lunes, 21 de diciembre de 2015

Mejoras

Ilustración de Cortés-Benlloch

La luz de la mañana, grisácea y tenue, aclaraba la tierra escarchada de la única calle del lugar. Dos hombres acudían a su encuentro. Uno, de andar cansado, traje recio y cara afligida; otro, de caminar irregular, rostro redondo e indumentaria formal.

Peter caminaba con los acontecimientos recientes enmarañando aun la razón. Aceleró el paso, devorando la distancia en que el saludo es irrelevante y la mirada se vuelve incómoda, hasta que una clara sonrisa apareció en el rostro del Sr. Cook y las palabras se llevaron todo recuerdo de la disputa.

-Peter Hill, buenos días tenga usted.

-Buenos días, Cook. ¿Qué tal van las cosas?

-Pues la verdad, no puedo quejarme. Las cosas van muy bien últimamente. Mire lo que me acaba de llegar.

El Sr. Cook sacó la mano de su chaleco y mostró un reluciente reloj de bolsillo dorado. Pasó el pulgar por él, acariciando el grabado en que aparecía su nombre: Eliah P. Cook.

-Es de uno de los relojeros más reputados del país, hecho expresamente para mí con los mejores materiales; nada de baratijas. La maquinaria es increíblemente precisa y en la esfera aparece, marcada con mis iniciales, la hora de mi nacimiento.

-Ha debido costar lo suyo.

-Lo suyo y lo mío, amigo. Pero ya le digo que ha valido la pena. Llevaba meses esperando que llegara.

Estaba encantado con aquella pieza. La admiraba, abriéndola y cerrándola una y otra vez, mientras hablaba.

-Ciertamente, desde que comenzaron a venir todos esos señores de ciudad, las cosas han mejorado bastante por aquí. Pero qué le voy a contar a usted. Seguro que recuerda el tiempo lejano en que se veía obligado a dormir en un cuartucho, junto al resto de trabajadores.

-Ya lo creo. Como para olvidar aquellos días y el hedor de la habitación. Aunque guardo un buen recuerdo del viejo Gus, de Nat, Alfred y los demás.

-Por fortuna, las cosas han cambiado mucho para todos. Mi tienda nada tiene que ver con lo que era y ahora usted puede disfrutar de casa propia y un trabajo con el que vivir cómodamente.

-Cierto, ahora mismo iba a ver si Tom ha podido arreglar el eje del carro, ayer empezó a hacer ruidos y prefiero ir antes de que sea demasiado tarde.

-Sabia elección. ¿Y su señora, qué tal está?

El rostro de Peter se ensombreció.

-Está bien, aunque algo preocupada. Al parecer ha llegado una chica nueva al hotel, parece algo más joven e inexperta de lo acostumbrado... pero bueno, son cosas de mujeres, supongo.

-Por supuesto, amigo. No debe preocuparse, se trata de tribulaciones innatas a su género; más aun teniendo en cuenta su infeliz pasado.

Peter encajó mal aquellas últimas palabras y un golpe de calor se concentró en su rostro.

El Sr. Cook leyó su expresión y se apresuró a embrear su charla.

-Pero es comprensible. Está bien que ocurra en ellas; forma parte de su naturaleza y a ella deben responder. Toda esa simpatía, esa conexión extrema que roza lo absurdo, se tornará virtud en el momento de cuidar la progenie. Nuestro caso, por otro lado, es diferente. Debemos permanecer al pie del cañón sin que nada ensombrezca nuestro ánimo. Uno no puede permitirse ese tipo de sensibilidades.

El Sr. Cook observó de nuevo el reloj, deteniéndose en el pulido especial de los bordes, la tibieza sedosidad del metal y el trazo regular y armonioso de las marcas de la esfera. Empujó con delicadeza la tapa, regodeándose en la suave presión y el claro y limpio chasquido del mecanismo de cierre, y una sonrisa infantil apareció en su rostro.

lunes, 7 de diciembre de 2015

Semillas

Observaba, entre las esquinas heladas de la ventana, la puerta ya cerrada. Seguían presentes en su memoria los ojos asustados de aquella joven. No hubo sonidos, pero resonaba el ruego suplicante en su cráneo, mientras maldecía la gélida zarpa que aprisionó su cuerpo y su voz. Quisiera haber podido avisarla, haber evitado su entrada y detener, con solo un gesto, el fatal desenlace que había comenzado cuando aquella joven traspasó el lujoso umbral.

Un carraspeo, seguido de un golpe de tos seca y arrancar de flema, la extrajo de su ensimismamiento.

Rascar de ropa interior de cuerpo entero, chasquido de lengua y pasos arrastrados hasta la jofaina.

Escuchó el sonido de agua vertiéndose sobre recipiente de porcelana, resoplidos y frotar húmedo de rostro y toalla.

-Buenos días, mujer. ¿Qué haces ahí?

Se giró con una sonrisa amplia, de fondo triste.

-Buenos días. Ha llegado una chica nueva al hotel del Sr. Thorn.

-Ah.

El hombre dejó la toalla y apartó una de las sillas de la pequeña estancia; se acercó y colocó ambos brazos sobre la sencilla mesa de madera. A su espalda, la cocina rugía entre llamas y ascuas, y brotaba, humeante, el agradable aroma a café.

-Peter, es solo una chiquilla.

-Algunas empiezan pronto, Lisa... Bueno venga, ¿vamos a desayunar o qué?

La mujer puso un plato con carne seca, huevos y algo de pan ante su marido. Cogió la cafetera, envolviendo el asa con un trapo, y se detuvo un segundo.

-Pero es que ella no es de esas.

-Lisa, dejémoslo estar, ¿de acuerdo? ¿Has hablado con ella acaso? Es asunto del Sr. Thorn.

El hombre masticaba feliz y acercó la taza en busca del caldo negro.

-¿Y tú?, ¿no comes?

Ella se sentó frente a él, apoyando las manos delicadamente.

-No, no tengo hambre.

Él cerró los ojos y resopló.

-He dicho que lo dejemos estar. ¿Me oyes?

-Pero, Peter, es que estoy segura de que esa chiquilla no es de esas. No sabe dónde ha acabado. Solo de pensar todo por lo que va a pasar...

El hombre descargó el puño cerrado y comida y café se mezclaron sobre la mesa.

-¡He dicho que no se habla más! ¡Eso es cosa del Sr. Thorn y nosotros no tenemos nada que decir! ¿Tengo que recordarte que si no fuera por él, tú aun seguirías allí, entre esas cuatro paredes? ¡No olvides que fue él quién te permitió venirte conmigo! ¡Es él quién ofrece el trabajo que trae comida a la mesa y mantiene vivo este pueblo!

