Ilustración de Cortés-Benlloch
Linda pisaba con fuerza, pese a los años, al son de ánimo inflamado. Su rostro iracundo, oculto bajo sombrero y pañuelo, castañeteaba los dientes más por rabia que por frío. En su cabeza martilleaban las últimas palabras. ¿Cómo podía haberle hecho eso, a ella! Recordaba las frases, los gestos, todo lo que siempre le había funcionado y con lo que, ahora, no había obtenido sino ausencia y vacío.
Le quería, de hecho no podía imaginar una vida sin él, pero jamás hubiera pensado que las cosas acabarían así. Ella siempre sabía lo que era adecuado para ambos y él era consciente de ello. Ahora aquel idiota, por un absurdo, estaba a punto de echar toda una vida al mismo fango que ensuciaba la blanca nieve amontonada a ambos lados de la calle.
Se detuvo un segundo y quedó observando el lujoso edificio del hotel.
Ese estúpido de Owen necesitaba que ella volviera a tomar las riendas. Se acabaron los ideales y demás idioteces; el honor había matado a más hombres que cualquier guerra. Hacía falta alguien inteligente, alguien capaz de tomar las decisiones más complicadas y de saber cuándo sacrificar el amor propio en favor de una vida mejor, o de conservar la misma. Le gustaba su imbécil, ese iluso soñador que seguía aferrado a sus principios como orgulloso marino sobre una triste balsa de troncos. Lo miraba y admiraba: deslumbrante, loco, como nacido en otro mundo, y atesoraba esa sensación que recibía al estar a su lado. Pero ya no habría más él si se quedaba de brazos cruzados, pues nada queda del soñador cuando este decide elevarse a su meta final. No había otra salida; solo quedaba hablar con Thorn, avisarle de los planes de Maggy y hacer que su marido quedara al margen de toda venganza. Comprendía la necesidad de tal acción, sabía cómo jugar sus cartas; y, sin embargo, ahí estaba, a pocos metros de la puerta del hotel, incapaz de mover un solo pie.
¿Pero qué era lo que pretendía salvar realmente? Si hablaba con Thorn y sacaba a Owen de aquel plan, librándole de cualquier posible castigo, nada quedaría del hombre que conocía; en su lugar volvería un ser derrotado, más abatido aun por la traición, que pasaría el resto de sus días con el pesar de no haber hecho nada por segunda vez. Odiaba admitirlo, pero cuando Abby llamó a su puerta, Owen volvió a ser aquel hombre que cantaba, tronaba y sonreía al mundo; Owen no calculaba al caminar ni estudiaba las huellas que dejaba atrás, prefería vivir en la frontera, levantándose de cada caída para seguir adelante. Nada de eso quedaría, solo la sombra marchita de aquel hombre, que consumiría su vida, incapaz de perdonarse...
No podía. Jamás podría dormir sabiendo que por salvarle habría acabado matándole.
De lejos llegaron los tañidos rítmicos del herrero, golpes secos afilados en agudos; la única respuesta a sus pensamiento. Cambió de rumbo y acudió directa.
Cuando Tom la vio acercarse, dejó a un lado el martillo y secó su frente con el trapo tiznado. Su único ojo sano estudió los movimientos de Linda, leyendo la ira y la urgencia. Pocas palabras fueron necesarias, ni siquiera un saludo, antes de que sus voces chocaran.
―Tom, quiero que cojas todo lo que te dejó Owen. Quiero que vayas a la ciudad y contrates a todos los que puedas gastando hasta el último centavo. Owen se ha marchado con esa maldita carta, y nada parece poder detenerle, así que quiero todos los brazos que puedas reclutar junto a él.
―Linda, piénsalo bien, eso te dejará sin nada.
―¿Pero en qué momento os ha dado a todos por pensar que podéis discutirme? ¡Es mi dinero y yo decido!
―Pero Owen me dijo que hablaras con Tim, en la ciudad...
―Owen me hizo poseedora de ese dinero en el mismo momento en que se marchó con ese maldito pedazo de papel y el hambre atroz de una deuda sin saldar, así que haré lo que considere oportuno.
―De acuerdo, Linda. Se hará como tú digas. Pero no tengo acceso ahora al dinero, se suponía que lo pedirías al pasar unos días, en el caso de que Owen no volviera...
―Pues quédate todo ese maldito dinero cuando lo tengas, ¡pero busca ayuda!
―Te digo que de momento no tengo nada con que conseguirla. En este mundo, nadie trabaja gratis...
―Tom, sabes que va a morir...
Linda no habló más. Solo se quedó mirándole, con el alma desesperada y una sombra de ruego que parecía quebrar la rígida mueca de odio que empedraba su rostro.
Tom la miró fijamente y echó un vistazo a su viejo spencer, olvidado, descansando en un rincón, junto a un par de cajas rotas y un barril de clavos oxidados.
―De acuerdo Linda, no se hable más. Yo iré a su encuentro, y en cuanto lleguemos a la ciudad me ocuparé de contratar a más gente.