lunes, 29 de diciembre de 2014

Balances


Aspira con fuerza y la llama ahonda en la cazoleta de maíz, lamiendo las hebras pardas con intensa delicadeza. El rubor florece, el aroma despierta y el hilo de humo ondea sinuoso hasta que la primera bocanada lo dispersa. Un movimiento de mano sacude el palo y expulsa la llama, queda el crepitar incandescente del tabaco, el cuerpo buscando asiento junto al árbol y un hondo y sincero suspiro, lleno de calma.


-Ha pasado mucho tiempo... muchas cosas... nada ha ido como creía y eso me ha desconcertado. No sé cuándo ocurrió, cuándo perdí el frente futuro y me vi luchando para defender el presente. De un golpe, todos los hilos se cortaron, cayendo lánguidos sobre la tierra, mientras yo, como un imbécil, tiraba de ellos intentando reactivar los resortes; incapaz de comprender que ya no había respuesta.

En la calle central, el polvo, siempre presente, permanecía domesticado por las dos filas de edificios que se erigían firmes y peculiares. A un lado destacaba el saloon, con sus dos torres, separando alegría y descanso mediante el hondo río seco; la fragua, siempre dispuesta, rejuveneciendo las ascuas con el potente bufido del fuelle; y, cerca de la entrada, el recinto destinado a las cuadras y al puesto de la diligencia. En frente se alzaban la oficina del sheriff aun cochambrosa pero segura; la habitación, sujeta por el esqueleto de un desaparecido piso inferior, que, como atalaya, daba cobijo al alcalde; el banco humilde, honesto, fuerte y resistente; y la pequeña casa de la médico, siempre eficaz y atenta. Y, allá en la colina, junto a la arboleda, la cabaña se asentaba, apartada pero cercana, allí donde sus raíces encontraban espacio suficiente para vivir.

-Ha sido un bombardeo continuo de gentes, tareas y problemas. Cuando pensaba que teníamos la base sobre la que trabajar, llegaban novedades que zarandeaban todo cuanto estábamos construyendo. La verdad es que observo lo que hemos hecho y me parece admirable. ¿Recuerdas cómo estaba todo al principio? Lástima que Edward no estuviera con nosotros por aquel entonces, me gustaría ver la fotografía del paisaje desolador de aquella mina seca... quizás debiera pintarlo... recuerdo sobretodo el polvo gris.

Dio unas cuantas chupadas a la pipa, hasta reanimar las ascuas adormecidas; paladeó la nube y soltó el humo dirigiendo densos aros hacia el pueblo. A lo lejos se escuchaba el rumor de actividad: martilleos, voces, saludos, cascos de caballo y el inconfundible crujido de la diligencia.

-Tienen sus cosas, pero son buena gente; capaces, siempre y cuando sepas reconocer sus potenciales. A veces los veo y me pregunto cómo es posible que necesitaran abandonar, cómo es que no encontraban su sitio. ¿Crees que es el lugar el responsable?, ¿el trato recibido?, ¿la oportunidad?, ¿el ambiente?, ¿o sencillamente la libertad de dedicarse a aquello para lo que uno se considera capacitado? Los hay que comenzaron con talento, otros aprendieron en el camino, los hay que necesitaban romper grilletes y otros debimos olvidar parte de lo asumido.

Echó un par de bocanadas, se inclinó, tomó un puñado de tierra del montículo y dejó que los granos se escaparan entre sus dedos.

-Espero que estés bien ahí, no tuviste demasiadas comodidades en vida, pero este es un buen sitio para descansar... tiene gracia, no he sabido lo que significa esa palabra hasta que cayeron todos los hilos, cuando tu gran jugada me dejó sin contactos. Esos hilos siempre fueron una trampa, tal y como te acercaban aquello que querías, tiraban de ti cuando la necesidad de otro lo demandaba. Parece tener sentido hasta que la maraña se extiende y tu vida es un continuo tirar y ser arrastrado; embriagado por el poder, uno ignora que cuando no haya nada que ofrecer, nadie habrá al otro lado.

Cambiaron las voces, cesó el martilleo y la gente en el pueblo comenzó a entrar en el saloon, Dio un último tiento a las ascuas, mantuvo la pipa en la boca, se inclino y, apoyando la mano en el suelo, se puso en pie.

-Bueno, he de marchar, la gente ya va entrando. No sé si lo hiciste a sabiendas o fue un cúmulo de impulsos y casualidades. Sea como sea, esto que hay aquí es cosa tuya; digna proeza para un idiota.
Feliz año, Jed. Sigue enviando algún que otro papel que remueva las cosas, que nos mantenga vivos. No sé cómo acabará esto, pero lo vivido hace absurdo pensar siquiera en dar la vuelta.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Salud


Atardece. El sol abandona los muros de la vieja misión. El frío azulado aúlla sobre el único habitáculo que, con el techo descarnado, mantiene, intactas, las cuatro paredes que lo conforman. En un extremo, en torno al sagrado altar de dura roca, unas manos disponen las viandas que se han de disfrutar, mientras otras, apilan la leña y colocan los troncos, formando el cuadrado para que el fuego no falte.


El viento no cortaba; se estrellaba contra los muros y trepaba, herido, tornándose bruma. Las manos de Fred dispersaron temblores y chocaron con firmeza yesca y pedernal. La chispa conjuró la brasa y esta gritó humo, hasta que el soplo humano invocó la llama que crepitó y trepó, por astillas y leña, que creció y ardió, asida a los troncos, volviéndose fuego, fogata y, al alcanzar la cima, hoguera. La bruma sobrevoló la estancia, evitando el rojo y naranja, abandonó a las dos figuras que acudían a la mesa, mientras los helores partían y el confortable calor regresaba.

El licor llenó las tazas y estas las gargantas. No tardó en hacerse notar y entonar cuerpos y entrañas. Pronto llegaron las risas, la comodidad y la agradable charla.

-...¿y viste su cara?, ¿el gesto asombrado con que miraba? No creías que fuera capaz, no confiabas... pero solo se trataba de tiempo, de mostrarle las cosas como son. La gente quiere creer, Fred, necesita una razón, una meta, un objetivo; si lo encuentras y consigues mostrárselo, activas cierto resorte que les devuelve parte de su ser divino y comienzan la búsqueda tenaz de lo que su naturaleza ansía. ¡Lo viste libre, Fred, libre! Porque en la tierra también las alas se despliegan. Y hubo sangre, ¡claro que la hubo! Goteó el filo del machete que antes solo cortaba caña; pero fue un acto de libertad, de valentía, el corte preciso de quien tras años de soportar el yugo, tiene enquistada la herida. Quizás caminó con demasiado ímpetu, se liberó con demasiadas ganas, y alguna que otra vida segó, sin que hiciera ninguna falta. Pero piensa por un momento en vivir una vida atado, sujeto a los deseos de otro, pese a que aquello quedara como un error del pasado; y pasas oculto los años, asintiendo cabizbajo, siempre temiendo contestar, por que sabes que llega el palo, la humillación y el castigo que mantiene el ánimo quebrado. Harto de ver a la gente corriente, a millas de distancia, pasar a tu lado; atenazado por el miedo a decir, a contar lo que está ocurriendo, porque tu palabra no vale nada y no puedes obtener respaldo. Pero resulta que no eres el único, que como tú hay otros tantos, todos dispersos en este rincón del condado, donde un grupo de individuos decidió ignorar las leyes y llamar criados a quienes jamás dejaron de tratar como esclavos. Ellos solo necesitaban saber, comprender que las cosas cambiaron tan lentamente que no pudieron notarlo. Que todo comenzó cuando el “por supuesto” se convirtió en un “no” y el “pronto” activó la resignación del “hasta cuándo”. Que siguió con el golpe, apagado de corte o moratón, pero fuerte y vivo en el llanto. Y que fue tomando fuerza cuando “arriba” quedó “abajo”, lo “cerca” permaneció “lejos”, el “derecho” se volvió “queja” y esta tornó rápidamente en “flaqueza”. Cuando “pensar” se volvió un absurdo, “elegir” un privilegio y “libre” un exiguo pedazo, limitado por el tiempo.

Fred vació, otra vez más, la taza de un trago. Notó el caldo rasposo por la garganta y la nube de alcohol jugueteando en su cráneo. Miró el rostro de Zek, levemente borroso, iluminado por el brillo anaranjado de la hoguera. Luchó un instante por mantener el equilibrio y, alzando el índice izquierdo, se dirigió a su compañero de fatigas.

-Reverendo, voy a decirte una cosa... Llevamos mucho camino recorrido, los dos juntos. Sabes que siempre he estado a tu lado, que te he cogido cariño, pero que lamentablemente el dinero es quien de verdad tiene la culpa. No, -se llevó el dedo índice a los labios y, combatiendo el peso de su propia cabeza, siseó, entre babas, en busca de silencio-, no digas nada, las cosas son así, el dinero es dinero y así es como deben decirse. Pues bien, suele ocurrir que esté de acuerdo con tus ideas, las siga convencido y termine algo decepcionado al mirar lo conseguido. No sé por qué pero cuando las dices, tus ideas quedan perfectas ahí en el aire, pero luego llegan al suelo y se dispersan. Aun así siempre sacamos algo y, cuando todo parece indicar que hemos perdido, vuelves a decir algo que hace que continuar tenga sentido. Hasta ahora por eso seguía. Pero todo lo que ha pasado hoy... -hizo una breve pausa para rellenar la taza y dar un trago- no sé cómo, pero tiene sentido. Vamos, que por una vez lo que dices y lo que pasa van de la mano. ¿Sabes lo que te estoy diciendo? Maldición, que me metí en esto porque suponía que íbamos a sacar un buen pellizco de las casas de esos señoritingos. Solo con el dinero de uno de esos caballeretes ya podríamos hacernos de oro, pero cuando vi a aquellos negros correr libres hacia la noche... -el puño golpeó con fuerza la mesa de roca, mas solo sintió un leve chisporroteo en la mano- ¡joder, que no me arrepiento de dejar que se llevaran casi todo!