Ella dejó el silencio como respuesta y quedó la bruma eléctrica flotando en el ambiente. 

El calor latía en las sienes del hombre, producto de la ira que brotaba, fruto de la contradicción. Cogió la taza y bebió el poco café que quedaba aun dentro, apartó el plato y se levantó.

Ella lo siguió con la mirada mientras se cambiaba en el dormitorio. Siguió sin decir nada hasta que escuchó un acallado "Adiós", acompañado de un portazo, y se dirigió de nuevo a la ventana, fijando la vista en el lujoso hotel.

Abajo, el hombre cruzaba la calle con paso nervioso. No pudo evitar echar un vistazo arriba y sus ojos se cruzaron; bajó la mirada y continuó su camino. A lo lejos, distinguió los descompasados andares del dueño de la tienda local y acudió a saludarlo.

martes, 24 de noviembre de 2015

Negocios

Un sol frío, hijo del alba, iluminaba tenuemente el pueblo dormido. Solo dos figuras se distinguían: un hombre adulto de rostro cuidado y ademanes seguros, en pie ante la puerta entreabierta de un lujoso edificio, y una joven, náufraga en el polvo frío, de grandes esmeraldas en un asustado rostro de suaves rasgos y pequeña boca tímida y carnosa.

-Vamos, pasa y hablaremos tranquilamente.

El viento gélido atravesó las calles, removiendo espirales de tierra en las esquinas, sacudió el vestido de la joven y robó un mechón de pelo a su tocado.

Intentó valorar lo que estaba ocurriendo antes de responder, mas la incertidumbre y el vértigo se arremolinaban en su cabeza.

-¿Pero... qué ocurre con el Sr. Bowler? Él me dijo que se encontraría conmigo allí, en el puesto de la diligencia.

El hombre miró al suelo, alzó la vista con los ojos apagados y negó con la cabeza.

-Lo lamento señorita, pero el Sr. Bowler no va a poder venir.

Los ojos verdes parpadearon y sus labios se entreabrieron en dudas y objeciones.

-No, lo siento. Falleció con todos los que iban en la diligencia de la semana pasada. Encontraron los cadáveres hace tres días, desprovistos de sus ropas, con la cabellera arrancada. Por eso mismo, ha tenido que viajar de noche; y aun así puede dar gracias de haber llegado con vida.

-Pero, el Sr. Bowler... él debía hacerse cargo de mi dinero, de mis cosas y de mi estancia aquí.

-Hará un par de días, salió una partida en busca de cualquier rastro. Si encuentran algo, no le quepa la menor duda de que le será devuelto. Pero, sintiéndolo mucho, es mejor que no cuente con ello.

-¿Y no dejó el Sr. Bowler ninguna indicación?

El silencio de aquel hombre dio la respuesta.

-¿Alguna orden de pago en el banco?, ¿una habitación reservada a mi nombre en el hotel?

-No hay constancia de nada así y todo cuanto llevara consigo se perdió con su vida... Será mejor que pase, jovencita, hace frío.

Él se apartó y abrió un poco más la puerta. Dentro, la nobleza de la madera, iluminada por la calidez de una de las lujosas lámparas, rivalizaba en confort con la suavidad del tapizado granate de muebles y paredes.

La joven podía notar el agradable calor que manaba de dentro y un acogedor olor a perfume sutil y agradable. Afuera, el frío cortante y la humedad acrecentaban el hedor del polvo y la suciedad posada.

-Ahora mismo no tengo con qué pagar.

El hombre la miró compasivo y habló con tono esperanzador.

-Si ha sido usted sincera, dinero no le ha de faltar. Lo que llevara encima el pobre Sr. Bowler debe darlo por perdido, lamentablemente, pero no así con lo que tenga en su banco. Lo único que tiene que hacer es contactar con ellos. Envíe una carta en la diligencia de la semana que viene y, en un periodo de quince días a un mes, podrá disfrutar de su dinero.

La joven miró con renovadas fuerzas a aquel hombre y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Subió un poco el vestido y movió uno de sus pies hacia el escalón de madera, dispuesta a coronar el entarimado del porche.

-Pues claro que he sido sincera, señor. Entonces, ¿cree usted que en ese tiempo podrá arreglarse todo?

-Por supuesto que sí. Solo unos días y podrá volver a disfrutar de todas sus comodidades.

Se asomó al umbral y el confort del calor la envolvió. Frente a ella, al final de la sala, una estufa de hierro al rojo vivo mecía la realidad con su calidez. A un lado, sobre una de las mesas, estaba dispuesta una humeante taza de té con leche, junto a un plato de pasteles y mermelada.

Sus ojos escudriñaron la comida y no pudo evitar relamerse. El hombre sonrió divertido y apoyó la mano en su espalda.

-Venga pasa, iba a desayunar ahora mismo. Algo me dice que te vendrá bien comer un poco.

-Pues la verdad es que no he probado bocado desde ayer por la tarde.

-También agradecerás un baño caliente, seguro que tenemos algo de ropa que pueda servirte.

-Se lo agradezco mucho, señor. En cuanto tenga mi dinero le pagaré todo el gasto que pueda ocasionar estos días, además de una justa compensación por las molestias.

-Bueno, eso no será necesario. Hasta que el dinero no se haga efectivo, será mejor que trabajes aquí. No es que desconfíe de ti, pero debes comprender que lo primero es velar por mi negocio.

La ilusión de la joven se quebró por un momento.

-Jajaja. ¡Vamos, no pongas esa cara! Considéralo simplemente como una aventura en el salvaje oeste. Será solo por unos días. En este hotel tratamos muy bien a nuestros empleados. Piénsalo, tan solo quince días y después podrás volver a tu vida anterior; si quieres podemos guardarlo en secreto, aunque, en mi opinión no hay nada vergonzante en el trabajo bien hecho. Quién sabe, lo mismo hasta es posible que acabes ganando más de lo que ganarías en el sitio del que vienes.

El frío de la calle azotaba su espalda, colándose por el pequeño resquicio que había entre su tocado y el cuello de su vestido. Sentía sus pies congelados, apenas notaba los dedos al moverlos. Mientras sus manos, al otro lado del umbral, se extendían ante el embriagador calor de las ascuas acunadas por el hierro.

-¿Y bien?, ¿qué dices, jovencita?

Ya lo había decidido. Un segundo antes de traspasar la entrada, envió una fugaz mirada al gélido exterior. Solo una ventana se entreabrió en una de las casas y un rostro de una mujer entrada en años la miró fijamente; parecía querer comunicarse pero no emitió sonido alguno; se limitó a observarla con la mirada triste, desesperada, hasta que la puerta se cerró y anuló todo contacto.

