólver dos veces, a izquierda y derecha. El grupo principal
se dirigió a la hacienda, dividiéndose en dos frentes.
Zapatos
de esparto, treparon los muros de adobe, diseminándose por el interior de la
hacienda y subiendo a los tejados. En un momento, como si de un enjambre de
hormigas se tratara, cubrieron todo el terreno. Las ventanas, las puertas y las
terrazas de todos los edificios, salvo el principal, tenían cerca un machete
dispuesto a golpear. Una vez colocados quedaron en silencio a la espera de la
señal.
Luz
cruzó el patio central y se dirigió al edificio central de la hacienda; una
casa imponente, reforzada con sacos de arena y maderas, se alzaba ante ella.
Desde lejos podían verse las figuras de varios guardias que vigilaban apostados
tras las barricadas y una ametralladora Hotchkiss entre ellos. Ella siguió
caminando ignorándoles. Uno de los guardias advirtió su presencia, pero no
acertó a reaccionar ante la visión de una mujer sola allí en plena noche.
Luz
dio un par de pasos más; despertó el Peacemaker. El proyectil se alojó
cómodamente en el cráneo del soldado de la ametralladora. A partir de entonces
no hizo falta voz de alarma, una sola bala desató el infierno y en el principio
del camino por el que llegaron los machetes, brotó de nuevo un chirrido de
carro y los cascos apagados de bestias de tiro.
Luz
se hizo a un lado, cubierta por parte de sus hombres que abrían fuego contra
los guardias de la barricada.
El
estruendo del tiroteo hizo salir a los soldados del resto de edificios de la
hacienda. Como si de un avispero se tratase, salían los soldados arrancados del
sueño, entre gritos, armas en mano a medio vestir, intentando aclarar vista y
mente y comprender qué es lo que estaba pasando. Había quien disparaba nada más
abrir la puerta, otros preferían consumir algunos segundos antes de apretar el
gatillo para distinguir compañeros de tropas enemigas; todos cayeron
destrozados por los golpes de los machetes. Solo algunos retuvieron el tiempo
lo suficiente para ver lo que estaba pasando sin abandonar el refugio; esos
consiguieron acabar con sus verdugos y salir al exterior para agruparse.
Organizaron una defensa brava, aprovechando cualquier parapeto como cobertura,
vendiendo caras sus vidas; pero habían quedado separados del otro contingente,
aislado en el edificio principal, y nada podían hacer salvo morir empuñando un
arma o correr por sus vidas, a sabiendas de que allí fuera estaba todo perdido.
Varios
hombres de Luz tomaron la ametralladora Hotchkiss de la barricada, la alzaron y
comenzaron un tortuoso camino alejándola de aquel lugar. Los soldados
disparaban desde dentro del edificio, mientras los proyectiles del resto de
machetes silbaban a su alrededor y callaban dentro de ellos.
Cada
metro que la ametralladora avanzaba era un triunfo para los de Luz y un
desespero para los soldados que disparaban con la ceguera de la urgencia y el
pulso frágil de unos nervios tan rígidos que podrían atravesar la piel. Cuando
los de abajo consiguieron parapetar la ametralladora tras un murete y encararla
hacia el edificio principal, los temores de los soldados se materializaron en
plomo. Pese a los muebles, sacos y otros objetos con que cubrieron ventanas y
balcones, salir allí a disparar suponía una muerte segura en la que la única
diferencia era el tiempo que se mantendrían con vida. Y aun así, aguantaban
firmes, intentando colocar cada bala por ser posiblemente la última, sin
desesperar mucho en la seguridad personal, por concebirla ya perdida.
En
ese preciso momento, Luz dio la señal acordada y uno de sus hombres hirió con
una luz el cielo nocturno. Respondiendo a la invocación, el chirrido del carro,
que los había acompañado durante todo el camino, atravesó el portón del muro de
adobe de la hacienda. Las bestias de tiro lo condujeron a lo largo del terreno
inicial de la hacienda, ya asegurado por los machetes. Una vez detenido, los
hombres del carro quitaron la tela y abrieron la portezuela de madera reforzada
hasta que su extremo tocó el suelo y permitió bajar un imponente cañón
Mondragón.
Encararon
la bestia hacia el edificio principal, cargaron su muerte y escucharon el
limpio «clac» de fuerte metal bien engrasado. Dieron las voces pertinentes y
esperaron la confirmación. En el edificio central corrió la voz de alarma entre
los soldados, los mejores tiradores templaron los nervios y afilaron la vista;
los mauser atronaron y los cuerpos de dos hombres de la dotación, cayeron
inertes sobre el metal frío del arma.
Luz
vio lo que estaba ocurriendo y, señalando a la ametralladora, jugó su mejor
baza.
—¡Julián, váyale! ¡Ustedes, asegúrense
que llega sano!
Una lluvia de proyectiles fue enviada
contra los soldados, mientras otro sombrero estrellaba una botella de alcohol
contra el balcón, rociando con fuego a sus enemigos. Julián cruzó la calle a
toda velocidad con un enjambre de proyectiles hiriendo su sombra. Llegó hasta
la Hotchkiss, apartó al compañero que la utilizaba y le señaló a la munición.
