El sol abandona su reino y el frío conquista la tierra. Un corro apiñado, de presos sobre arena gris, dispuesto en medio del patio. A un lado quedan las rocas, heridas de pico y martillo, erguidas hasta el final; al otro las celdas vacías, barracones de guardia dormida y la casa del alguacil. Mas este cuadro que les presento, aun se mantiene en espera, ya que algo ocurrió antes de que tuviera lugar.
-Y es por eso, reverendo, que añoro sus calles, sus gentes, su vida y color; y por lo que la mera idea de respirar su aire, provoca en mí melancolía y amargo dolor.
-Malas son esas lamentaciones. Atender continuamente a lo desagradable, amiga, enquista el alma de tristeza y ahoga el hogar. Es joven y bien parecida, de redondeces, si me lo permite, gustosas, sano rubor en el rostro, bella mirada e interesante hablar. Necesita quehaceres para distraer su desánimo.
-¿Y qué más hago, reverendo? Paseos en carro, lectura sagrada y mundana, pinturas en lienzo, alguna copita espaciada y todo sin parar de rezar... He hecho todo cuanto me ha recomendado y sigue en mí este hastío: condenada telaraña de pena terrible que me rodea y, cuanto más intento apartarla, más fuerte me acaba de apretar. Solo encuentro alivio en estas visitas y aun así consumo el tiempo en el agridulce recuerdo del mundo que dejé atrás.
-Comprendo su vértigo, amiga. La añoranza mira extraña y deforma el sentido; dulcifica lo antiguo, amarga el presente, anula el futuro y muerde con fuerza al intentar apartarnos de su pesar. Insigne aliada que otorga el solaz del recuerdo; terrible enemiga si se escucha en demasía y no se sabe acotar.
-¿Qué hago entonces, reverendo? ¿Existe algún otro remedio?
-Ciertamente es difícil la respuesta, pues sigue su alma apuntando hacia el mismo redil. Debo decirle que no se me ocurre otra cosa que darle a su alma lo que anhela. Quizás tal insistencia no sea sino el eco de auxilio que su misma naturaleza no para de emitir.
-¿Y cómo volver? Sabéis muy bien cuánto significa esto para mi marido, ha puesto todo su empeño en poner en marcha este penal. Lo considera obra importante, fuente fija de ingresos y un gran servicio para el propio preso y la comunidad. ¿Cómo decirle que deje todo cuanto le importa para deshacer camino y volver a la ciudad?
-Sería injusto, es cierto, pero seguro que existe una forma de que todo vuelva a su orden sin que usted diga nada, ni él deba renunciar. De momento, sigamos intentando distraer el ánimo: ya que usted no puede ir, traigamos un poco de la ciudad. Organice una buena fiesta para los hombres de bien de aquí: una cena de gala con excelentes manjares, gustosas bebidas y dulces de navidad.
-Pues mire que es buena idea, con música, baile, charlas ajenas a prisiones y mi esposo a mi lado, presidiendo la mesa como en los grandes festejos que allá celebramos.
-¡Eso es, enhorabuena por la bocanada de vida, la sonrisa sana y el honesto respirar! Ahora veo que estamos en buen camino, pero tenga en cuenta que todo el mérito es solo suyo. Si en algún momento sintiera dudas, recuerde, amiga, que yo cargaré encantado con la culpa y hallaremos, al fin de tales pesares, la libertad.
Salió la señora, aquel día, henchida de ánimo, con sonrisa ilusionada, mirada viva y voz jovial. Atónito quedó el marido, agradecido al reverendo y contento al conocer la propuesta que tanto bien había hecho a su par. Él mismo se encargó de pedir lo necesario para el evento: dos carros repletos de comida y objetos que tras cuatro días entraron en el penal. Los presos colaboraron con desgana, mas sin queja alguna, “obedeced al reverendo, especialmente en aquellas partes del cargamento que os ordene esconder”, les había dicho el compañero inseparable del reverendo, aquel al que llamaban Fred. Y mientras, en las cocinas, el predicador ayudada a la esposa con las viandas más delicadas y enseñaba el secreto atesorado del ponche familiar.
-Como ve, se trata de algo sencillo, lo descubrió mi abuelo por accidente. Las guindas le dan cierto gusto dulce, el resto le ofrece un calor comedido y un suave final. No olvide lo más importante: removerlo un poco y dejarlo en descanso. Manténgalo cerrado en oscuro hasta el momento justo en que se vaya a tomar, ya que cuanto más tiempo repose, más rico sabrá.
Celebróse el festejo con el alguacil, su esposa, el reverendo invitado y todo el personal, exceptuando a los presos y algunos guardias que debían vigilar. No obstante, generosamente aconsejada por el reverendo, la señora ofreció comida y ponche a los que tan fielmente su labor desempeñaban; tan solo un plato y una copa, lo justo para probar las viandas y un par de tragos echar.
Esa noche descansaron como nunca. Durmió el alguacil y su esposa, durmieron los guardias de la fiesta y los que debían guardar; durmieron todos cuantos allí estaban menos los presos que en medio del patio iluminado por la luna, describiendo un círculo, atendían a Fred que, junto al reverendo durmiente, les transmitió las instrucciones que este tuvo a bien dejar.
-Dijo que cargáramos con él y utilizáramos los dos carros. Que una vez cruzado el desierto, cada uno buscara su camino, esperando que no cayerais en desgracia nunca más. Dijo también en cuanto a los guardias, el alguacil y su esposa, que los dejáramos a todos en paz; que dejáramos su carro y sus caballos intactos. Dijo que tras este desenlace el alguacil no habría de volver a dirigir prisión alguna y que se vería obligado a volver a la ciudad. ¡Y vámonos ya de una vez! No sé vosotros, pero yo tengo ganas de caminar libre, comer un buen filete y beber hasta perderme en las carnes de alguna mujer de jornal.
Marcharon todos, directos a por los dos carros del cargamento y a por el que usaba el alguacil; arramblaron también con los caballos y con las armas del personal. Lo siguiente no fue una pelea sino una batalla campal, pues, unos atacaron a otros, por hacerse un sitio en el transporte con el que escapar. Salió el primer carro medio vacío, con los tipos de dentro disparando sobre los demás. El segundo rompió una de sus ruedas al chocar de lleno con un puntal. Salió el tercero más lleno y pacífico, al ver la falta de oportunidad. Salieron por último todos los caballos dejando tras de sí un patio de cadáveres ensangrentados como único testigo de los presos del penal.
Y Fred, solo, único consciente en el patio, hizo acopio de agua, tomó un rifle, se cargó a la espalda al reverendo y, aprovechando el fresco nocturno, comenzó a caminar.
-Tu duerme, maldito reverendo, que solo nos queda el desierto. Duerme, pero reza en tus sueños como si el jodido cielo fuera a cerrar.
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