Calmó la duda con sorbos del humeante tazón y el morder crujiente y sabroso de los pasteles. El hombre le acercó el tarro de mermelada.

-Voy a indicar que te preparen una habitación y un baño. Come todo cuanto quieras y descansa.

Abandonó la sala, perdiéndose en uno de los pasillos donde el rostro de otra joven se asomaba curioso.

-Bertha, deja de espiar y prepara sus cosas. De momento dejadla que coma y descanse tranquila. Más adelante, avisas a Maggy y le dices que le explique cómo van las cosas aquí.

Siguió caminando, pero se detuvo al instante.

-Ah, y dile a Bowler que pare por un tiempo y que tenga más cuidado con las que elige; la chica es buen material pero apuntar demasiado alto puede traernos problemas. Dile también que quiero todo el dinero encima de mi mesa antes de mediodía.

martes, 10 de noviembre de 2015

Concatenación

-No lo puedes negar. 

-No lo niego, Brown. Ni yo ni ninguno de estos.

Los cuerpos, colgados del gran árbol, yacían frente a ellos mecidos por el viento.

-Pero estarás de acuerdo en que esta no era la manera.

-No lo era, pero, ¿qué más da?

El sheriff Duke observó más allá: el horizonte dorado, donde las nubes desaparecían y el sol fundía cielo y tierra.

-Piensa en la tranquilidad que traerá la ausencia de pistoleros.

-Pero, no todos lo eran.

-Si alguno no lo fue, está muerto. Nadie reclamará su cuerpo ni sufrirá su falta. Nada les ata a este mundo, solo un puñado de conocidos que continuarán sus vidas como si tal cosa.

-Aun así había algo en ese, el tipo que venía del norte. ¿No has visto cómo te miraba? Creo que nos equivocamos, casi me jugaría el cuello por su inocencia...

Duke echó un vistazo al rostro del cadáver: desencajado, con el odio y la incredulidad congelados en las pupilas. Recorrió el cuerpo hasta llegar al pie del árbol, donde un grupo de hormigas se abalanzaban sobre una presa que se revolvía inútilmente.

-Olvídalo Brown. Ahora importan tan poco como ese miserable insecto. Son solo sangre seca y carne muerta. Deja que se vayan al infierno y con ellos todos los fantasmas de este lugar.

Pero el tiempo pasó y los asaltos, robos y asesinatos no cesaron. El árbol obtuvo sus macabros frutos, cuerpos ajenos a aquella tierra, y el sacrificio expulsó por un tiempo el miedo del pueblo.

Mas continuó el desastre y se acabaron las ofrendas fáciles. Los asesinos seguían sin aparecer y, ante la imposibilidad de encontrar un nuevo culpable, todos miraron hacia atrás. Empujados por la desesperación, estudiaron los ahorcamientos y las actuaciones pasadas.

Fue entonces cuando brotó, tímida, una insinuación susurrada al oído idóneo: ¿y si fuera el mismo sheriff?, ¿quién sino había acabado con tantas vidas, calmando al rebaño, ganando tiempo para seguir con sus canalladas?

Y la insinuación, avivada por el temor, mutó de boca en boca, de conjetura a sospecha; silenciosa en inicio, creció abrazando la ambigüedad como escudo, hasta que todos encontraron la fuerza en el brazo de al lado. Unos a otros acabaron las frases, enhebrando los argumentos en un tejido común, odio por encargo, anclado en lo etéreo y escuchado.

La maquinaria se puso en marcha. El mismo sheriff Duke reconoció el gélido siseo de su criatura, el arrancar crudo de raíz y el cambio drástico que efectuaba en el hombre.

Echaron su puerta abajo una mañana gris. Tiraron de él hacia afuera y colgaron la soga del mismo árbol.

Notó las manos recias del verdugo, el abrazo atroz de la cuerda y un temblor eléctrico que recorrió su cuerpo.

-Duke Mulligan, ha sido sentenciado a muerte por asesinato, robo a mano armada, asalto y estafa. Que Dios acoja su alma, que su cuerpo alimente la tierra...

Apenas podía coger aire, imposible hablar; de todas formas, ¿qué importaba?, ya no quedaba nadie dispuesto a escucharle. Frente a él solo había extraños. La maquinaria había hecho su trabajo: solo un puñado de conocidos que, tras consumirse su vida, seguirían como si nada.

Entonces sintió el vértigo del parpadeo previo a la desaparición. Un minuto, puede que menos, el tiempo exacto de acabar aquella cháchara y dar la palmada al caballo que lo desterrara al vacío.

Ese minuto se eternizó, desagradable y estático. Las vidas segadas pasaron sombrías frente a él. Y observó entre los presentes al joven Brown, su ayudante, luciendo la placa. Adivinó las voces en su mente, la ausencia de toda responsabilidad y esa mirada calma y soberbia de quien está frente a un mero insecto.

Entonces escuchó la palmada, sintió su estómago trepando hasta la garganta, empujando el nudo hacia el cráneo, estallando en lágrimas de presión. Durante aquel vacío inacabable, concentró todas sus fuerzas en escupir un deseo; brilló como nunca, loco, pletórico e hiriente, hasta sentir la certeza de que aquel que tenía delante acabaría sus días allí colgado. Vislumbró una sombra de espanto en la cara de su antiguo ayudante y un embrión de carcajada surgió cuando la soga tiró de su cuello hasta apagarlo.

lunes, 8 de junio de 2015

Valoraciones

Las ramas extienden su sombra protegiendo a la figura del implacable sol de mediodía. Camisa blanca arremangada, pantalones desgastados, sombrero de paja moldeado por el uso y un bastón arañado con empuñadura oscura de vieja plata. Sentado en el suelo, frente al montículo donde descansa el fundador, apoya la espalda en el tronco del árbol, toma su pipa de maíz y raspa una cerilla contra la suela de su zapato.

Las hebras enrojecieron espoleadas por el aire que atravesaba la cazoleta. El crepitar anunció la columna de aroma intenso que serpenteaba hacia el cielo. DeLoyd retuvo la bocanada y tomó su tiempo regodeándose en el sabor amargo de monte, el ligero toque áspero y un último eco dulzón. Expulsó el humo, poco a poco, y dejó que la mezcla latiera antes de tragar saliva.

-Hola idiota. Después de todo las cosas han salido adelante. Como verás, tienes compañía. Ese de ahí te hubiera caído bien, era un hombre inteligente, de buena conversación y conocedor de cartas y humanos; pero, sobre todo, fue quien mantuvo en pie el saloon cuando comenzaron los problemas. Ahora esa tarea recae sobre los hombros de Vera y Bison.

DeLoyd avivó los rescoldos en la pipa. Echó un vistazo a la cruz de madera con el nombre de Kornelius tallado y envió varios anillos de humo al horizonte.