-No sabes cuánto me alegra oír eso, Fred. Respecto a lo del dinero, ahora habla una parte de ti, pero en realidad...

Fred, ajeno a lo que empezaba a decir el reverendo, se puso en pie, alzó la taza y, tambaleándose, miró al cielo estrellado, dio una bocanada de aire y atronó con todas sus fuerzas.

-¡Brindo por esos diablos! ¡Y no solo porque consiguieran librarse de su mierda de vida! ¡Brindo por esos malditos diablos porque al verlos correr sin tener que mirar atrás, sin temer lo que dejan a sus espaldas, me doy cuenta de que no han sido los únicos esclavos! ¡Brindo porque esta noche cuatro paredes son el mejor refugio, porque esta buena hoguera da más calor que mil lujosas lámparas y porque estas cuatro nueces y bayas, este conejo asado y este bendito matarratas saben a gloria! ¡Brindo porque para nosotros arriba siga estando arriba, lo que está cerca nunca esté lejos, porque elijamos aunque no hagamos más que cagarla y porque miremos el mundo libres de verlo como nos dé la gana!

Tras lo cual cayó y quedó allí tumbado, adormecido, abrigado por el calor del fuego, escuchando el eco de su propia voz perdiéndose entre las miríadas de estrellas que se extendían sobre él.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Vivos


Los tablones mal encajados de una puerta rechinan al dejar entrar la luz y el polvo del exterior. Dos pequeñas manos enguantadas abandonan toda fuerza y se deslizan por la madera gris; pronto un grácil cuerpo, en elegante vestido del este, las acompaña en una dramática caída que nadie parece intentar detener. Solo tras unos segundos, el hombre de la barra decide acudir en su ayuda con un vaso en la mano.


Empapó el sucio trapo con el que difuminaba la roña de los vasos; lo escurrió un par de veces con la esperanza de que gran parte de la mugre desapareciera y mojó con todo el cuidado el rostro de la joven, que apenas asomaba a través del sombrero y el pañuelo fielmente atado a fin de ocultar su cabello.

Los cuatro parroquianos miraban con distintos ojos: curiosos, sorprendidos, preocupados, lascivos... mas nadie movía un dedo.

-¿Señorita, me oye? ¿Se encuentra bien?

Un leve movimiento de garganta, guiño de labios y el crujir del vestido al acoger aire la cavidad torácica. A través de la tela podían adivinarse los senos que, aprisionados por el corsé, buscaban salida en sensual movimiento. Ninguno de los presentes pareció atender ya al rostro; desapareció la dama y en su lugar apareció la carne. Solo el tipo de la barra continuaba, tenaz, llamando la atención de aquella mujer.

-Eso es, señorita. Vamos, respire, no tiene de qué preocuparse. Está en casa de Juan.

Le acercó el vaso y dejó que el agua restante mojara sus labios. Ella besó las gotas, rescatándolas de la superficie carnosa y dio un pequeño trago. 

Los parroquianos, anclados a aquella mujer, tragaron, sombrero en mano, relamiéndose ante el delicado morder de aquellos labios sonrosados. El hombre de la barra tomó a la mujer en brazos, apartó con el pie una de las polvorientas sillas de mimbre raído y la sentó en medio de la sala.

-¿Qué demonios miráis, animales? ¡Id al pozo, a por agua!

Los cuatro tipos, sucios del camino, se levantaron y marcharon hacia afuera. No tardaron en regresar; uno de ellos llevaba una taza de hojalata entre manos, los otros tres se limitaban a acompañarlo con el ademán absurdo de quien comparte objetivo pero no hechos. El mesonero tomó la taza y se la acercó a la joven; dos bellos ojos se abrieron, brillantes, y una agradable voz espetó un tenue “gracias”.

Asintió el mesonero y asintieron a su vez los cuatro haraganes a la vez que, involuntariamente, doblaban, bajo sus puños, las alas de sus sombreros.

-Ya está. La señorita os agradece la ayuda. Ahora apartad, dejadle espacio.

Se movieron los cuerpos y las miradas se volvieron tímidas conforme aquel cuerpo volvía a la vida. 

-¿Do... donde estoy?

-En el viejo camino a San Gabriel, señorita; está usted en la cantina de Juan. Yo soy Juan, el dueño, para servirla.

Todo lo que recuerdo fue un ataque a la diligencia. Me dirigía a Old Rock City, allí se encuentra mi marido, esperándome en el trozo de tierra que compró para nosotros, en nuestra nueva casa. Sería usted tan amable de decirme cuándo llegará la diligencia.

-Ay señorita, la diligencia no pasa por aquí desde que construyeron el puente. Ahora casi nadie quiere venir a las montañas, no quiero ni imaginarme el camino que ha debido de hacer. Puede quedarse aquí y recuperar fuerzas; en una semana he de acercarme a San Gabriel a comprar, si quiere puede venirse conmigo y desde allí tomar la diligencia para Old Rock. No se preocupe por los gastos.

-Le agradezco su ayuda, señor. El dinero no es problema, por suerte conseguí esconderlo a tiempo; los asaltantes llevaban prisa y se contentaron con las joyas.

Del pequeño bolso brotó el inconfundible tintineo de un buen puñado de águilas. Y la timidez de todos los presentes se esfumó. Como activado por un resorte, el dueño de la cantina cerró el bolso y ayudó a levantarse a la joven.

-De eso ya hablaremos cuando lleguemos a San Gabriel; es mejor no dejar brillar el dinero hasta que sea necesario. Venga conmigo, le acompañaré a la habitación de mi hijita, que en paz descanse, ahí podrá reposar tranquila.

-¿Y por qué reposar cuando puede salir hoy mismo para Old Rock?

El cantinero agachó la mirada al escuchar la voz áspera a su espalda; intentó mantener alejada a la joven, pero sabía que ya era demasiado tarde.

Arriba, apoyado en la barandilla de las escaleras, se encontraba, erguido, de porte firme, un tipo bien parecido, el único de aquel lugar que no parecía haberse vestido con las sobras de un muerto. Observó a la joven, sonrió y tocando levemente el ala del sombrero, saludó.

-Señorita, Sammuel F. Woodyard, encantado de conocerla. No he podido evitar escucharla y sepa que si de verdad le interesa volver cuanto antes, yo estaría encantado de llevarla a Old Rock.

El cantinero, suspiró y sin osar darse la vuelta continuó hablando.

-Sam, no creo que sea buena idea. La señorita debería descansar, de verdad que no me importa tenerla aquí una semana.

-Estoy seguro de ello, Juan, no te importa nada que se quede durante toda la semana. Pero seguro que tendrá cosas mejores que hacer; quizás tenga prisa, ¿no crees?

-Bueno... es posible. Pero, no se...

-No se preocupe señor Juan, le agradezco su ofrecimiento pero lo cierto es que prefiero partir cuanto antes. Además el señor Woodyard parece un buen hombre, aceptaré con gusto su ofrecimiento.

El cantinero abrió la boca pero no encontró las palabras adecuadas para deshacer el mal sin alterar la presencia gélida que notaba en su nuca. Cerró los ojos y asintió mientras regresaba a su barra.

Los cuatro haraganes rieron al ver al cantinero cabizbajo, parapetado tras su barrera. 

-¿Sam, vamos contigo?

-No, la señorita merece mejor compañía que mugre, polvo y piojos. Esperad aquí a que vuelva, seguro que Juan estará encantado de serviros algo de beber. 

Lanzó unas monedas a la barra, invitó a pasar a la señorita y cerró tras de sí, devolviendo la sala a la oscuridad habitual, rayada por las decenas de resquicios de las paredes. 

Ayudó a la señorita a subir, echando un ojo a las formas, tanteando el material, y dirigió su caballo hacia la ruta perdida de las serpientes blancas. 

-Señor Woodyard, este no parece el camino.

-No se preocupe señorita, por aquí llegaremos más pronto.

Siguió la fina senda, encumbrando lomas, esquivando púas, zarzas y pinchos, hasta que el fino hilo de tierra se internó en una oscura y perdida gruta. El señor Woodyard bajó del caballo y ayudó a bajar a la joven.

-Bueno, hemos llegado.

-Cómo, pero esto no es Old Rock City.

La joven, asustada, miró suplicante al hombre, mientras una de sus manos tomaba hábilmente algo de su pequeño bolso.

-Yo no haría eso, señorita. 

Juraría que no le había visto hacer el más leve movimiento, pero aquel hombre tenía un revólver en la mano. Cerró los ojos, aflojó los dedos y abandonó la derringer dentro del bolso. 

-¡No te preocupes, Lily, lo tengo a tiro!

