Golpes en la oscuridad, metal pesado entrechocando; mazazo de aldaba que arranca del sueño. A tientas se calza, cruje legañas al abrir los ojos, camina errático y, aun enfocando imágenes, abre la puerta. Con la luna a la espalda, levemente iluminada por el farol de la entrada, aguarda una figura alta, cabizbaja, de sucias botas y sombrero viajero entre las manos, a la altura de la cintura. Levanta la cabeza y un hondo surco, rasgando el ojo derecho, aparece en su rostro.
Preguntar, cerrar la puerta, pedir auxilio, atacar... parpadeo de duda interminable.
La figura apartó el sombrero y en su mano derecha brilló un revólver.
Entonces todo quedó claro. Miró hacia atrás, tomó aire y el frío cañón ahogó el grito.
-¿La señora?
El joven, en medio de la sala, protegido únicamente por su pijama de algodón, hizo señas con los ojos hacia arriba de las escaleras.
La figura emitió un siseo y dos hombres más cruzaron la puerta, llevaban sombreros de ala ancha y un pañuelo bien atado dejando solo los ojos a la vista.
-Ocupaos del servicio, vigiladlos y si escucháis un disparo, ya sabéis lo que hay que hacer.
Hablaban una extraña mezcla de susurros y gestos, parecida a la empleada por los indios en los tiempos de cacerías y capturas.
Comenzó a caminar escaleras arriba, ignorando el ocasional crujido, pisando más fuerte cuanto más cerca estaba. Y un leve temblor brotó de dentro de la habitación.
-¿Quién es? ¿Tom, eres tú?
Se detuvo y dejó que las palabras colgaran de un cable en medio del silencio. Escuchó pasos suaves de pie descalzo y el crujido callado de alguien apoyándose en la puerta para escuchar. La presión fue disuelta y una mano giró lentamente el pomo.
Esperó hasta el primer resquicio para empujar con fuerza y entrar en la habitación, mientras la señora, en camisón, intentaba recuperar el equilibrio. Aprovechó para desarmarla y se alejó de nuevo un par de pasos, hasta cerrar la puerta con la espalda.
-Señora Wilberd, haga el favor de ir a la cama y apagar la lámpara.
-¿Quién es usted? ¿Cómo se atreve?
Él la reprobó con un gesto y alzó el revólver amenazante. Después, volvió a hablar con tono amable.
-No levante la voz, la oigo perfectamente. Ahora, haga el favor de apagar la lámpara y quedarse sentada en la cama, frente a la ventana, donde pueda verla.
La señora Wilberd decidió ganar tiempo para analizar la situación. Obedeció tranquilamente, mientras se obligaba a expulsar el eco del sobresalto y a recuperar la entereza. Se arregló como pudo el pelo, se echó por los hombros una de las sábanas y se dirigió a él con dignidad.
-De acuerdo, señor, ¿podría decirme ahora el motivo de su visita?
Él la escuchaba y la vigilaba por el rabillo del ojo, pero en todo momento perdía la mirada a través de la ventana, en las oscuras calles de la ciudad donde un joven avisaba a un policía e iba corriendo con él hasta perderse en la selva de edificios.
-Soy Sam Evans, el hermano de Pat, ¿le dice algo eso?
El nombre solo produjo desconcierto.
-¿Debería sonarme?
-Él hizo un trabajo para usted, hace tiempo. Un susto a una joven y el robo de un arma, un rifle de un caballero viudo a quien nadie echaría de menos...
Entonces sí. Los ojos fueron los primeros en cambiar; después vino el rostro, ejecutando el gesto placentero que surge al hallar la respuesta, para después oscurecerse al comprender la naturaleza de la misma.
-Nada le ocurrió a su hermano, al menos aquí.
-Pero no gracias a usted, ese rifle iba a ser su primer escalón del cadalso. Y, por si le interesa, sí murió, ahorcado; la joven que usted quería escarmentar le delató.
-Pero, señor Evans, no veo qué pueda hacer yo al respecto. Lo único que puedo ofrecerle es dinero; quizás así podamos arreglarlo.
Afuera la calles seguían vacías, con el titilar leve de algún farol y más sombras que vida. Arriba, las azoteas se recortaban en negro contra el brillo nocturno de la luna.
-De acuerdo, arreglémoslo entonces.
-Ahora no dispongo de gran cantidad, pero hay joyas...
Sam seguía atento a la ventana. Como un halcón, sobrevolaba todo el barrio, escudriñando el mar de tejados y azoteas.
-¿Cuánto?
-Unos mil dólares.
Pareció distinguir una sombra, haciendo equilibrios en la noche... nada... puede que fuera una falsa alarma.
-Vamos señora Wilberd, alguien de su posición debería disponer de algo más de mil dólares.
-De acuerdo señor Evans, veo que sabe insistir, hay una caja fuerte en el piso de abajo...
No, ahí estaba, una sombra claramente definida. No quedaba ninguna duda, solo faltaba esperar que todo se confirmara.
-Eso suena bien, ¿cuánto en el piso de abajo?
-Dos mil, puede que tres mil. También hay alguna pieza de oro. Amigo hoy está usted de suerte; llévese todo cuanto quiera y dejemos este asunto zanjado. ¿Qué me dice, vamos abajo?
Vio un par de chispas y adivinó el pulso de una llama. Casi pudo escuchar el chirriar metálico de la portezuela de la linterna.
-No.
-¿No? ¿Por qué no, señor Evans?
Al fin, la llama lamió la mecha impregnada de combustible. Pronto se halló cómoda y creció entre los cristales hasta brillar clara y nítidamente. Entonces, la sombra movió la linterna en la cadencia acordada y Sam se giró hacia la señora Wilberd. Levantó el arma y expulsó de un fogonazo la bala de plomo que acabó alojándose en su cráneo, haciendo que la mujer cayera sobre el colchón con el rostro congelado un instante antes de asimilar la sorpresa. Un segundo después, tres disparos más sonaron en el piso de abajo.
Cuando Sam bajó las escaleras, todo estaba ya dispuesto para la huida.
La policía detuvo un coche cerca de las afueras, habían derribado al cochero de un tiro en la espalda, justo en el momento en que intentaba abandonar el transporte para subirse a un caballo. Dentro del carruaje encontraron los cadáveres del servicio de la señora Wilberd. No tardó en descubrirse el cuerpo de la mujer.
A la mañana siguiente, los periódicos hablaban de la muerte de la señora Wilberd. Todos guardaban silencio y una suerte de indefensión atravesó sus mentes como dolor frío de metal agudo. Muchos se apenaron y muchas deambularon perdidas, vacías sin orden ni organización. De viva voz se escuchaba el lastimero “pobre mujer”, pero por dentro se sentía el dramático “la reina ha muerto”. Hubo quien no supo cómo encajarlo, quien creyó ver caer la fuerte estructura que ellas crearon. Y hubo quien decidió que era el momento de tomar el trono, quizás demasiadas, pues cuando hay un único objetivo cualquier candidato se convierte en multitud. Aquel vacío generó una guerra lejos de las calles, los campos de batalla o los territorios salvajes. Una guerra que se libraría en la iglesia, los mercados y vecindarios. Una guerra que nadie percibiría a simple vista pero que estaba a punto de sacudir los cimientos de la ciudad.
Aquella mañana, en uno de los clubes, un caballero plegaba un periódico tras ojear solo la primera página. Se despidió con educación, cogió su bombín y su bastón negro y salió sonriente a disfrutar del día. Respiró hondo y miró hacia arriba, al disco que brillaba, en el limpio azul, grande, brillante y dorado.