-El de al lado era un individuo peculiar, de los de darles de comer aparte. Vivo, astuto y despierto; un viejo Ulises borrachuzo que salvó la vida a golpe de lengua. Te sorprendería saber que fue él quien enseñó medicina a Tabitha, y eso que estaba medio ciego. Llegó poco antes de que empezara nuestra guerra y en ella acabó sus días; creo que te gustará.

La tumba era idéntica a la de Kornelius, salvo por la madera de la cruz, que insistía en seguir torcida, donde podía leerse claramente: Dr.Well.

-En esa última descansa un hombre del que poco sabemos. Pero, a juzgar por lo visto y escuchado, fue alguien sencillo, un punto simple y cabal. Algo me dice que sin él nunca hubieran llegado la viuda ni el reverendo; debió poseer esa suerte de fe que consigue mantener la vida en movimiento; creo que os llevaréis bien.

Dio un nuevo tiento a la pipa y se quedó observando el humo, disipándose alrededor de la cruz de madera con el nombre, Fred, tallado en ella.

-El resto están bien, Tabitha se ha ocupado de ellos. Bison deberá pasar un tiempo en reposo, ya veremos qué comemos mientras. Ralph tiene una herida en el costado al rojo vivo y Edgar anda cojo de la pierna derecha a causa de un disparo en la rodilla. El joven Jimmy también está cojo, aunque Tabitha dice que volverá a andar con normalidad; se quedará como alguacil, aunque hemos decidido entre todos ofrecerle el mismo pago que al sheriff; a buen seguro el señor Nake se apoyará en él en más de una ocasión. Jonowl sufrió un disparo en el hombro, nada serio, sigue en su arboleda pasándose de vez en cuando a vernos, aunque últimamente no le falta compañía ni atenciones médicas, ya me entiendes.

Sonrió y dejó la pipa a un lado. Extendió las piernas, cruzó los brazos tras la cabeza y dejó que el sombrero tapara sus ojos.

-¿Sabes Jed? Al final ha salido bien... A veces nos observo y me pregunto cómo ha sido posible; cómo pudiste saber a quién debías ofrecer aquellos papeles... Miro los cambios sufridos y casi no puedo creerlo. La única respuesta que viene a mi mente es que no pensaste demasiado lo que hacías, que te gastaste aquel dineral en este pueblo porque así te lo pareció, sin cuantificar el gasto; que repartiste aquellas concesiones a quien te fuiste encontrando y después nos dejaste, esperando que, pasara lo que pasara, fuera algo bueno. Toda una estupidez...

A través de los pequeños agujeros del sombrero el sol centelleaba entre las ramas movidas por una suave brisa que traía viejos aromas de polvo, aire libre y hierba seca.


-Hay que ver... todo ese dinero... solo un idiota lo habría hecho así. Lo curioso es que, por eso mismo, las posibilidades de que esto hubiera ocurrido son casi inexistentes; nadie en su sano juicio sacrifica lo razonable por una ilusión. Cada uno de los que estamos aquí somos hijos de un absurdo, una suma de decisiones fuera de lo establecido... contra todo pronóstico, existimos. Nunca imaginaría lo que esas decisiones han hecho de nosotros. Recuerdo los trajes y el dinero, lejanos y aburridos; de alguna manera tu enfermedad se ha transmitido a nosotros como una herencia; valoro más cada pedazo de este sitio que todo el oro que pueda acumularse. Lo digo y comprendo que no tiene sentido... cosa de idiotas y al brotar estas palabras de mis labios, todo parece más sencillo y liviano. Sé que no entiendes nada de lo que digo, porque el cambio lo hace cada uno de acuerdo a sí mismo; pero si tú eres la primera causa de esta idiotez, si tú eres el primer empuje de esta realidad paralela, no tengo otra cosa que decirte salvo, gracias Jed, gracias.

lunes, 1 de junio de 2015

Rellim

No hay sol ni luna, solo una creciente claridad conquista el cielo y baña la tierra. Las siluetas de los tejados se recortan contra un gris tímidamente azulado. El silencio ilumina centenares de huellas, costras de polvo ensangrentado y saca a relucir el enjambre de casquillos que voló de madrugada. Los hombres rendidos continúan firmes, ayudando a sepultar a los muertos o intentando alejar a los vivos de la noche.

En medio de aquel erial de sonidos, un caballo relinchó. Miradas cansadas se dirigieron a la entrada del pueblo, donde seis jinetes esperaban bajo el umbral con ojos fríos, ánimo fresco y colmillos afilados. En medio de ellos un rostro anguloso de cortes marcados y sombrero ancho parecía buscar a alguien entre la triste procesión de muertos en vida.

Los del pueblo observaban con el abandono del desengaño y la incredulidad. Hubo algún resoplido, miradas cruzadas y una risa corta estalló fruto de la impotencia. En realidad nadie quería saber nada. Veían la sombra de aquellos jinetes con la vana esperanza de que fueran meros espectros del pasado; pues sus cuerpos habían aguantado hasta las últimas, sus nervios se habían tensado hasta la delgadez extrema y habían latido dos vidas durante la madrugada. Acababan de descubrir que, cuando ya daban todo por finalizado, cuando el gozo de la supervivencia les otorgó el último aliento para cuidar de los suyos, el último zarpazo de Moodley, estaba a punto de comenzar.

El jinete apoyó sus manos sobre la silla de montar y siguió buscando con la mirada entre la gente, mientras el resto seguía sobre sus monturas, moviendo únicamente las pupilas, grabando en sus cerebros la posición de los posibles objetivos.

DeLoyd dio el primer paso. 

-¿Quiénes son, caballeros?

El jinete le ignoró, se irguió sobre la silla y gritó con voz desgarradora.

-¡Will Nake! ¡Sal de donde estés!

Los ojos del sheriff se abrieron, aquella voz le hirió como un viejo gancho que hendía de nuevo su carne agujereando la nuca. Se incorporó, sentándose sobre el camastro de la celda, y miró fijamente la puerta de barrotes abierta. Echó mano de Amy, para comprobar si estaba cargada, y se sorprendió titubeando. Un recuerdo llegó del pasado y rasgó su ánimo: otro pueblo, la soledad ante el enemigo, la liberación del abandono y el amargo rescoldo de la vergüenza.

-¿Estás ahí sheriff?

Revivió el hiriente egoísmo a su alrededor: las miradas suplicantes de quienes, hasta aquel entonces agradecidos, le exhortaban a huir y el estremecedor vacío de quienes callan esperando que el mal trago pase para continuar sus vidas. Hizo acopio de valor y levantó la vista más allá de los barrotes: el suelo de madera, su mesa y la vieja silla que continuaba, sorprendentemente, de una pieza.