La voz surgía de la gruta, al tiempo que la figura de Jimmy iba saliendo, revólver en mano, apuntando a aquel tipo.

-¡Venga ya, hombre! ¿Quién demonios eres tú? ¿Cómo sabías que la traería aquí?

-Se lo dije yo, querido amigo. Siempre has sido un hombre de costumbres.

Detrás de Jimmy fue saliendo el renqueante traje remendado del Dr. Well. Fue andando poco a poco poniéndose a la derecha de Woodyard.

-¿Doc? ¡Maldito estafador hijo de perra! ¿De qué cojones va esto?

-¡Que hay Sam! ¿Cuánto tiempo hace? Veamos, lo que haya pasado más tres años y un día. ¿Recuerdas?

-Maldito cabrón rencoroso... ¿de eso va esto?, sabes que no pude hacer nada por sacarte...

-Rencoroso: término esgrimido con frecuencia por quien quiere hacer lo que le plazca sin sufrir las consecuencias. No vengo a discutir, Sam; vengo a que me devuelvas el favor. Yo pasé un tiempo en la cárcel por ti, ahora ha llegado tu turno.

-¡Y una mierda! ¡Tú no te muevas más y dile a tu amigo que como no deje de apuntarme le vuelo la cara a la señorita!

-Puedo disparar una vez antes de que amartilles el arma y soy perfectamente capaz de dejarte seco de un tiro. Así que deja el revólver en el suelo.

-No, One, nada de muertes, ¿recuerdas? Lo necesitamos vivo. Nadie quiere a un matón como ayudante de sheriff; necesitas entregar tus capturas vivas.

-¡Oh, perfecto viejo! ¿Y puedes decirme, cómo se supone que vamos a presionarle ahora?

-Doc, el chico tiene razón, los años te han tratado mal. Se diría que ahora soy yo quien lleva las riendas.

Jimmy resopló y bajó el brazo del arma a la vez que dirigía su mirada hacia el viejo borracho.

-¡Mierda, Doc! ¡Cómo se nota que no es tu mujer quien está al otro lado de ese revólver! ¿Se puede saber qué demonios vamos a hacer ahora? ¡Porque yo no lo veo nada claro! 

-Tranquilo, hijo, no te enfades conmigo; yo no he dicho que dejaras de apuntarle, solo que no le mataras.

Sam Woodyard seguía apuntando a Lily, mientras sus ojos iban, incrédulos, de uno a otro.

-¡Y cómo se supone que voy a conseguir que deje a Lily si no se siente en peligro! ¡La cosa era fácil, había hecho la apuesta y solo quedaba que él aflojara!

-No sé que decirte, pensaba que ibas a dejarte llevar; teniendo en cuenta lo mucho que te juegas, y tu temperamento, temía que apretaras el gatillo.

-¡Maldito borracho! ¡Maldito viejo loco! ¡Lo tenía todo controlado pero no has podido soportar mantenerte al margen, verdad?

-¡No necesito reafirmar mi ego ante ti, jovencito! ¡Por muy bien que dispares, por muy rápido que seas, llevo en este mundo muchos más años que tú, muchos más años que todos los que como tú se dedican a vomitar plomo; por algo será, joven idiota! ¡Puede que no lo entiendas, pero cuando empieces a solucionar los problemas de los demás a golpe de gatillo, el paciente Kronos tornará los vítores y las alabanzas en miedo y, después, en rechazo, odio y ostracismo; porque, pase el tiempo que pase, la sangre siempre se paga!

-¡¿Pero quién te ha dicho que iba a disparar?! ¡¿De dónde has sacado esa idea?!

-¡De una sencilla obviedad: no sabes hacer otra cosa!

Woodyard apenas podía dar crédito a tal despropósito. Veía a aquel par de imbéciles discutiendo, escupiendo baba rabiosa en cada palabra, como si el arma que empuñaba contra aquella muchacha no tuviera relevancia alguna. Y fue de ese modo como, incapaz de advertir el ataque, recibió limpiamente el codo de Lily en la cara, mientras, aprovechando el desequilibrio, aquella joven cogió con fuerza la mano con la que empuñaba su arma y la mantuvo en alto.

Jimmy ni siquiera pestañeó, volvió la mirada hacia Woodyard, alzó de nuevo el revólver, liberó la presión y dejó que el proyectil devorara piel, carne y huesos, hasta chocar con la empuñadura de castaño y enviar el arma al suelo.

-Lily, la próxima vez sería mejor que levantaras más la mano del arma.

-La próxima vez espero no estar tan cerca del revólver, doc.

-Lo veis, os dije que no fallaría. Pero que conste que sigue pareciéndome un plan absurdo; en una situación así, cualquier tipo suelta el arma.

-No estamos tratando con cualquiera. Estás jugando en mesas donde esas apuestas son demasiado arriesgadas, joven One. Pero dejemos ya de discutir, solo queda ir a San Gabriel y entregar la captura; esto se merece un buen trago.

-Por cierto doc, todo lo que has dicho no iba en serio, ¿no?

-Por supuesto que no, todo es espectáculo, ayudante One; simple y espléndido espectáculo...

lunes, 1 de diciembre de 2014

Fulleros


Las casas atesoran el silencio en su interior, no hay puertas ni ventanas abiertas ni gente en la calle. El polvo reposa tranquilo; ni siquiera se escucha el golpeteo rítmico de la fragua. La entrada del saloon muestra las mesas vacías y la tabla de madera brillante sin nadie para reflejarse en el espejo flanqueado de botellas. Solo desde allí se escucha un murmullo de gentío que baja por las escaleras del piso de arriba.


Jonowl apartó las puertas y miró a ambos lados en busca de Kornelius o Vera. Tras un par de voces, se acercó a la barra y cogió uno de los vasos y una botella de bourbon. El ámbar líquido cayó arremolinándose contra el cristal y, sin tiempo para descansar, cayó de nuevo a través de la garganta seca; solo entonces escuchó el engrudo de susurros tensos y siseos pidiendo silencio. Tomó la botella, empuñó el cuchillo y subió por las escaleras.

Apartó con cuidado la cortina y observó, en medio de la sala, a todo el mundo arremolinado en torno a una de las mesas de juego. A la izquierda del umbral se encontraba el Sheriff Nake, sentado en una silla, escopeta en mano, vigilando a la muchedumbre.

-¡Pst! Sheriff...

-¡Dios Jonowl, guarda eso! Menudo susto.

-¿Se puede saber qué pasa?

-¿Ves esos tipos de ahí, los que están jugando con Kornelius?

-Sí.

-Pues llevan desde anoche, sin parar. Uno de ellos pidió crédito a Edgar y solo te diré que nuestro banquero casi vacía el tintero para rellenar el papelajo.

-¿Y qué pinta Kornelius ahí?

-Eso es más largo de explicar. Así que mejor ven y siéntate.

Enfundó el cuchillo y se dirigió a la silla que había junto al sheriff. DeLoyd estaba a un par de metros del gentío, en pie, con su traje blanco y su sombrero de paja, apenas le envió un leve saludo antes de girarse de nuevo hacia la mesa; permanecía apoyado en su bastón con la indiferencia de quien simplemente pasaba por ahí, pero sus ojos revelaban el ansia por el desenlace.

El sheriff sirvió dos tazas de café; frío, con el telo acumulado por las horas.

-He perdido la cuenta de las cafeteras que lleva hechas Vera. El alcohol hace tiempo que dejó de tocar los vasos, nadie quiere perderse lo que va a pasar. Yo, por suerte, he traído el mío propio, nadie lo quiere, dicen que sabe demasiado amargo; pero el café cuanto más...

-Si, ya sé... venga Will, cuéntame.

Echó un trago por inercia y la mezcla rancia y amarga pateó su garganta e invitó a su estómago a rebelarse, mas un segundo trago puso todo en su sitio. Odiaba admitirlo pero el viejo tenía razón, en un instante estaba más despejado que nunca y dispuesto a escuchar con atención.

-Como te decía esos tres tipos llegaron ayer. DeLoyd los reconoció al instante y se mantuvo alejado. Son jugadores profesionales de la peor calaña: fulleros, tramposos y tahúres. Al parecer, bastante buenos como para enganchar a algún incauto y lo suficientemente desconocidos como para no saber los unos de los otros. Pero DeLoyd conoce a bastante gente, a demasiada diría yo... El caso es que le dije a nuestro alcalde que lo mejor sería coger a esos tragafichas y forzarles a continuar su viaje o buscar la menor escusa para meterlos entre rejas. Pero no, resulta que el alcalde prefirió hacer las cosas de otro modo. Avisó a Vera y le dijo que se asegurara de que no se acercaran a las mesas de los otros clientes y que tocaran cartas solo entre ellos. Ha hecho malabares, pero lo ha conseguido. ¿El resultado? Toda una noche de juego en el que cuatro tipos acostumbrados a hacer y reconocer trampas, llevan tanteándose, moviendo el dinero de uno a otro, dando puñaladas y recuperándose de las recibidas. Ni te imaginas cómo cambia la cosa desde aquí, cuando sabes quién es el tramposo y lo ves actuar desde fuera del juego; a veces te maravillas, otras te avergüenzas al reconocer que las cuelan sin demasiado esfuerzo. Y todo por ser capaz de mirar ignorando el hambre de fichas.

-Y Kornelius, ¿que pinta ahí?