—¡Que no falte, compadre!
Situó la mira hacia el objetivo y dejó
que aquel caballo salvaje se encabritara siguiendo el movimiento natural de la
máquina de forma firme y fluida. Hondonadas de plomo fueron enviadas hacia las
posiciones enemigas, horadando sacos y cristales, estrellándose contra las
paredes, hundiéndose en la carne. No tardó en notar el metal caliente y el olor
a aceite y residuos de pólvora acumulada.
—¡Agua! ¡Échele agua! —gritó a su
compañero.
El líquido se evaporaba antes casi de
tocar la maquinaria, quemaba el mismo agarre; en poco tiempo las pequeñas
piezas de sus entrañas se reducirían a un amasijo de metal fundido, pero Julián
seguía al frente, conocedor de lo que estaba a punto de ocurrir.
Otra
luz surcó el cielo nocturno; su resplandor se reflejó en los trozos de cristal
que aun aguantaban sujetos a las ventanas y en los ojos de los soldados que,
desdeñando el fogonazo de la Hotchkiss, sabían que algo peor estaba por venir.
El
cañón escupió su fuego y, allá en el edificio principal, estalló una espiral de
piedra, madera, carne y metal, dejando un boquete en la fortaleza que pronto
otro proyectil se encargaría de agrandar.
Los
hombres de Luz se colaron en el edificio y comenzó la lucha cerrada donde las
armas de fuego brillaban tanto como los filos de los cuchillos y machetes. Cada
recodo, escalera y habitación era defendida como si fuera el último pedazo de
tierra en el mundo. Solo cuando los de Luz empezaron a controlar la planta
baja, los soldados aflojaron sus ataques. Indudablemente para ellos todo estaba
perdido, era solo cuestión de tiempo que los atacantes ganaran la batalla.
Pronto el fuego cesó y uno de los soldados apareció con bandera blanca
solicitando hablar con quien estuviera al mando.
Luz
apareció entre sus hombres.
—Yo estoy al mando.
El soldado guardó silencio y titubeó
antes de decidir cómo seguir.
—Haga el favor de venirse, señora. El
capitán Sorolla quiere hablar con usted.
Luz hizo una seña a Julián y este la
acompañó escaleras arriba, junto a otros cuatro hombres; el resto fue
reduciendo a los soldados que encontraban.
El
soldado les llevó por un pasillo vestido con alfombra granate de bordados
verdes y amarillos. Traspasaron una puerta doble de estilo colonial y entraron
en una gran sala donde una mesa de roble reinaba con 10 buenas sillas sobre el
ala derecha, mientras en la parte izquierda dos sillones de buena madera
oscurecida y tapicería azul y plata acompañaban a una mesita de buena forja.
Lo
vio en uno de los sillones, cómodamente aposentado, luciendo ropas caras y
pañuelo en el cuello. Su cara era idéntica a la del hombre que Luz encontró
recostado en un árbol al borde del camino, con una herida en el costado.
—Así que capitán Sorolla...
—Hola Lucita.
Le sonrió y señaló frente a él,
invitándole a tomar asiento en el otro sillón, mientras uno de los soldados
traía una bandeja de plata con una botella de buen coñac y dos copas de
cristal.
—Luz María Velarte, capitán.
Luz se acercó al sillón pero se quedó
en pie.
—Así es, capitán Tomás Sorolla.
El hombre de los anteojos sirvió dos copas y le acercó una.
Luz tomó la copa y saboreó un poco
antes de echar un trago.
—Me gustaba más cuando no sabía su
nombre.
El hombre de los anteojos rió alegre.
—Vamos Luz, a qué viene tanto odio. Se
acabó, derrotamos al dictador. Con Porfirio cayó la injusticia, es hora de que
la Nación pueda seguir adelante.
Luz echó otro trago y dejó el resto de
la copa en la mesita.
—¿Y las tierras?, ¿dónde está todo por
lo que ha luchado mi gente?, ¿y aquello por lo que murió mi padre?
El hombre de los anteojos señaló al
exterior.
—Está ahí, ahí afuera. Ahora es cuando
se puede conseguir; el gobierno tiene las herramientas para hacerlo realidad.
Hay que cambiar la violencia por la diplomacia, solo así saldremos adelante.
—¿Ahí afuera? ¡Ahí no hay nada, capitán
Sorolla! ¡Muertos y sangre! Muchos muertos y mucha sangre... por nada. Porque
su diplomacia no se acordará de nosotros, no más hay que verle para saber que
ya encontró lo que buscaba.
Él pasó su mano por las ropas que
vestía.
—¿Lo dices por esto? Hay para todos,
amiga. Ahora podemos repartirlo, siéntate y hablemos con calma.
—¿Quién lleva corona sino el rey?
¿Donde están las ropas caras para sus soldados? ¿Y sus copas y sillones?
