Esgrime la pluma firme en la mano. Mira, vago, el libro de cuentas. Barba y bigote, sin la cera que los atiesa, caen lánguidos hasta la boca del estómago. Y sigue en trance hasta que una gota de tinta rompe el orden del papel en blanco. Cierra el libro de un golpe expandiendo la mancha, devuelve el útil a su tintero y observa la bolsa, repleta de dinero, en medio de la mesa. Acude de nuevo a las últimas palabras; sencillamente no puede creerlo.
“...Así es, le ofrezco a Vera O'hara y a Kornelius, dinero más que suficiente para cubrir sus deudas y un lugar donde hacer fortuna. Solo tiene que satisfacer su sed de venganza, demasiado tiempo postergada... trabaje para mí y la noche volverá a ser tiempo de descanso...”
Se había levantado sin esperar reacción alguna, dejó la bolsa y se marchó tan repentinamente como había llegado. Se detuvo solo un segundo, justo antes de abandonar la tienda, para coger su bastón, ponerse el bombín y decir sus últimas palabras:
“No se moleste en contestar; ya sé la respuesta. Esté atento a los periódicos, cuando su actual valedora caiga, será el momento de que comience a actuar.”
Intentó contar el dinero, pero el remolino de información engullía las cuentas. Las frases entrechocaban, agolpándose, e intentaba desgranarlas una a una, para poder enfrentarse debidamente a los hechos.
“Es impensable que alguien pueda acabar con la Sra. Wilberd, pero si ese tipo deja todo ese dinero como quien da unos pocos centavos, bien puede haberlo arreglado... y ¿cómo sabía lo de las deudas?... ¿y lo de Vera y Kornelius?... Moodley; contigo o contra ti, ¿verdad? Un momento, hará un par de meses que acude menos gente a las funciones... ¿Cuándo se escaparon los malditos chinos?... y esos moralistas que hace poco que vienen a estorbar... demasiados cabos... Y, delante, mucho dinero y el dulce bálsamo de la venganza. Vamos Andrew, sé listo, tienes mucho que ganar; ¿acaso no quieres ver el rostro frío de esos dos? Recuerda el día que te apuntaron, como si fueran algo más que insignificantes piezas de feria. Eso es, en esa bolsa tienes el arma de tu venganza.”
Se levantó y llenó el aguamanil. Se lavó a conciencia, dejando que el frescor aclarara las ideas. Se puso el traje de ceremonias, se colocó el sombrero y enceró la estrella de cuatro puntas de su bigote y barba picuda.
Fue a la sala donde descansaban los suyos y les despertó lanzándoles monedas. El gigante, con el eterno recuerdo de su maquillaje azul, miraba embobado las monedas y la sonrisa dorada de su señor. El resto de freaks abrieron los ojos como platos y acudieron ante la llamada del amo.
-Tomad, aquí tenéis parte de lo que siempre fue vuestro. Este es el pago justo por vuestra dedicación y empeño. Y había más, mucho más; pero los perros traicioneros que nos abandonaron se lo llevaron. ¿Acaso no os acordáis? Se marcharon, llevándose todo lo que estaba guardando para vosotros, y se atrevieron a amenazarme, a mí que me encargué de que jamás les faltara algo en el plato. Él lo vio.
El gigante asintió mansamente, evitando la mirada de ira y el dedo acusador.
-No temáis, sé que fueron malos tiempos. Sé cuánto dolieron los castigos, pero con su huida pusieron algo de veneno dentro de cada uno de vosotros, que solo con sufrimiento se consigue extirpar. Hay hechos que llenan la cabeza de absurdas esperanzas que no hacen sino aumentar el quebranto amargo al revelarse inalcanzables. ¿A dónde hubierais ido?, ¿dónde hay sitio en esta sociedad para seres como vosotros? Ellos jamás os verán como yo, se maravillan al saberos encerrados, pero temen y desprecian la idea siquiera de veros libres caminando por las calles junto a sus hijos y mujeres. Solo hay una cosa que esta sociedad respeta, y es esto mismo:
Andrew metió las manos en los bolsillos y sacó los puños llenos de monedas.
-Con esto no hay monstruos, no más hombre-bestia, sino el Sr. Tadeus Free; pues, ¿quién se fija en los rostros, teniendo delante el oro? Ponía yo, todo mi empeño en conseguir, no ya vuestra inserción en la sociedad, sino la superioridad ante aquellos que se creen mejores simplemente por ser mediocremente iguales.
Los rostros se mantenían fijos en el brillo del metal, mientras escuchaban atentamente aquellas palabras y casi saboreaban la posibilidad de pasar del último escalafón de la sociedad al más alto.
-Hoy se me ha presentado la oportunidad de recuperar lo que es nuestro y conseguir las riendas de vuestro futuro. ¡Sé dónde están los perros que os traicionaron, que os envenenaron y por quienes fuisteis castigados! ¡Sé dónde se encuentra el final de estas miserables vidas y el comienzo del paraíso en la tierra!
Lanzó más monedas; y varios pares de ojos desorbitados a duras penas podían creer que más dinero saliera de allí. De repente, con cada tintineo, en cada uno de los recuerdos de los golpes, las humillaciones y los tratos vejatorios, como producto de un proceso alquímico, desaparecía la cara del maestro de ceremonias y surgían en su lugar los rostros de Vera y Kornelius.
Andrew alzó la voz y un chisporroteante tronar retumbó por toda la sala. Escupió la bilis tantos años enquistada, vomitando palabras, con los ojos encendidos, bigotes y barba erizados como patas de araña, tejiendo la trampa en la que enganchar a aquellos infelices. Todos y cada uno bebieron del odio y comenzaron a notar la sed insaciable de la sangre. Todos y cada uno vieron la salida de su desdicha, el final de su sufrimiento y la cercanía de la gloria, a través de la muerte y la violencia. Y una ira aletargada creció entre ellos hasta desbordarse.
Muchos hablaron de los extraños aullidos que se escucharon aquella noche. Los gritos y alaridos que surgieron de aquella tienda y cubrieron los alrededores. Al día siguiente no había ni rastro de la feria, solo unas huellas de carro que nadie se dio prisa en seguir. Aun hoy hablan de seres enloquecidos que acabaron con la gente de las afueras, pobres diablos que tuvieron la desgracia de estar delante el día en que los desechos se convirtieron en bestias.
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