-Pues eso ya es cosa suya y del alcalde. Al parecer nuestro Kornelius también ha empuñado las cartas en más de una ocasión y, después de observar toda la noche, sabe como van las tornas; le aseguró a DeLoyd que tenía calados a los tres. Dijo que, pendientes de no ser descubiertos, no habían dañado demasiado la baraja. Uno de ellos tiene un buen marcador en su reloj de bolsillo, se ve que es una virguería; Kornelius sabe reconocer esas pequeñas ayudas. El tipo se ha percatado que los otros tienen el ojo rápido y apenas ha tenido ocasión de marcar las cartas más altas; Kornelius cree que los ases y alguna figura. Esa ha sido la información que le ha animado a meterse en mesa.

-¿Y DeLoyd qué ha dicho?

-¿No lo ves? Por muy estirado que parezca, se le nota que está disfrutando. De momento no hay novedad. No entiendo mucho de esto pero supongo que Kornelius está manteniendo las fuerzas equilibradas. Ha perdido lo suficiente como para apagar cualquier recelo y ahora es cuando está empezando a remontar.

-Ya veo, y no piensas acercarte para no perder de vista lo que de verdad importa.

-Exacto. Me importa una mierda la guerra de cartas que se han montado, pero como alguno de esos tragafichas se levante con el orgullo herido pienso presentarle mis respetos con dos cañones y espero que sea listo y no me obligue a dar el pésame a su familia. Desde aquí les veo bien a ellos y puedo disparar sin dañar a nadie.

Jonowl vació un poco de la botella en su taza, echó otro trago del caldo negro y se recostó en la silla.

-Bueno, pues sí que parece interesante. Creo que me quedaré aquí contigo.

El tiempo en el tapete verde comenzó a acelerarse. Kornelius tiró el anzuelo y lo movió con unas pocas fichas de más, justo la euforia del que está remontando, así que el resto decidió dar un golpe sobre la mesa y aumentar la apuesta para demostrar quien manda. Kornelius sonrió tontamente y mantuvo una cháchara sin sustancia, mientras volvió a remover el anzuelo. Uno de los jugadores se movió incómodo y abandonó el ataque, el resto permaneció firme y siguieron amedrentado al advenedizo. Kornelius tartamudeó un poco, mostró cierto temblor y, tras mirar sus cartas con descuido, dio un último toque al sedal. Los otros igualaron, seguros del desenlace, mas las cartas evidenciaron su error. El primero respiró tranquilo, el segundo encajó el golpe con gesto torcido y el tercero vio como todo su dinero se esfumaba entre la manos del supuesto novato. A partir de entonces, ya no hubo conversaciones, muestras de elegancia ni risas, los rostros se ocultaron y pronto se vio claro que la verdadera partida había comenzado. 

Uno de los tahúres, bastante debilitado con el golpe anterior, intentó en vano recuperarse, pero sus dos contrincantes se cerraron en banda, evitando arriesgarse, y continuaron el juego, viendo como se consumía, hasta que no tuvo más remedio que abandonar la mesa.

Al fin solo dos quedaron en el tapete verde: Kornelius y el tipo del marcador. Kornelius repartió: su contrincante quedó servido, él cambió cuatro cartas en el descarte. Cinco cartas marcadas en manos de su adversario; en la suya: honesto, pobre y limpio cartón. Movió una gran cantidad de fichas y pudo escapársele cierto atisbo de desesperación. Respondió su adversario al instante, igualando la apuesta y subiendo todo cuanto le quedaba. Kornelius jugueteó con una de las fichas; miró alrededor, perdido, hasta encontrar los ojos de Vera, brillantes e inquietos; entonces se encogió de hombros, puso todo cuanto tenía en el centro de la mesa y le envió la sonrisa resignada de quien al menos lo ha intentado.

-Ases y ochos, señor Kornelius, esta vez algo me dice que el muerto regresa a la vida.

La voz perdía el tono monocorde y el rostro quebró toda máscara. Mostró sus garras afiladas al lanzarse sobre la montaña de colores, cuando un simple gesto le detuvo. 

Cinco cartas lanzadas en medio de la mesa mostraban un triste tres y cuatro ridículos doses.

-Lo siento caballero; póker gana a full.

Jonowl echó mano al mango del cuchillo y el sheriff Nake preparó la escopeta, pero nada de eso fue necesario. El hombre se levantó con la cara desencajada; sin alzar la vista, tomó el dinero que gentilmente le ofreció Kornelius para continuar su viaje y se marchó.

Todo el sonido contenido, todo el café y toda la tensión acumulada estallaron con los gritos de júbilo y la reparadora frase de “¡una ronda gratis para todos!”. Lugareños y visitantes alababan una y otra vez la gesta, daban muestras de apoyo y comentaban entre ellos los más mínimos detalles de la contienda. Vera miró a Kornelius con el rostro airado por el mal trago hasta que una sonrisa acabó por surgir. Las risas del enorme Charles Bison anunciaron el abrazo y el crujir de huesos. Mientras, en su rincón, DeLoyd jugueteaba con su anillo y esperaba a que el vencedor pasara a su altura para sencillamente decir: “Excelente reparto, señor Kornelius”.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Paraísos otorgados


La vegetación del borde del camino invade un inmenso muro de piedra, coronado por hierros en punta. Tras un buen trecho, el muro cede espacio mediante un arco y, justo en el centro, se alza una iglesia de madera blanca, de ventanas cerradas y grandes puertas en la entrada con dos pesados pomos y una aldaba de bronce con un rostro barbudo. El silencio impregna la zona, solo un leve murmullo viene de su interior.

-¡Bendito sea el creador, Bleak, por mantenerte vivo a pesar de ti mismo!

La cara redonda y barbada de aquel hombre se curvó hacia arriba, sus ojos se entornaron en dos pequeñas sonrisas reflejando las sanas heridas que dejan los años. 

-¡Bendito sea, Thomas, nuestro señor por no haberte arrebatado a ti la vida!

El reverendo aceleró el paso y abrazó con fuerza al hombre rollizo que se acercaba luciendo túnica clara y motivos bordados en amarillo.

-¿Cuántos años pasan ya, amigo?

-Ya me conoces, nunca llevo la cuenta de las ausencias.

-Demasiados viajes como para hacerlo. ¿Sigues vagando por el mundo?

-Descansaré el día en que mi cuerpo regrese a la tierra. Sigo viajando y va conmigo un buen hombre a quien llaman Fred. ¿Y a ti, cómo te va? ¿No estabas con los mormones?

-Aquello se acabó, no era ese el camino adecuado.

-Te lo dije, siempre soñando con raíces... no hay mejor sitio que el mundo; déjate llevar sin miedo y te será otorgado todo cuanto necesites.

-Te equivocas, Bleak. Ese no es el modo. Al final he encontrado un lugar donde ayudar y recoger al descarriado.

-¿En esta comunidad? ¿Y qué fe profesan? No reconozco tu vestimenta...

-¿Etiquetas a estas alturas? Los dos sabemos muy bien que no sirven de nada. Aquí vive buena gente, temerosa del Señor, trabajadora y honesta; todo cuanto puedes desear si bien es lo que esperas. 

-Bueno, ¿de dónde proceden entonces?

-De todos los lugares, son gente cansada de los giros del mundo. Solo buscan paz espiritual; la comunión con la tierra y el cielo. Ni te imaginas lo que han tenido que pasar antes de llegar. Por suerte, a partir de estas puertas, ya todo es bondad. Mas no te adelanto nada; dile a tu amigo que también él es bienvenido; pasad, os daremos ropa nueva y algo de comer.

Entró Fred en la iglesia y los tres cruzaron el pasillo, entre bancos de madera maciza, hasta una pequeña puerta situada en un lateral. El sacerdote abrió y con un ademán les invitó a cruzar el umbral. Afuera, la luz grisácea de un cielo suavemente encapotado iluminaba sombreros rectos de corona redondeada, chalecos, camisas, pantalones de tejido rasposo y una veintena de casas diseminadas por un prado de jugosa hierba verde. Los habitantes, de forma diligente, araban la tierra, lavaban sus ropas, agrupaban ovejas en sus respectivos corrales y realizaban toda suerte de tareas.

-Si miras fijamente en sus ojos, no hallarás malicia, solo devoción. No sentirás la soberbia ni envidia a su paso, solo hermandad y comprensión. Es el paraíso, amigo, o lo más cercano a él que podrás encontrar en la tierra.

-¿Discuten?

-Aquí la voz es queda y el puño no se cierra si no es por la labor.

-¿Juegan?

-No hay tapetes verdes ni dados ni cartas. No hay cercos de alcohol, ni tragos amargos de quien pierde todo cuanto le queda.

-¿Pecan?

-Míralos, Bleak, ¿te parecen pecadores?

-¿Son felices?

-¡Pues claro que son felices! Tranquilos y seguros, nada han de temer aquí; afuera es donde mora el peligro.

-¿Y los niños?

-Sinceros y buenos. Mantienen su inocencia intacta.

-¿Y qué ocurrirá cuando crezcan? ¿Y si alguno piensa diferente?

-Todo el mundo puede cometer un error... al final volverán al redil.

