A su espalda se yergue el esqueleto crujiente y torcido de un pueblo anémico, unido aún al cavernoso útero reseco que dejó de nutrirlo con pepitas de oro.
El elegante traje de lino blanco, bastón de talla plateada y sombrero de paja, junto a una cruz ensartada en el suelo, gira con el pulgar su anillo hasta situar la efigie de Augusto ante sus ojos... y recuerda.