-¡Vamos, Nake, soy Rellim! ¡Es a por ti a por quien vengo!

Recordó el peso de la maleta al colocarla en el carromato y el dolor latente al dejar atrás su casa. Recordó cómo, asaeteados por la conciencia, nadie acudió a despedirse. Y el dolor llegó de nuevo ante aquella voz que, habiéndole obligado a abandonar su mundo, ahora regresaba de nuevo para demostrar que ocurriría lo mismo una y otra vez, hasta que la muerte cortara el círculo. Buscó a tientas, bajo el camastro, su vieja taza, mientras continuaba alzando la mirada, siguiendo los listones de las paredes, hasta el marco de la ventana donde la claridad del alba atravesaba las aguas de vidrio. Entonces lo vio. Apoyado en la puerta, con la pierna vendada, Jimmy sonreía con una taza en su mano.

-¿Un último café, sheriff?

Will alzó su taza, vieja y descascarillada, echó un buen trago y sonriendo se dirigió de nuevo hacia el joven Jimmy.

-Amargo y mohoso, como debe ser.

Se levantó con un quejido y, conforme volvió a ganar altura, regresó el color a su rostro.

Pasó junto a Jimmy y el ánimo volvió a latir al escuchar sus pasos tras él. Afuera en el porche, Lily esperaba con un winchester entre las manos y la chistera del Dr.Well cubriendo parte de su níveo cabello.  Apenas recordaba ya el peso de la maleta sobre el carro, cuando de enfrente salieron Ralph y Edgar, con pasos cansados y alguna cojera cosechada durante la batalla. Entonces, Nake sintió el paso firme y seguro sobre el suelo.

-Bien Rellim, me buscabas... aquí me tienes. Esto es algo entre tú y yo. Deja a los tuyos al margen y  esta gente también lo hará.

-¿Esos? ¡Hubiera jurado que ya estaban muertos! ¡Casi sería mejor que te enfrentaras solo!

Los jinetes dispararon sus risas, secas y ásperas, a través de la negrura de su boca, hasta que un silbido, limpio y claro las cercenó. Arriba en la arboleda, el enmarañado rostro de Jonowl acechaba con los brillos dorados de su rifle. Parecía regresar el murmullo a las filas de los bandidos, cuando un nuevo silbido surgió del primer piso del salón donde la silueta armada de Bison apareció en una de las ventanas.

DeLoyd carraspeó y se dirigió a ellos.

-Me temo, caballeros, que no tienen nada a hacer. Somos más y dispuestos a jugarnos la vida. Si contaban con el miedo para hacernos retroceder, me temo que no va a ser posible. Por si aun lo dudaban sepan que dos más de los nuestros les apuntan desde las caballerizas y que allí en lo alto, en la campana, un reverendo y una mujer, que le acompaña, también esperan el momento oportuno para apretar el gatillo...

Los jinetes estudiaban todos los frentes y parecían otear, incrédulos, bajo la cegadora campana que relucía con los primeros rayos de sol, cuando una voz de mujer brotó de allí.

-¡Que conste que yo no acompaño a nadie, es este quien se pega a mí como una costra! ¡Eso sí, tengo mi henry apuntando a la cabeza del más gordo!

Las poses se descomponían, alguna de las monturas resopló ante la tensión de su amo y los cinco jinetes miraron a Rellim cuando el sheriff se dirigió a él con Amy en sus brazos.

-¿Y bien, qué dices Rellim? ¿Arreglamos esto tú y yo solos?

La mano del bandido se cerró con fuerza y el cuero de las riendas crujió bajo su puño. Miró a los suyos que apartaban sus bestias. Solo, frente a Nake, sin ninguna posición que lo encumbrara, se le antojaba más grande. Entre sudores aflojó los dedos y recorrió mentalmente la distancia hasta el revólver, apenas a un pestañeo antes de escupir muerte. Los otros se hicieron a un lado también, manteniéndose anclados a los bandidos. Nake se mantenía firme, pero el bandido no pudo encontrar sus ojos, pendientes como estaban de sus movimientos y su revólver. Comprendió entonces que a su enemigo ya no le importaba el enfrentamiento, que no estaba sujeto al miedo, como si ya se diera por muerto y solo buscara llevárselo por delante a cualquier precio. Sabía que era más rápido, pero notaba la extraña lejanía de su enemigo y las dudas enmarañaron su alma. Intentó un primer movimiento pero la mano quedó quieta, felizmente atrapada entre las riendas. Arengó a todo el brazo, pero solo llegó a aflojar los dedos. Decidió empezar de nuevo y concentró todas sus fuerzas en un solo movimiento y empujar así su ánimo anclado; mas, al llegar al instante que separa el pensamiento de la actuación, la mano se cerró de nuevo, tiró con fuerza de las riendas y, antes de que los suyos pudieran decir nada, clamó un claro y desesperado:

-¡Vámonos!

Espoleó el caballo como nunca y gritó a todo galope hasta herir la garganta, dejando que el aire engullera su aullido.

A lo lejos, en Canatia, no hubo gritos de júbilo; solo sonrisas, palmadas en la espalda, suspiros de desahogo y la gloriosa sensación que otorga la llegada del descanso.

lunes, 25 de mayo de 2015

El ataque

El sol ha muerto. Las nubes se desvanecen y la luna late fuerte en el cielo. Un viento fresco corta la asfixiante atmósfera del día, dando la bienvenida a una buena taza de café. Salvo los vigilantes, todos se arriman a la hoguera, entre el saloon y los restos de la atalaya del alcalde; pues cuando se escucha el aullido de la muerte durante tanto tiempo, nadie quiere ahogarse entre cuatro paredes y ceden a la liberación de enfrentarse al peligro.

Bison, aun convaleciente, cogió con un trapo una de las cafeteras; el gorgoteo ahumado invitaba al descanso. Fueron pasando las tazas, de mano en mano. Con el sorbo caliente, se cerraron los párpados y hondos suspiros expulsaron el exceso de celo del alma. No tardaron en surgir las primeras palabras, humor duro, nacido del sufrimiento, que varió el rumbo de los sentimientos y canalizó el ánimo en una columna de risas.

Desde arriba Jonowl y Tabitha escuchaban el jolgorio. Tapados con la misma piel curtida, aferraban sus tazas mientras brindaban con una sonrisa. Ella tenía su Smith&Wesson de 7 tiros, peso frío e incómodo junto al vientre, en su fajín. Él tenía cerca el cuchillo de su abuelo y aquel magnífico rifle que descansaba a sus pies, tapado con las pieles engrasadas, fuertemente anudadas, y aun así podía sentir el latido metálico del arma maldita, un pulso constante por abandonar la quietud mortecina del reposo. Hacía todo lo posible por ignorarlo, pero, en lo más interno de su ser, deseaba con todas sus fuerzas que fuera necesario empuñarlo de nuevo.