Siguieron caminando entre aquellas gentes. Todos saludaban a Thomas, reverenciando su paso, saludaron también al reverendo y a Fred, curvando sonrisas amplias de ojos cordiales y algo apagados. Cenaron puré y carne asada, algunas frutas y un pastel de nueces. Durmieron a pierna suelta en una de las casas cuyos dueños insistieron en ceder, mientras quedaban al abrigo de la niebla y el frío nocturno. Y marcharon mucho antes del alba, cuando los mortales caminan en lo más profundo de los sueños, con dos buenos caballos, ropas nuevas y las alforjas repletas de comida.

-¿Por qué así, reverendo? ¿Por qué sin avisar?

-Nunca te marches sin despedirte de amigos, Fred. Mas si ya no queda nada en ellos que recuerde aquella amistad, envía al pasado dichas obligaciones porque es allí donde reside su razón de ser. 

-Es curioso, pero en todo el tiempo que estuve allí no pude evitar sentir un escalofrío. Cada vez que pienso en aquella gente siento la distancia, el frío que arrastran y, en medio de todo, una ira que parece que nunca acaba de arrancar.

-Es la vida latente de aquellos infelices. El pulso del alma de aquel a quien han convencido de estar en el cielo; aquel para quien sumisión y obediencia han tomado el rostro de bueno, honesto y sincero. Pero te diré que en el ser humano esta situación no queda; más bien, con la mínima chispa se quiebra. Pues es un ser acostumbrado a pecar y quien busca el bien y continuamente yerra, discierne mejor lo que es verdad y lo que adornado se le plantea. Siente pena por ellos, pero no te atormentes, pues si no son los primeros, otros vendrán a cuestionar lo que nadie observa. En cuanto a los caballos, las ropas y la comida, no andan faltos de ellos y, si es verdad que son gente libre de apego a materias, no han de pesar en tu conciencia. No me negarás que ya iba siendo hora de descansar los pies, tirar los harapos y calmar el hambre sin miedo a futuras carencias.

-No niego eso, no. Continuemos entonces, a ver si aparece algún lugar donde pecar, que por lo visto es tan beneficioso, no me asalte la falta, pierda la razón y comience a encontrar virtuoso este maldito camino que dejamos atrás.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Cambio de función


El cielo despejado está lleno de estrellas. Las tres figuras permanecen alrededor de la hoguera, en medio del horizonte plano. Pequeños huesos rotos, y algún resto de carne, descansan en el suelo iluminados por las mismas llamas que secan los alientos y animan a acercarse a los que hablan. No hay rocas, ni árboles altos; solo arbustos, tierra recia y una red de plantas salvajes que la lluvia transformó en pasto.


-No es que me parezca mala idea, ¡es que es una estupidez!

-A veces no es cuestión de lo sólida que sea una idea, sino de que al menos gocemos de su existencia. Si bastara con colocar boca arriba mi chistera para que miríadas de estrategias rebosaran sus alas; entonces, sería un buen momento para sentarnos a discutir cuál de todas sería la idónea...

-Vale, Doc, ya lo pillo.

-Pero no, porque ni siquiera tenemos tiempo de pensar qué hacer. Resulta que en mitad de la representación los actores han decidido colgar sus máscaras, descarnando la magia y dejando al aire los frágiles huesos de la farsa. Y así, entorpecido por los grilletes de la inmediatez, el Dr. Well os ofrece lo único que se le ocurre; ¿y qué es lo que recibe? ¡Quejas!

-De acuerdo, doc...

-Pero no han pensado, que no tenía obligación alguna de ofrecerles este papel. Nadie se fía ya del viejo doctor; porque al parecer todo lo que hace es a cambio de algo. No valen de nada los días vividos, las penurias, las risas y las confesiones. De nada esa hermandad, esa empatía que, queráis o no, solo se forja con el tiempo y la cercanía. Pero no hay calor ni confianza, ¿verdad?, solo desprecio y quejas.

-¡Doc!

-Está bien, señor One, no se sulfure. Dejemos el tiempo que algunas mentes necesitan para oxigenarse de nuevo.

El rostro del viejo se ensombreció, refugiándose en el crepitar del rojo vivo y el jugueteo de las llamas con el viento nocturno. A pocos pasos de allí, apoyado en un árbol, un hombre ejecutaba las más increíbles posturas con el firme objetivo de librarse de sus ataduras. Jimmy lo observaba; sonrió divertido al ver el espectáculo, cogió un palo y apuntó hacia él.

-Ey doc, échale un ojo que al final va a acabar soltándose.

-De eso nada. En la guerra aprendí perfectamente cómo dejar bien atado a alguien.

-¿Y eso, llevabas presos?

-Pacientes... no es fácil serrar en crudo...

Sonó amargo, herido; y quedó suspendido en el aire hasta que Lily echó otro tronco a la hoguera y las chispas limpiaron el ambiente.

-Jimmy, esta vez puede que Doc esté en lo cierto. Ahora mismo no tenemos más opciones; y esto del espectáculo sabes que no es lo nuestro.

El viejo, con la mirada fija en la hoguera, arqueó una de sus cejas. Jimmy se removió incómodo intentando no pensar en lo que acababa de oir... 

-Pero, ¿ayudante de sheriff? ¿No recuerdas los tiempos con Blackwell? ¿Acaso no hemos avanzado nada?

-Pero ya no será como con Blackwell. No se trata de ir persiguiendo forajidos, se trata de estar en un pueblo, mantener el orden allí.

El viejo, observando las llamas sin pestañear, levantó la otra ceja y expandió todo cuanto pudo sus oídos.

-No sé, Lily. A saber cómo es aquello.

Una ráfaga de viento azotó las llamas y estas renovaron su vigor.

-Tengo entendido que es un sitio tranquilo, señor One, un sitio de paso en medio de la nada; sin miel que atraiga a sucias moscas.

Jimmy recorrió con los dedos el ala del sombrero, veía las llamas altas y el rostro de Lily, al otro lado, con los ojos ansiosos por comenzar algo nuevo.

-Bueno, al fin y al cabo puede que no sea tan mala idea. Es una buena oportunidad para conseguir una casa.

-Claro Jimmy, y yo estaré a tu lado. Sabes que puedes contar con mi escopeta.

Aquella frase disparó una duda al estómago de Jimmy. Pero, como activado por un resorte, el viejo Well dio un salto, se puso en pie y comenzó a exclamar:

-¡Me quito el sombrero, señorita Lily! Toda una amazona de la que solo un hombre seguro de sí mismo sería capaz de sentirse orgulloso. Por supuesto, no creo que sea necesaria hacer efectiva su valentía. En aquel aburrido pueblo, no encontrarán nada más allá de alguna inofensiva riña local; nada que el sheriff y su nuevo ayudante no puedan solucionar. ¡Qué demonios! Los hombres como el señor One necesitan un poco de acción para no acumular herrumbre. Pero, por supuesto, en caso de ser necesario, además de su escopeta, contará con todas las armas de que dispone este humilde servidor.

-Bueno doc, tú ganas. ¿Dónde queda ese lugar?

-Está un poco lejos, pero el camino nos vendrá bien. Primero llevaremos a nuestro prisionero a Luke's Rib, allí nos esperan 200 dólares por él. Cosecharemos unos cuantos hasta llegar a nuestro destino final, tengo algunos nombres: nada demasiado difícil, lo suficiente para conseguir algo de fama...

-Cuidado Doc, esta canción empieza a sonar a Blackwell.

-No señor One, yo no soy hombre de acción y estoy demasiado viejo; ahora usted es el jefe. Esta vez se trata de sembrar para cosechar una nueva vida.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Ensoñaciones


El sol, en lo alto, ilumina el campo seco sin hacer sombra. Dos figuras, una al lado de la otra, enfrentados a los postes de madera de un maltrecho cercado. Dos seres, uno más grande que el otro; quietos. El más pequeño, expectante, mira de reojo; el otro, inquieto, mantiene el aliento y concentra toda su atención en el único punto importante: el blanco sucio y oxidado de una vieja lata de alubias.


Respiró hondo y fijó su objetivo. Poco a poco el marrón grisáceo de la madera y el amarillo pajizo del prado se emborronaban, mientras cada una de las líneas, bordes, abolladuras y dobleces del óxido anaranjado iban definiéndose. Una suave brisa jugueteó levemente con los restos del suelo, trayendo el aroma de hierba seca y el regusto metálico y burlón de la lata. Notó cálidas las cachas de avellano del revólver, deteniéndose en el confortable relieve pulido de sus vetas. Colocó la palma de su otra mano bajo la empuñadura y alzó con ambos brazos el peso, sorprendentemente elevado, del arma. Apoyó el pulgar derecho sobre el frío del martillo y apretó con fuerza hasta escuchar el sonido de fijación. Respiró de nuevo y corrigió la trayectoria, echó una mirada furtiva a su acompañante, el cual permanecía inmóvil. El óxido anaranjado seguía allí, bien definido, mostrando entre sus arrugas las heridas que otros le infligieron; así que llevó el dedo índice hacia el gatillo y, durante un parpadeo, combatió la espiral del estómago, la tensión muscular y la incertidumbre ante el despertar de aquel objeto. Presionó con fuerza hasta doblar la frontera entre la vida y la muerte; el fogonazo dio lugar al bramido y al encabritar de aquella bestia vomitando plomo. Otro parpadeo y, a través de la niebla negra, llegó a sus oídos el quejido agudo de la lata volando por los aires. Sonrió. Su pulgar renovó la invocación y su índice devolvió a la vida de nuevo a aquel ser. Otro quejido metálico y la lata dando tumbos en busca de descanso, mas otra vez convocó a la fiera, y otra, y otra, hasta que solo la sexta bala quedó en el tambor. La lata se alejaba rodando de forma insípida, como un elemento irrelevante que se fundía con el paisaje. Entonces sintió el ansia de calor en el metal, el hambre del fuego, el estruendo y el olor a pólvora por algo de vida. Casi sin pensarlo, su pulgar apretó hasta escuchar el chasquido y sintió el poder aprisionado en el revólver. Giró el arma hacia la figura  y sintió la necesidad de apretar el gatillo, de ver la bala hundiéndose en la carne blanda, expulsando su silbido en un fino hilo de sangre y la víctima saliendo despedida como una marioneta golpeada por la mano de un gigante. Pero algo dentro de él mantenía el dedo índice fuera del revólver, el dolor agudo e insistente de una sospecha: la pérdida inminente de algo valioso. Y permaneció así, enfrentando sus propias fuerzas hasta el punto de que el pulso comenzó a acelerarse, gotas de sudor caían por su frente y sus pulmones eran incapaces de tomar el aire necesario para seguir adelante. Temió que si no se dejaba llevar, si no disparaba, esa lucha interna acabaría matándole.

