Ilustración de Cortés-Benlloch
Cerró la puerta tras él. El silbido de la estufa le dio la bienvenida. Colgó el abrigo en la percha del pequeño descansillo, abrió uno de los cajones del viejo mueble, cogió pipa y tabaco y se asomó a la cocina.
—Cariño, ya estoy en casa.
—Hola.
Solo un hola, algo forzoso y apagado. La mesa descansaba vacía y no había cacerola alguna en el fogón.
—Pero, ¿y la cena?
Su esposa se quedó mirándolo mientras pinzaba con sus dedos el delantal.
—Ahora mismo iba a hacerla.
—Y, ¿qué has estado haciendo? ¿Ha ocurrido algo?
—Ha venido Abby, hemos estado hablando.
El alma de Peter resopló.
—No quiero saber nada del hotel; me he cruzado con el viejo Cook.
Ella calló inmediatamente, mudó el rostro y apretó aun más la tela.
—Y, ¿qué quería?
—Congraciarse. En un momento lloraba por Thorn y sus circunstancias, y al siguiente estaba intentando convencerme de que tomara partido por él.
—¿Pero te dijo algo más?
—¿Y qué más iba a decirme? Solo quiere sobrevivir a toda costa. Y aprovechar el momento para sacar tajada... Que tenías razón me ha dicho...
Una sombra de alivio iluminó su cara antes de regresar a la preocupación.
—Y, ¿te ha preguntado algo?
—No, ya te digo que todo cuanto le interesa es su ombligo. Y dejémoslo estar.
Ella puso una olla a calentar, Peter tomó dos pizcas de tabaco, cargó la cazoleta de la pipa y acercó una larga astilla al fuego. Cuando colocó la llama sobre las hebras, el tocino chisporroteaba en el metal caliente y un agradable aroma de patatas cebollas y zanahorias inundaba la cocina.
Peter dio una chupada a la pipa y soltó el humo con calma. Se quedó pensativo, mirando cómo se deshacían los hilos de la neblina.
—Habló de Owen y Tom.
—¿Quién, Cook?
Peter asintió mientras daba otra bocanada.
—Los nombró con toda tranquilidad e intentó engancharme con ellos. No le culpo, ¿sabes? La culpa es nuestra. ¿Cómo van a respetarnos si no hicimos nada cuando lo de Tad? Les decimos a gritos que hagan, porque pueden hacer. Porque mientras estemos bien, ¿qué importan los otros?
Ella lo miró y los dedos aligeraron su presión.
—Si pudiéramos hacer algo... pero ¿qué?, ¿qué medios tenemos? Estoy seguro que después de todo lo que ha pasado la gente... estamos más dispuestos. Ya no es la vieja Abby ni el cadáver de Tad, es Linda y el recuerdo revuelto de todos cuantos han sufrido. Porque las heridas tapadas duelen menos, pero siguen latiendo.
Una sonrisa, limpia y sincera, se dibujaba en el rostro de ella conforme iban sonando aquellas palabras y las manos liberaban el delantal.
—Bueno, lo cierto es que hay algo que puede hacerse...
—¿Qué quieres decir?
—Como te había dicho, ha venido Abby.
Peter dejó la pipa a un lado.
—¡Un momento, quieres decir que has estado hablando algo de esto con Abby sin contar conmigo?
—No me atrevía a decírtelo, pensé que a lo mejor te parecía mala idea, pero fui incapaz de negarme.
—¿Negarte? ¿Qué has hecho, mujer?
Ella se acercó a las cortinas, junto a la ventana a través de la cual vio a la joven por vez primera; apartó la tela y allí estaba la chica, tan joven y asustada como le pareció verla aquel día.
—¿Pero qué...?
—La ha sacado Abby del hotel. Estará aquí solo hasta que salga poco antes del amanecer. Hay más gente en esto, Peter. Esta vez no hay nombres ni planes públicos. Solo se actúa. Es como tú has dicho, cariño, esta vez sí que estamos respondiendo. Esta chica llegará al fin a su casa.
La réplica latía en la sangre de él con la fuerza del orgullo herido, pero una chispa de lucidez le hizo admitir que era lo mejor que podía hacerse; por la joven y por el mismo pueblo.
—¡Está bien! Escóndela, que nadie la vea ni la oiga. Si en algún momento las cosas se complican, salid por casa del señor River. Voy a por la escopeta, va a ser una noche larga.
A través de la ventana podía verse la calle principal, donde una procesión de trajes caminaba en silencio, describiendo el bamboleante vaivén propio de personas de su talla e importancia, hacia las puertas del hotel del señor Thorn.
Sonreían grotescamente y se miraban hambrientos y excitados. Estaban a punto de cruzar el umbral tras el cual podrían dar rienda suelta a sus más bajos instintos sin temer por la intachable y puritana imagen pública que tanto necesitaban proyectar.
Arriba, en el último piso del hotel, una pequeña ventana mostraba al poderoso señor Thorn, quien había levantado el pueblo tras el rechazo del ferrocarril. Él, el verdadero responsable de que todo hubiera continuado en marcha, miraba ahora sus cuentas: gastos varios y los ingresos, con los nombres de cada chica apuntados al lado. Recorría los datos con la misma forma mecánica con la que había hecho todo durante los últimos años, sin caras ni voces, solo números. Su dedo índice llegó entonces al renglón donde descansaba el nombre de aquella joven que trajo Bowler una noche de invierno; idéntica a otras muchas que llegaron en similares circunstancias, posiblemente menos reseñable que otras, y, sin embargo, fue incapaz de pasar a la siguiente línea.
Entonces, un escalofrío recorrió, eléctrico, su nuca; una sensación terrible que cristalizó en duda. Dejó a un lado el papel, observó hacia las casas del pueblo y la corazonada se tornó certeza.
FIN