Abajo Vera comenzó a susurrar una alegre tonadilla. Su voz se quebró al llegar al pasaje donde Kornelius la recogía con la guitarra, llevándola de la mano hasta la última cuesta, donde se apartaba cortésmente y la dejaba crecer hasta congregar a todos los oyentes; incapaz de seguir, quedó ahogada en el silencio. Entonces fue Bison quien tarareó, y tras él, con la mirada fija en las llamas, fueron uniéndose todos los presentes. Vera esperó el momento, entró susurrando y, acompañada, fue creciendo de nuevo. La voz aumentó su curso hasta tornarse en limpio torrente, el resto de voces se alzaron, una botella se abrió y un jubiloso caos embrujó los cuerpos en animado baile.

Arriba en la arboleda, reían los vigilantes, daban palmas y seguían la música con los pies. Por un momento no existieron armas ni amenazas. Por un momento recuperaron la tranquilidad, marcaron a fuego sus ojos y, fundidos en un abrazo, unieron sus labios hasta que lo cálido y carnoso inundó toda consciencia. Se separaron con una sonrisa en la mirada. Los labios se entreabrieron y un titubeo se bifurcó entre acercarse de nuevo o emitir palabras; ninguna de las dos opciones tuvo lugar.

Un disparo retumbó en Canatia, el silbido del proyectil cortó el baile y el tañido herido de la campana convirtió el júbilo en alerta.

-¡Jinetes, por el norte! ¡Puede que quince o más, el polvo los tapa!

Jonowl movía ambos brazos, mientras las piezas doradas del rifle brillaban exultantes.

-¡Todos a sus puestos!

La estrella del sheriff reflejó el fuego embravecido de la hoguera.

A lo lejos, en el camino del norte, el grupo de jinetes se detuvo y el polvo engulló toda pista. Desde la arboleda los vigilantes permanecieron atentos a cualquier indicio de movimiento. Pero cuando la bruma terrosa se hubo disipado, una veintena de jinetes siguieron en sus puestos. Pronto aparecieron chispas y esquejes de llamas abrazaron la tela embreada de unas antorchas; segundos después, ya no era necesario aguzar la vista. Se escuchó el eco lejano de una arenga y el coro, en respuesta, gritó con sed de sangre. Del trote pasaron al galope y el polvo volvió a alzarse tras ellos, en su loca carrera hacia el pueblo.

Jonowl apuntó con el rifle. Recorrió con la mirilla cada uno de los jinetes, realizando las correcciones demandadas por la distancia. Memorizó pañuelos, ropas y sombreros; sellos de rápido reconocimiento, para tenerlos presentes. Siguió el cabeceo de sus monturas y tomó tiempo en distinguir sus armas. Les puso nombres, absurdos y rápidos, para evitar la confusión grupal.  Y cuando estuvo preparado accionó la palanca. El chasquido limpio y metálico despertó el espíritu de aquel arma con una ira casi celestial. Ahora más que nunca lo sentía vivo; el disparo a la campana apenas había provocado respuesta, pero al advertir los blancos, aquel arma tiró de él como un caballo desbocado; aun así era demasiado pronto. Invocó los grandes ojos emplumados, para ver desde afuera el momento adecuado en que comenzar a disparar. Escuchaba a su lado a Tabitha disponiendo la munición y creía verla, por el rabillo del ojo, comprobando el revólver por décima vez; pero su voluntad seguía anclada en el grupo atacante.

El estruendo de los jinetes se escuchaba claramente y un creciente temblor recorrió todo el pueblo. Edgar, Ralph y Curteys fueron a resguardarse cerca de la herrería, en el lugar que, según el fotógrafo, ofrecía mejor ángulo de visión. Bison y Vera esperaban en el último piso de la primera torre, mientras el Dr. Well reptaba bajo el entablado del porche del saloon. El sheriff, Jimmy y Lily apuntaban a la entrada del pueblo, desde los restos de la oficina y la atalaya del alcalde. Y, devorando los peldaños de la escala, Fred se encaramaba hacia la campana, mientras el reverendo y la viuda del desierto discutían por ver quién sería el siguiente en seguir sus pasos.

Con las prisas, la viuda resbaló un par de veces y Fred asió sus manos para ayudarla a subir. Los jinetes ya estaban cerca y el reverendo empujó desde atrás. Al sentir las manos del ministro del señor en su trasero, la mujer concentró toda la fuerza en su pierna derecha y envió al reverendo de nuevo al suelo. Comenzaron a oírse las quejas en respuesta y hubieran llegado las amenazas de no haber sido acalladas por el primer disparo de la contienda. Uno de los jinetes caía, a unos 200 metros del pueblo, y, al accionar la palanca, Jonowl pudo distinguir claramente un gélido canto en el vibrar del casquillo sobrante. Disparó y otro jinete cayó. Seguía el orden orquestado en su cabeza. Palanqueaba con ansia, y al apretar el gatillo vivía el gozo del proyectil liberado, aullando libre hacia su presa. Con cada detonación sentía un calor agradable disipado al instante, absorbido por el frío vacío del hambre. Entonces solo quedaba accionar de nuevo y enviar otro casquillo al aire. Otro objetivo caía pesado, habiendo segado su vida, antes de regresar a la tierra. Contó hasta ocho los caídos, cuando el noveno perdía su vida poco antes de que el resto atravesara el umbral del pueblo.

De los once bandidos que quedaban, tres fallecieron al llegar a la herrería; Ralph, Edward y Curteys llenaron de plomo sus cuerpos. Antes de que el resto reaccionara, el sheriff, Jimmy y Lily abrieron fuego desde la oficina: dos más murieron y otros dos, heridos, siguieron al resto de supervivientes hacia el final del pueblo, buscando cobertura en la casa del médico. La situación quedó paralizada. Los de la herrería mantenían sus puestos, abriendo fuego continuamente y los del sheriff esperaban el momento oportuno para acercarse, mientras Bison y Vera cubrían la calle central desde el saloon.

La lucha continuaba, pero ningún quejido rompía el continuo tronar de pólvora. Jimmy intentó acercarse un par de veces y a punto estuvo de perder los sesos. Bison y Vera optaron por salir del saloon en busca de un mejor ángulo de tiro. El cocinero llevaba su garrote, colgado del cinto, y una escopeta recortada preparada para escupir plomo. Vera caminaba lentamente enarbolando la pepperbox de Kornelius con ambas manos, aun recordaba el dolor de muñecas que causaba el encabritamiento del arma. Cuando el sheriff los vio, desde el otro lado de la calle, les hizo señas para que siguieran caminando resguardándose tras los postes del porche.