Le rescató el aleteo, lejano y confuso, y el ulular, más claro y cercano. Tardó un poco en descubrir a su compañero observándole desde la ventana. Tenía frío, se encontraba descalzo, con los calzones de dormir, sentado en el suelo de la habitación. Estaba frente al arcón y sujeto entre sus manos tenía aquel maldito rifle que él mismo parecía haber sacado. Todo se reveló tan extraño que no quiso darle más vueltas. Guardó de nuevo el winchester en las pieles que le servían de funda y cerró el arcón con candado. Se acercó a la estufa para calentar manos y pies y volvió a la cama. Nada más acostarse, llegó el recuerdo del arma encerrada, un pulso débil de ansia latente ante el pálpito de un futuro combate; estupideces e imaginaciones, nada que un buen sueño no consiguiera reparar. Finalmente ofreció su consciencia a la oscuridad y dos ojos grandes se abrieron de nuevo en el bosque observando la casa, la colina y el pueblo entero; intentando devolver la conciencia a un lugar donde aquel rifle no fuera más que un objeto perdido en uno de los muchos muebles que contenía cada una de aquellas casas.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Maná

Labios cortados, piel agrietada y paso exhausto de hombros pesados. Levantando las piernas más por inercia que iniciativa, describiendo el movimiento mecánico con temor a que cualquier descanso suponga el final eterno. Incapaces de distinguir más allá del polvo, a unos cuantos pasos más, las rocas que se alzan escarpadas, las hierbas secas y algún que otro árbol diseminado; donde la arena se convierte en tierra.

-Ánimo reverendo, no debe quedar mucho.

-Ánimo no me falta, Fred, el señor es fuente inagotable de él. Son más bien las piernas, que no responden, los brazos que caen lánguidos, los pulmones que ya no bombean y esta maldita boca áspera que parece nunca haber calmado la sed. Pero ánimo tengo, Fred, ánimo tengo.

Costaron los últimos pasos, así como les costó también advertir el cambio de medio: la tierra firme sobre la roca. Pero la ausencia de gargantas en el suelo, ansiosas por engullir los pies a cada paso, liberó parte de la carga que habían ido acumulando con la distancia. 

Más ligeros, recuperaron la visión del entorno; y allá, en una explanada entre las rocas, apareció un pequeño huerto con algunos frutos creciendo desafiantes ante el árido ambiente.

-¡Mira Fred, allí delante, la providencia divina nos asiste! ¿Oyes su dulce canto? De beber para el sediento y de comer para el hambriento. Hincad los dientes en la jugosa fruta y sorbed sus caldos hasta recuperar todo lo que el desierto acabó arrancándoos. 

-Reverendo, ese huerto tendrá su dueño; y, a juzgar por el sitio, bien orgulloso estará de él. Haríamos bien en no tocarlo, no sea que perdamos algo además del hambre y la sed. 

-Calla Fred, solo un alma pura es capaz de vivir en un lugar así y conseguir tal milagro. ¿Has visto el tamaño de esos frutos? No temas, hijo, que así ha de ser; cogeremos solo lo necesario para calmar la desesperanza, y para un par de días más también.

Se acercaron en un momento, entre cojeos y andares de pato, y se abalanzaron sobre los frutos, mordiendo fuerte mientras los caldos, en libres reventares, caían por la comisura de los labios. Mas la dicha duró poco.

Sonó el seco grito de pólvora y el fino silbido de un proyectil que atravesó uno de los frutos hasta enterrarse en el suelo.

-¡Un mordisco más y os pongo los dientes en vuelo!

Más arriba, en la puerta de una pequeña cabaña oculta entre las rocas, una mujer mantenía en sus manos un rifle henry, muy bien cuidado, todavía humeante. Permanecía en pie, atenta, con un vestido de buena calidad, aunque desgastado, y un sombrero atado mediante un pañuelo que contrastaba con sus ojos de temible fiera.

-Disculpe señora, no pretendíamos molestarla ni estropear su cosecha; por cierto, realmente magnífica. Venimos del desierto, tan solo queríamos calmar la sed y el hambre. Soy un ministro del señor, si fuera tan amable de dejarnos pasar... podría explicarle...

-No hay nada que explicar, si queríais algo, hubiera sido mucho mejor preguntar.

Zek asintió encarecidamente, pidió disculpas y le aseguró que no pretendían acción alguna contra ella. Acordaron que pasarían, siempre y cuando el rifle de Fred se quedara fuera. Una vez dentro, aquella mujer les puso un par de platos con caldo de verduras, acompañados por unas tortitas de algún tipo de harina y se quedó en pie todo el rato, observándolos con el henry adherido a su mano derecha.

-Mil gracias, señora, es usted un alma caritativa, una buena mujer. ¿Pero qué hace aquí sola?, ¿es viuda por desgracia?, ¿se encuentran sus hijos o algún otro ser humano con usted?

-Eso no es asunto suyo, coma y beba si lo necesita. Eso es todo cuanto tiene derecho a pedir.

-Disculpe a mi compañero, señora, pero es hombre del señor y se preocupa por aquellos que puedan necesitar ayuda.

-¿Ayuda, yo? ¡No me hagan reír!

-¿Quiere decir que no necesita ninguna ayuda?, ¿que es capa de vivir aquí sola? Siendo así, el señor ha debido poner su mano sobre usted.

-¡No diga estupideces! No hay nada que su señor haya hecho por mí. No estuvo cuando todo cambió y tuve que valerme por mí misma. Si algo hizo, fue darse cuenta de que esta oveja no necesitaba pastor y dejarme a mi aire, viviendo mi propia vida.

-Lamento lo que pudiera ocurrir, pero a buen seguro que, como todo en esta vida, tiene remedio. Siempre hay una solución y, siendo como es persona generosa, seguro que encontramos la forma adecuada.

-No hay nada que encontrar, aquí estoy bien. Tengo todo lo que necesito y me sobran las ganas, el valor y el ingenio para seguir adelante. 

-Por supuesto, eso es algo que salta a la vista. Debo reconocer que su fortaleza de espíritu me ha impresionado y, desde la más completa humildad, le pido entonces ayuda a usted.

-Y yo se la doy; si quiere otro plato o más agua, lo tendrá. Pero nada de dinero, que es lo que ha estado buscando con la mirada desde que ha entrado.

-No pedía dinero, mujer, tan solo una pequeña cantidad para continuar nuestro camino y poder adecentarnos al llegar al pueblo más próximo.

-¡No hay dinero; ni mucho, ni poco! Ya me conozco a los de su calaña... coman cuanto quieran y márchense. A dos días de camino tienen el pueblo más cercano.

-De acuerdo, así haremos; pero, por favor, siéntese a comer con nosotros y relájese un poco.

-Muy señor mío, ya me relajé hace mucho tiempo y se me atragantó el mundo hasta el punto de quedar de él una podredumbre enquistada. Y no es otro el motivo que la cantidad de indeseables, de serpientes purulentas, que por él caminan con impunidad. ¡Pero no lo harán por aquí, señor, no en mi casa! Guarde sus palabras melosas para quien sienta hambre de ellas. Guarde silencio, acabe de comer y cierre la puerta al salir.

Todo acabó con el rasgar de cuchara sobre porcelana, el sonido de las sillas retirándose y los pasos hacia la puerta seguidos de cerca por ojos atentos y el alma inquieta de un rifle.

Atrás se escuchó el chirrido de una puerta y unos pasos leves y amortiguados se acercaron a la mujer que seguía con la mirada anclada en la pareja de visitantes, apenas visibles en el horizonte. Un hocico rozó su pierna y automáticamente la mano derecha soltó el rifle para acariciar al perro que la miraba con ojos repletos de agradecimiento, nobleza y sinceridad.

-Tienes razón, el más bajo parecía un buen hombre, no nos hubiera hecho ningún mal. Pero el otro... el cura ese... como vuelva por aquí le meto una bala entre ceja y ceja.

Acabó de abrirse la puerta y un par de chiquillos corrieron hacia la mujer, la cual cambió el rostro severo y la mirada fiera, por una sonrisa dulce y suave voz.

