Llovía como si alguien disparara 100 gatlings desde el cielo.
Las gotas se estrellan contra el sombrero, el sobretodo y cubren al caballo que hunde cascos en hierbas y fango.
Cuando llueve de verdad en la extensa pradera; cuando el agua fría lo envuelve todo y cala hasta los huesos; justo entonces, completamente empapado, ya nada importa y la lluvia se convierte en abrigo.
No importa el reguero que cae por el extremo del ala, no importa el charco en las botas ni el vapor que surge al respirar. El jinete sabe que de momento no notará los dedos helados arañando sus huesos ni los sudores ni el tiritar. Todo eso le alcanzará cuando al llegar al destino cambie de nuevo de medio y acoja un mínimo atisbo de comodidad.
Era una casa maltrecha, única superviviente de un huracán.
Cuatro tablas mal puestas entre las que se adivina una luz. En un costado, bajo un pequeño porche, descansan dos postes doblados con argollas en la parte superior, uno de ellos sirve de puerto seguro a un caballo pinto que se oculta bajo la techumbre.
El jinete nota el agua dentro de la bota al hundir los pies en el fango. Ata su caballo junto al pinto y golpea nudillo contra la puerta.
La luz parpadea entre las tablas, se abre la puerta y aparece un rostro ancho y severo, recto como el rayo, de pelo blanco cogido en trenzas y dos nogales marrón encendido.
—¡Vaya! Y en el tercer día del diluvio, el señor mandó un pez de los buenos...
El jinete resopla algo de agua y dibuja una sonrisa.
—Hola Patty.
—Jake, hacía mucho tiempo. ¿Años?
—Algo más de una década.
Jake observa por encima del hombro de la mujer el espacio iluminado, emborronado por el calor de una estufa encendida.
—Pasa, anda. Deja las cosas en la percha y acércate a la estufa.
Al lado de la puerta brotan tres grandes clavos doblados, uno de ellos con un abrigo grueso, algo raído en la base. Cuelga sombrero y sobretodo, se acerca a la estufa, deja la ropa repartida entre los respaldos de las dos sillas de la casa y se sienta en un banco frente al calor del fuego.
—Toma, así entrarás en calor.
Jake toma la manta de tejido áspero que ni el tiempo ni el uso han conseguido domar.
—Gracias —dice mientras observa las paredes de tablones milagrosamente unidos, inclinadas con la parte superior hacia adentro haciendo equilibrio para sostener el tejado—veo que echabas de menos los tipis...
—Vete al infierno. Esta casa aguanta todo lo que le echen. —Da un par de golpes a la pared más cercana y, pese al temblor de toda la estructura, ningún trozo de aquel constructo se atreve a llevarle la contraria.
Una tabla sobre cuatro troncos hace de cama, a la derecha de la estufa un arcón cerrado, cuatro estantes guardando lo necesario para cocinar y, en medio de la estancia, una mesa bajo un quinqué colgado del techo y un libro abierto sobre la mesa.
—El libro, ¿aún sigues con lo mismo, eh?
—Nunca lo dejé, Jake. Soy ministra del Señor. —El rostro oscuro se ilumina de cierta solemnidad.
—Por supuesto, reverenda. ¿Tienes algo para calentarme por dentro?
Patty se acerca al arcón y le pasa una botella.
—Toma, dos tragos máximo, que luego nunca repones. En un mundo donde hay gente que rinde culto a serpientes, donde, aunque la mayoría lleva la pólvora en la sangre, surgen comunidades pacíficas, donde hay gente que permite matrimonios múltiples y otros que se adentran en las montañas, huyendo de lo que los suyos intentan crear; ¿en serio vas a decirme que no puedo responder a los designios del señor?
—Nunca perdería el tiempo así. Yo no tengo ninguna duda, reverenda. Siempre me gustaron más tus historias que las de otros. Además, te necesito con todas las fuerzas que puedas invocar.
—Hace tiempo que nevó en mi cabeza. ¿No querrás que volvamos a las andadas?
—Justo eso mismo.
La reverenda toma la botella, se moja los labios y deja que la lengua note el ascua encendida del alcohol.
—¿Motivo?
Una sonrisa se dibuja en el jinete.
—¿Qué tal vivir?
—Te escucho...