El sheriff vio el momento perfecto, avisó de que, a su voz, abrieran fuego. Así podría acercarse, con Jimmy y Lily, y rodear por la parte de atrás la casa del médico. Mas cuando la señal estuvo a punto de darse, fue la voz del reverendo la que tronó junto al tañido de la campana. Cuando quisieron darse cuenta, otro grupo de pistoleros había salido del cauce seco del río y estaba disparando al reverendo y compañía.

-¡Hay dos a la izquierda, tres a la derecha y por lo menos cuatro más siguen escondidos! ¡Fred, hazte cargo de los de la izquierda! ¡Señora, para usted los de la derecha! ¡Los del cauce de momento no son un peligro!

-¿Quién te crees que eres para darme órdenes, maldito reverendo loco? ¿Acaso crees que voy a asomarme ahí?

Las balas silbaban alrededor de la torre. Llovían astillas y se escuchaba el quejido metálico de la campana ante los plomos. El reverendo miró a Fred, este se asomó un par de veces pero tuvo el tiempo justo para apretar el gatillo de su rifle sin apuntar, antes de que una de las balas le volara el sombrero.

-Está bien, a grandes males grandes remedios.

El reverendo buscó en el bolsillo interno de su chaqueta y sacó un pedazo de tela con dos cartuchos de dinamita dentro.

-¡Lo que me faltaba por ver! ¿Tenías eso todo el rato encima?

-La señorita Lily consideró que podríamos necesitarlo.

-No sé yo si va a funcionara.

-El Señor está con nosotros, funcionará, ya verá como sí. Ustedes encárguense de hacer un poco de ruido, yo haré el resto.

-¿Qué?

Pero Zek ya no estaba para atender a nadie. Había encendido una cerilla y acercaba la llama a la mecha.

-¡Ahora, disparen!

Fred y la viuda asomaron las armas y dispararon hacia abajo, más por enviar plomo que en busca de un objetivo. Al poco las balas dejaron de subir con la misma insistencia y la mujer vio por el rabillo del ojo al reverendo observando fijamente la mecha encendida.

-¡Maldita sea, reverendo, tira ya ese cartucho!

-...y es amor, que quiere y perdona; pero también es justicia y castiga a quien osa dañar su obra. Porque aquel que haga el mal, por él será castigado...

La chispas seguían avanzando y se acercaban peligrosamente al cartucho.

-¡Vamos, cura del demonio!

-...por él será dañado y consumido, y será enviado a las llamas mismas del averno!

Se levantó y se asomó como si no hubiera peligro, alzó ambas manos y entre carcajadas lanzó el cartucho hacia la derecha. Ninguno de los bandidos tuvo tiempo de verlo tocar el suelo antes de que estallara. De los tres, solo uno salió corriendo hacia la calle central y tras él fueron los dos que estaban en la parte izquierda.

-¡Se van, no puedo creerlo, pero se van!

-¡Se lo dije señora, Dios está con nosotros!

Fred se incorporó y apuntó con cuidado, disparó y dio a uno de los bandidos en el hombro; este cayó al suelo, rodó y disparó dos veces. La primera bala chocó de nuevo con la campana. La segunda atravesó su carne, dejándole sentado sobre la tarima de madera con los ojos vacíos, boqueando en busca de aire.

La viuda se asomó por encima de la barandilla y comenzó a disparar su henry, obligando al grupo a continuar su huida.

El reverendo encendió el segundo cartucho y echó un vistazo a su compañero.

-Tranquilo amigo, ya has hecho bastante. Ahora descansa, saldremos de esta.

Le puso la mano en el hombro y siguió hablándole mientras miraba la mecha y calculaba la distancia hasta el cauce. Fred abría los ojos como platos intentando huir de las sombras y tomaba sorbos de aire incapaz de acoger oxígeno. Cuando la chispa llegó al lugar indicado, el reverendo se alzó de nuevo y lanzó el cartucho hacia el cauce. De allí abajo salieron cinco tipos más, huyendo de la muerte; mas la explosión no llegó a producirse. Dos de ellos buscaron un sitio a cubierto desde donde disparar a los de la campana y los otros tres restantes siguieron al resto hacia la calle central donde Bison y Vera seguían avanzando hacia la casa del médico.

Bison, apenas les vio venir, se giró y vacío los dos cañones de la escopeta sobre el primero de ellos, enviándolo un par de metros hacia atrás con un agujero en las tripas. Tuvo el tiempo justo para avisar al grupo del sheriff y echarse a un lado junto a Vera, antes de que la lluvia de plomo cubriera la calle, hiriendo a Jimmy en una pierna. Los disparos continuaron y cuando los de la casa del médico, supieron lo que estaba pasando, tomaron posiciones y renovaron su ataque.

Los de la herrería a duras penas podían asomarse sin exponerse a las balas. El grupo del sheriff dividía la zona de fuego entre uno y otro frente sin mucha efectividad. Y los cinco de la calle central se acercaban poco a poco al portal donde Bison y Vera se resguardaban. Bison abrió la escopeta y se dispuso a sacar los cartuchos, mientras veía las siluetas acercándose; los nervios actuaban en su contra y la munición bailaba en su mano. Vera apretó el gatillo y todos los proyectiles de la pepperbox se detonaron a la vez, saliendo despedidos como un enjambre; una nube de pólvora lo envolvió todo.

Al disiparse la pólvora, lo primero que apareció fue un cadáver y otro hombre, de rodillas en el suelo, quejándose con las manos en el estómago. Bison metió el segundo cartucho y cerró los cañones, mas al disponerse a amartillar el arma, aparecieron los tres restantes, con los revólveres listos, apuntándoles. Bison dejó caer la escopeta y marchó hacia ellos con las manos en alto, intentando alejar la atención de Vera. Notaba el peso del garrote en el costado y rezaba por tener el tiempo necesario para poderlo usar, pero cuando vio la cara de aquellos matones comprendió que no iba a tener ninguna oportunidad.

El estruendo fue más fuerte de lo que esperaba. Se sorprendió al no notar dolor alguno ni golpe ni rasgar de piel y carne. Abrió los ojos y vio a uno de los tres individuos en el suelo gritando de dolor sujetándose las piernas ensangrentadas y los otros dos encogidos apartando, incrédulos, las manos de la cabeza. De debajo del porche apareció el Dr.Well con la escopeta aun humeante celebrando su éxito mientras volvía a cargar. Bison no perdió el tiempo, empuñó el garrote y corrió hacia el primero de los que estaban encogidos.