-Salid niños, ya se han marchado. Podéis llevarle las flores a vuestro padre.

lunes, 27 de octubre de 2014

Planes de futuro

Ruedas de carromato descansan entre el suave lecho de hierbas de un pequeño claro. Junto a un fino hilo de agua fresca, protegidos del sol de mediodía bajo las copas de los chopos, tres individuos se sientan alrededor de un cerco de piedras, donde vigorosas llamas crepitan y abrazan el oscuro fondo de un caldero. Huele denso, ligeramente salvaje, nutritivo; huele fresco, a tierra húmeda y libertad.


-¡Qué buen manjar!, ¡magnífico guiso! Gusto sabroso y potente, con un agradable eco dulzón en el paladar... es maravilloso lo que es capaz de hacer con sus simples manos, señorita Lily.

-Doc, como vuelvas a acercarte al caldero antes de que esté listo, incluiré el ingrediente original que  llevaba la receta, con cierto toque de licor.

Jimmy sonrió al ver la cara de complicidad de Lily y soltó una carcajada al ver que, por primera vez desde que comenzaran su andadura, los labios del Dr Well permanecían sellados y cierta mueca inquisitiva se debatía en si era mejor preguntar o mantenerse callado.

Una suave brisa peinó el lugar, trajo el olor a hierba, jugueteó con las llamas y atravesó, entre silbidos, las ruedas del carro. Acompañados por el rumor del riachuelo y el canto espaciado de los pájaros, descansaron de ferias y ventas, de ruidosas presentaciones, actuaciones histriónicas y la sonrisa constante de quien ofrece “lo mejor que alguien podría desear”.

-¿Sabéis?, podríamos vivir siempre así, lejos de toda esa locura. Hacía tiempo que no volvía a sentir el aire libre. De hecho, creo que es la primera vez que no lo hago por la necesidad de huir y aun a veces me cuesta acostumbrarme; dejar de escuchar todo cuanto hay alrededor, de buscar el peligro tras cada sombra y la amenaza en cada persona. ¡Maldita sea, que paz!

El viejo doctor se había acercado al carromato en busca de uno de sus elixires. Echó, feliz, un buen trago, secó sus labios con la manga del traje remendado hasta un nuevo origen y volvió.

-Está disfrutando de la conexión con el mundo, señor One. El ser humano reconoce la magnitud de cuanto le rodea e intuye su relación con el entorno. Es una experiencia grata, revigorizante, como estar cerca del mismo creador, como el calor del sol tras una noche fría. Ciertamente sería increíble vivir así, poder disfrutar siempre de este bienestar.

-Imagínate, doc, poder vivir sin estar adjudicado. Dormir donde te plazca, comiendo las bayas más frescas, carne recién cazada, sin echar cuentas a nadie ni pagar nada.

-Por supuesto, señores, sería perfecto; hasta que necesitáramos nuevas ropas, balas, café o tabaco, hasta que no baste con el agua limpia y clara para calmar la sed del borracho.

-Nada de borracho, querida Lily, digamos: amante tenaz de gustos claramente definidos. Pero la razón le asiste, demasiadas cosas dejaríamos atrás. Muchas comodidades a las que, desgraciadamente, ya nos hemos acomodado. En parte fue el mismo hombre quien se desterró del edén al crear todas estas necesidades que tan gratas y apetecibles son a nuestro espíritu.

-Bueno, doc, algo tengo que concederos. La verdad es que yo también necesito descanso, estoy un poco harta de ir de pueblo en pueblo con esa feria ambulante que te has montado. Al principio tenía hasta gracia; pero eso de la chica del hielo... la gente me observa como si fuera algo extraño. Hace tiempo pensé que viviría otro tipo de vida.

-Pues usted verá, señorita, pero el show nos ofrece dinero seguro. Es recomendable espaciar algunos de los lugares que hemos visitado, mas queda todo un país por delante que no llegaremos a recorrer en nuestra vida.

-Sobretodo tú, doc, que ya cuentas las canas por las hebras sanas. Lily tiene razón, no pasamos lo que pasamos para ir de pueblo en pueblo haciendo el ridículo. Quizás va siendo hora de  terminar con esto y cambiar de vida. Quiero establecerme en un sitio, pensar en vivir la vida normal que nunca llegué a tener, con quien realmente aprecio.

Lily iba a continuar hablando, mas calló en seco al escuchar aquellas palabras. Intentó contestar pero cierto rubor subió, rebelde, a su rostro, pudiendo solo emitir una mirada feliz y avergonzada hacia Jimmy que intentaba a su vez encajar lo que acababa de pronunciar. Jamás pensó que la idea de parar su loca carrera y compartir una vida, pudiera llegar a afectarla de esa forma.

-¡Caros amigos, habéis conmocionado mi alma! No sé cómo expresar tan gran satisfacción. Dejad que mis lágrimas broten y os cuenten fielmente cuánto amor siento ahora por ambos. No pocos habrían dejado a este pobre viejo solo en su carro, víctimas del egoísmo vil que crece en las entrañas de cuantos viven sin atender a aquellos seres cercanos y necesitados. No sé cómo celebrar la idea de irnos los tres a comenzar una nueva vida, en una casa desde donde ver los amaneceres y despedirme, cómodo, acompañado y caliente en mi, ya cercano, último ocaso.

Lily tragó su réplica en un mordisco al aire y hermético sellado de boca. Hubiera disparado su peor bala, pero algo en el gesto de aquel viejo farsante la frenó. Echó un ojo a Jimmy y vio a este mordiéndose el labio para sujetar la protesta. Era un borracho, mentiroso, egoísta, un pesado parlanchín hasta la saciedad, pero fue él quien curó a Lily, quien les salvó de Blackwell, aunque sacara tajada por ello; gracias a él consiguieron devolver a Jimmy a este lado de la ley y hacer del nuevo Jimmy One, un individuo con toda una vida llena de oportunidades por delante. Era un estafador, un individuo de la peor calaña que jamás les había hecho daño y cuya ayuda habían recibido sin esperar nada a cambio. Y tenían con él una de esas deudas que al cumplirlas devuelven al ser humano su verdadera esencia.

-Bien, entonces no se hable más. Ya lo tenemos claro, ahora habrá que pensar qué hacer.

Well sacó un papel de su chaleco, muy bien doblado: un contrato de trabajo para un lugar llamado Canatia.


-Yo... tengo un plan.

lunes, 20 de octubre de 2014

Primeras ascuas

Líneas rectas, sombras de carboncillo sobre el lienzo. A cubierto de un sol tranquilo, por la copa de un gran árbol y sombra agradable de elegante sombrero de paja. Lleva camisa blanca, amplia y arremangada y pantalones claros. Sentado sobre silla plegable, junto a la cruz y el montículo, pipa de maíz en mano; detiene un momento su obra y observa curioso al nuevo, que aguarda de pie, en medio del pueblo.

"Apreciado Sr. Sugart.
Lamento enormemente lo ocurrido en nuestro último encuentro. Imagino avergonzado su enojo pero, espero, se hará cargo de la imperiosa necesidad de mi partida. Cierto es que necesitaba urgentemente el dinero y que con su caso llegó la oportunidad; la amenaza de perder la vida varía notablemente esquemas y prioridades. No obstante, no piense que, en ningún momento, haya osado faltar a mi promesa. Gracias a ciertos contactos, he podido saber que llegó a Canatia sano y salvo y que no tuvo ningún problema con la gente de allí respecto a hacer efectiva la concesión de su herrería: mi más sincera enhorabuena. Quizás ahora piense que todas las precauciones que habíamos acordado, no eran sino excusas para asegurar un cobro mayor; ni se imagina la de veces que todo ello, y aun más, ha sido necesario para conseguir ratificar tratos de menor valía.
Pero vayamos a lo importante, el verdadero motivo de esta carta; y es que decidí no ponerme en contacto con usted hasta que pudiera realizar la parte de nuestro acuerdo que aun estaba a mi alcance. Es por eso que todo el cargamento que acompaña a esta carta responde al instrumental necesario para su herrería, así como un albarán del almacén de la ciudad en que nos vimos por primera vez, de forma que no le falte material con el que abordar el periodo inicial de su negocio. 
Si tuviera alguna otra necesidad, no dude en hablar con el dueño del almacén, el Sr. Morrison; él sabrá cómo contactar conmigo y yo, por mi parte, haré todo lo posible por conseguirle lo que sea menester. Lamento no poder ofrecerle dirección alguna, asuntos un tanto complicados de explicar requieren un continuo desplazamiento por mi parte. Pero sepa que tengo presente que una parte de nuestro acuerdo queda en el aire, a la espera de tiempos mejores.
Con la esperanza de poder ofrecerle los servicios necesarios o la devolución de la cantidad estimada en falta, me despido encarecidamente de usted. No queda sino desearle los mejores deseos para ese nuevo comienzo al que todos deberíamos poder acudir al menos una vez en la vida. Que cada golpe cuente, amigo.
Siempre a su disposición: Sr. Thomas Sammuel Willbur."