—Escúchame Luz. Esto son beneficios por
mi cargo, nada más; beneficios que tú también podrías disfrutar. ¿Acaso no
imprimes mayor esfuerzo y responsabilidad? No se trata de regalarte nada, has
hecho un duro trabajo. Los machetes de Velarte... ¡si hasta os han hecho un
corrido! ¿Y sabes de quién hablan primero? De la coronela Luz. Entiende que
gozas de estos premios porque también a ti se te pedirá más cuando las cosas
vayan mal. Y así seguirá siendo cuando abandones las armas, si lo haces cuando
aun estés a tiempo.
—Morderé siempre, hasta que esto acabe
de verdad, para que no sea mi sangre la única que caiga.
El hombre de los anteojos miró la mano
derecha de Luz donde seguía alojado firmemente el fiel Peacemaker.
—Veo que lo has llevado todo este
tiempo. ¿Aprendiste a dispararlo, eh?
—Fue fácil una vez tuve el motivo.
—Bueno, ¿y ahora qué?
—Ahora se me rinde.
—Ni puedo ni quiero, amiga. Esta nación
ha empezado a reconstruirse, no está en tu mano ni en la mía negarlo; pero sí
que puedes formar parte de ello.
—¿Sabe lo que hacen con los perros que
enseñaron a morder cuando ya no hacen falta? Solo cuando no haya dueños
descansaremos y formaremos parte de algo.
—Luz, no voy a seguir discutiendo; más
tropas vienen hacia aquí, nuestro cometido no era otro que ganar tiempo. Están
derrotándoos en el norte y en el sur, al final no quedará nadie al lado de
quien combatir.
—Mientes capitancito, no más salgamos
de aquí nos uniremos a Zapata. Y no pensamos parar hasta que lo que prometiste
en mi pueblo sea verdad. No importan los soldados ni los capitanes ni los
presidentes, importamos nosotros que somos los que caimos y sangramos para que
ustedes puidan beber sus copas de cristal.
El hombre de anteojos mudó el rostro y
se levantó del sillón.
—Te equivocas Luz, todo lo que vendrá
ahora no será más que muerte por muerte. De seguir esta lucha no quedará nada
por lo que vivir, solo un país pobre y derruido.
—Quizás mejor así que que quede algo
para que vivan bien unos pocos. Si mira afuera verá hombres orgullosos que
están aquí porque han luchado para ello. ¿Ya no se acuerda de su plática del no
observar? Porque yo si la recuerdo, y ellos también. Han empuñado sus vidas y
apuñalan con ella todos los días; no van a volver a ser lo que eran, ahora son
mucho más. Y si usté, con todas sus palabras no puede entenderlo es que nunca
estuvo en verdad con nosotros. Ni cuando pedimos recuperar lo nuestro, ni
cuando mi padre dio su vida por la causa que usted defendió.
—Entonces, no hay más que hablar.
—No, capitán, lo que queda por decir se
cuenta con pólvora, sangre y con las lágrimas de su madrecita.
Luz María Velarte se alejó unos pasos
del sillón y liberó la presa de su revólver, dejándolo colgar del cordón que
coronaba su hombro izquierdo y atravesaba su pecho. Sus hombres se mantenían al
margen, atentos a lo que estaba a punto de ocurrir.
Frente
a ella el capitán Tomás Sorolla del ejército regular al servicio de Francisco
I. Madero, apuró su copa y se tomó el tiempo necesario en colocarse el cinto
con su Pieper Henry & Nicolas; casi podía notar su tambor ansioso por girar
una vez más y escuchar la leyenda «Ejército mexicano» grabada en el cuadro. Se
recolocó los anteojos y con un gesto firme llamó la atención de sus hombres.
—Señores, si ocurre lo imposible;
ríndanse.
La última de sus palabras quedó
suspendida en el aire, el silencio no pudo barrerla. Los hombres de uno y otro
bando permanecieron en sus puestos, aguantando la respiración, mientras los dos
contendientes medían sus capacidades, contrastándolas con las intenciones del
contrario. Rápido o buen tiro, eso es lo que importa en una situación así; se
trata de una apuesta.
Tomás
rozó la culata de su revólver y vio cómo Luz ya cerraba los dedos sobre el
suyo. Se ayudó del pulgar para desenfundar a la vez que escuchaba el chasquido
de carga del percutor. Apretó el índice casi al instante, sin apuntar, justo
después de haber alzado el cañón, esperando que la suerte le acompañara. No vio
el tiro de Luz, solo sus dos grandes ojos de nogal entornándose como aquella vez
que reconoció no saber disparar, justo antes de que la bala le golpeara por
dentro y notara el rasgar de piel carne y entrañas; pero no el dolor, el dolor
no llegó jamás.
Los machetes de Velarte redujeron a los
soldados vencidos y los sacaron de la sala.
—¡Llévenselos de aquí muchachos!
¡Salgamos antes de que lleguen los refuerzos!
Los hombres abandonaron la sala. Luz
María Velarte dio media vuelta, justo antes de salir, se acercó al cadáver del
hombre de anteojos, se agachó y dejó su Peacemaker sobre él junto a un susurro.
—Adiós capitancito, donde quiera que
vayas, lo necesitarás.
FIN
Relato presentado al concurso Historia de un revólver de la editorial Ronin Literario; aunque el disparo no dio en el blanco, tuve el gustazo de quedar entre los finalistas.