Ralph volvió a plegar la carta y echó un nuevo vistazo a las cuatro cajas de madera que había frente a él. Tomó un hierro y comenzó a hacer palanca descubriendo su contenido: un fuelle de madera vieja y enferma, un martillo de mango quebradizo, clavos y otros enseres, algunos doblados, otros tantos herrumbrosos y un mandil grueso y manchado de carnicero.
Se sentó un momento en medio de su parcela, entre los postes de madera de su futura casa, se quitó el sombrero y pasó la mano por la cabeza intentando saber qué demonios hacer con aquella chatarra. Fue entonces cuando ante él aparecieron las botas del hombre que lo trajo allí en su diligencia.

-Bueno, amigo, ahí tiene su material. Va siendo hora de que ponga en marcha esa fragua. 

Alzó la vista con una queja en los labios y vio el cuchillo que lucía aquel hombre en su cinto: de mango atado y hoja afilada hasta la saciedad. Observó la pieza de madera que sustituía a uno de sus brazos y los arreglos improvisados que el eje de la misma diligencia tenía. Echó un ojo a cada uno de los edificios, las casas y otras estructuras y comprendió que aun no se había dado cuenta del lugar en el que se encontraba. Emitió un quejido al levantarse y rebuscó en el instrumental hasta encontrar unas tenazas, las cerró y abrió un par de veces, hasta que el óxido saltó y comenzó a extraer los brillantes clavos de cada una de las cajas.

-Habrá que ir haciendo acopio de material, dudo que el crédito del almacén sea generoso y hay mucho que hacer por aquí.

Al poco llegaron más brazos para ayudar. Se intercalaron los golpes de martillo sobre clavos y el metal hendiendo madera con las bromas acerca del magnífico material recibido. Ofrecieron alguna que otra solución y comentaron, entre risas, las experiencias pasadas, de llegadas, carencias e inundaciones. Por un momento, recordó Ralph aquella foto en un sobre, único recuerdo del pasado, la gente sonriente con los esqueletos de madera al fondo. Y vio que pese a no haber verdes pastos, aquello era idéntico a lo que siempre había querido vivir. Por un momento, se vio de nuevo en aquella foto, no ya como el niño que correteaba entre los mayores, sino como el adulto que estaba construyendo su propio futuro a partir de la nada.

A lo lejos, DeLoyd activó las ascuas de tabaco, paladeó el aroma áspero y dulzón y volvió sonriente al carboncillo. Las líneas tomaban forma en el lienzo dispuestas en aquel extraño y atrayente conjunto de construcciones para formar un nuevo rótulo, “Herrería”, que, una vez colocado, pareció siempre haber estado allí. Por la comisura de los labios exhaló un hilo de humo y, mirando a la cruz del montículo, musitó en voz baja:

-Enhorabuena... lo has vuelto a hacer, maldito idiota.

lunes, 13 de octubre de 2014

Tocando a fuga

El sol abandona su reino y el frío conquista la tierra. Un corro apiñado, de presos sobre arena gris, dispuesto en medio del patio. A un lado quedan las rocas, heridas de pico y martillo, erguidas hasta el final; al otro las celdas vacías, barracones de guardia dormida y la casa del alguacil. Mas este cuadro que les presento, aun se mantiene en espera, ya que algo ocurrió antes de que tuviera lugar.

-Y es por eso, reverendo, que añoro sus calles, sus gentes, su vida y color; y por lo que la mera idea de respirar su aire, provoca en mí melancolía y amargo dolor.

-Malas son esas lamentaciones. Atender continuamente a lo desagradable, amiga, enquista el alma de tristeza y ahoga el hogar. Es joven y bien parecida, de redondeces, si me lo permite, gustosas, sano rubor en el rostro, bella mirada e interesante hablar. Necesita quehaceres para distraer su desánimo.

-¿Y qué más hago, reverendo? Paseos en carro, lectura sagrada y mundana, pinturas en lienzo, alguna copita espaciada y todo sin parar de rezar... He hecho todo cuanto me ha recomendado y sigue en mí este hastío: condenada telaraña de pena terrible que me rodea y, cuanto más intento apartarla, más fuerte me acaba de apretar. Solo encuentro alivio en estas visitas y aun así consumo el tiempo en el agridulce recuerdo del mundo que dejé atrás.

-Comprendo su vértigo, amiga. La añoranza mira extraña y deforma el sentido; dulcifica lo antiguo, amarga el presente, anula el futuro y muerde con fuerza al intentar apartarnos de su pesar. Insigne aliada que otorga el solaz del recuerdo; terrible enemiga si se escucha en demasía y no se sabe acotar.

-¿Qué hago entonces, reverendo? ¿Existe algún otro remedio?

-Ciertamente es difícil la respuesta, pues sigue su alma apuntando hacia el mismo redil. Debo decirle que no se me ocurre otra cosa que darle a su alma lo que anhela. Quizás tal insistencia no sea sino el eco de auxilio que su misma naturaleza no para de emitir.

-¿Y cómo volver? Sabéis muy bien cuánto significa esto para mi marido, ha puesto todo su empeño en poner en marcha este penal. Lo considera obra importante, fuente fija de ingresos y un gran servicio para el propio preso y la comunidad. ¿Cómo decirle que deje todo cuanto le importa para deshacer camino y volver a la ciudad?

-Sería injusto, es cierto, pero seguro que existe una forma de que todo vuelva a su orden sin que usted diga nada, ni él deba renunciar. De momento, sigamos intentando distraer el ánimo: ya que usted no puede ir, traigamos un poco de la ciudad. Organice una buena fiesta para los hombres de bien de aquí: una cena de gala con excelentes manjares, gustosas bebidas y dulces de navidad.

-Pues mire que es buena idea, con música, baile, charlas ajenas a prisiones y mi esposo a mi lado, presidiendo la mesa como en los grandes festejos que allá celebramos.

-¡Eso es, enhorabuena por la bocanada de vida, la sonrisa sana y el honesto respirar! Ahora veo que estamos en buen camino, pero tenga en cuenta que todo el mérito es solo suyo. Si en algún momento sintiera dudas, recuerde, amiga, que yo cargaré encantado con la culpa y hallaremos, al fin de tales pesares, la libertad.

Salió la señora, aquel día, henchida de ánimo, con sonrisa ilusionada, mirada viva y voz jovial. Atónito quedó el marido, agradecido al reverendo y contento al conocer la propuesta que tanto bien había hecho a su par. Él mismo se encargó de pedir lo necesario para el evento: dos carros repletos de comida y objetos que tras cuatro días entraron en el penal. Los presos colaboraron con desgana, mas sin queja alguna, “obedeced al reverendo, especialmente en aquellas partes del cargamento que os ordene esconder”, les había dicho el compañero inseparable del reverendo, aquel al que llamaban Fred. Y mientras, en las cocinas, el predicador ayudada a la esposa con las viandas más delicadas y enseñaba el secreto atesorado del ponche familiar.

-Como ve, se trata de algo sencillo, lo descubrió mi abuelo por accidente. Las guindas le dan cierto gusto dulce, el resto le ofrece un calor comedido y un suave final. No olvide lo más importante: removerlo un poco y dejarlo en descanso. Manténgalo cerrado en oscuro hasta el momento justo en que se vaya a tomar, ya que cuanto más tiempo repose, más rico sabrá.

Celebróse el festejo con el alguacil, su esposa, el reverendo invitado y todo el personal, exceptuando a los presos y algunos guardias que debían vigilar. No obstante, generosamente aconsejada por el reverendo, la señora ofreció comida y ponche a los que tan fielmente su labor desempeñaban; tan solo un plato y una copa, lo justo para probar las viandas y un par de tragos echar.

Esa noche descansaron como nunca. Durmió el alguacil y su esposa, durmieron los guardias de la fiesta y los que debían guardar; durmieron todos cuantos allí estaban menos los presos que en medio del patio iluminado por la luna, describiendo un círculo, atendían a Fred que, junto al reverendo durmiente, les transmitió las instrucciones que este tuvo a bien dejar.

-Dijo que cargáramos con él y utilizáramos los dos carros. Que una vez cruzado el desierto, cada uno buscara su camino, esperando que no cayerais en desgracia nunca más. Dijo también en cuanto a los guardias, el alguacil y su esposa, que los dejáramos a todos en paz; que dejáramos su carro y sus caballos intactos. Dijo que tras este desenlace el alguacil no habría de volver a dirigir prisión alguna y que se vería obligado a volver a la ciudad. ¡Y vámonos ya de una vez! No sé vosotros, pero yo tengo ganas de caminar libre, comer un buen filete y beber hasta perderme en las carnes de alguna mujer de jornal.

Marcharon todos, directos a por los dos carros del cargamento y a por el que usaba el alguacil; arramblaron también con los caballos y con las armas del personal. Lo siguiente no fue una pelea sino una batalla campal, pues, unos atacaron a otros, por hacerse un sitio en el transporte con el que escapar. Salió el primer carro medio vacío, con los tipos de dentro disparando sobre los demás. El segundo rompió una de sus ruedas al chocar de lleno con un puntal. Salió el tercero más lleno y pacífico, al ver la falta de oportunidad. Salieron por último todos los caballos dejando tras de sí un patio de cadáveres ensangrentados como único testigo de los presos del penal.

Y Fred, solo, único consciente en el patio, hizo acopio de agua, tomó un rifle, se cargó a la espalda al reverendo y, aprovechando el fresco nocturno, comenzó a caminar.

-Tu duerme, maldito reverendo, que solo nos queda el desierto. Duerme, pero reza en tus sueños como si el jodido cielo fuera a cerrar.