Del otro lado del pueblo, salió un solo disparo, puede que una bala perdida o un proyectil en busca de su presa. Atravesó toda la calle, rozando las patillas de Bison y dio de lleno en el cuerpo del viejo doctor, haciéndolo girar sobre sí mismo y enviándolo a la tierra como un muñeco de trapo.

Bison se detuvo, vio cómo los bandidos echaban mano de los revólveres y volvió hacia donde estaba Vera todo lo rápido que pudo. Un plomo se alojó en su espalda mientras otro se hundía en uno de los postes, se tiró al suelo con el dolor agudo, recuperó su escopeta y se quedó agazapado dispuesto a vaciarla sobre el primero que se asomara.

Los dos tipos, en lugar de acercarse, tomaron posiciones seguras y abrieron fuego contra los otros grupos.

Con la sorpresa y la ventaja de la cobertura perdidas, los bandidos estaban recuperando terreno. En la campana nadie se atrevía asomarse, los de la herrería disparaban casi sin ver, Bison y Vera permanecían a la espera de llevarse a alguien por delante antes de desaparecer y el grupo del sheriff estaba siendo atrapado entre dos fuegos. Solo una cosa podría salvarles y el sheriff gritó bien alto.

-¡Jonowl, quítanoslos de encima!

Pero no hubo disparo de respuesta.

Jonowl había disparado después de que los jinetes entraran en el pueblo. Con los objetivos cabalgando entre los edificios, dar en el blanco era considerablemente más difícil. Hirió a un par de ellos pero no pudo quitarlos de en medio, la sed del arma lo dominó de nuevo y disparó sin parar, sin atender al ulular de su compañero que intentaba avisarle de lo que estaba a punto de ocurrir.

Por eso no los vieron llegar, ni él ni Tabitha, quien dirigía sus disparos hacia el pueblo, intentando romper la cohesión del enemigo. Cuando ella escuchó los chasquidos de percutor de revólver ajeno, ya era demasiado tarde. Dos individuos estaban apuntándoles: un tipo grande de pelo largo rubio y barba tiñosa y otro alto y delgado, con una fea cicatriz en el ojo izquierdo. No hizo falta avisar a Jonowl, la voz del segundo individuo lo sacó del trance.

-Tabitha Seanlan, es cierto que ha cambiado, pero tiene el mismo rostro que en la foto.

Jonowl se giró accionando la palanca, con los ojos inyectados en sangre, y antes de liberar la presión del gatillo, un plomo atravesó su hombro derecho, echándolo por el suelo y extinguiendo toda fuerza en la mano del gatillo.

Antes de que Tabitha pudiera preparar su arma, el tipo desfigurado amartilló de nuevo.

-Deje el revólver en el suelo. Con mucho cuidado.

Lo dejó caer a un metro de ella.

-Bien señorita, soy Sam Evans, vengo para devolverle el favor que hiciera a mi hermano Pat, hace ya tiempo.

Hizo un ademán al otro tipo y este se acercó hacia Jonowl, que aferraba el rifle con su mano izquierda, mientras el brazo derecho colgaba inerte. El bandido le golpeó con el cañón del revólver en la sien y lo noqueó.

Tabitha tragó aire y ocultó el sobresalto.

-Oiga, no sé quién es. No conozco a su hermano. No sé a qué viene esto.

-Claro que lo conoce. Lo vio por primera vez en el asalto a una diligencia y se despidió de él, mientras pataleaba colgando de una soga.

Ella comprendió y supo que nada quedaba por decir.

-Lo sé, señorita, usted hizo lo que creyó que era justo. Pues bien, lo mismo estoy haciendo yo ahora.

Sonrió y dio una voz al tipo de la melena rubia. Este se acercó hacia Tabitha y esta sintió el pánico helando sus huesos. Mas, al pasar por el lado de Jonowl, el bandido se quedó mirando el rifle, el contraste de la madera y el metal dorado con aquel magnífico grabado. No pudo aguantarse y lo cogió.

-¡Eh, deja ese rifle! Vamos a hacer lo que veníamos a hacer; cuando acabemos podrás coger todo lo que quieras del pueblo. Pero ese rifle es mío.

-Quédate tú con la chica. No sé lo que quedará en el pueblo cuando acabemos. El rifle está aquí y ahora, así que me lo quedo yo en pago por mis servicios.

-Tendrás de sobra. Si las cosas han ido como esperaba, más de la mitad de los nuestros habrán caído antes de que todo acabe. Los de aquí esperaban el ataque.

-No nos dijiste nada de eso.

-¿Tanto te importa? La victoria siempre ha sido nuestra, una vez eliminada la ventaja, los nuestros harán bien su trabajo; esos hijos de puta tienen mejor puntería que cualquier pueblerino. Mientras tanto, aquí no corres peligro y ahora habrá menos gente con la que repartir. Así que solo tienes que esperar a que todo acabe para recoger lo tuyo, pero debes dejar ese rifle.

El bandido se aferró al arma como un  náufrago a su balsa.

-¡El rifle es mío he dicho!

No se dio cuenta pero estaba apuntándole, notaba la tensión del percutor, la fuerza leve que demandaba a gritos el gatillo para liberar la bala y ofrecer, con una nueva muerte, algo de calidez al frío metal. Quiso seguir hablando pero el índice actúo, instintivo, antes que la lengua. El proyectil salió y, casi a la vez, habló el revólver del hombre desfigurado. El grandullón cayó de espaldas y un hilo de sangre cayó por la comisura de los labios hasta manchar su barba.

El tipo desfigurado se llevó la mano a la sangre que manaba de su costado; mas, consciente de su situación, dirigió su arma rápidamente hacia Tabitha, quien se detuvo a pocos centímetros del revólver. Entonces fue Jonowl quien, sacando fuerzas de pura rabia, saltó sobre el bandido y con su mano derecha asió el mango de su cuchillo, mientras notaba como si un cristal rasgara cada uno de sus músculos. Aguantó el aliento y clavó el filo sobre la carne, cuando el dolor le hizo abandonar el control de su brazo, apoyó la palma de su mano izquierda sobre el mango y presionó con fuerza hasta que la guarda se tiñó de sangre.

El bandido, entre gritos, levantó su revólver hacia Jonowl y un estruendo de pólvora lo calló para siempre. Tabitha estaba de pie, temblando, con lágrimas en los ojos y el Smith&Wesson de 7 tiros humeando. Dejó caer el arma y se acercó a Jonowl, quien la acogió con su brazo y se quedaron aturdidos, mirando a los cadáveres, respirando con brasas en los pulmones, asaeteados por el hormigueo de la tensión liberada. Cuando quisieron darse cuenta de lo que pasaba abajo, decenas de gritos y alaridos llenaban el pueblo.

Se incorporaron y acertaron a distinguir el carro de Ángel junto a DeLoyd y una treintena de guerreros indios recorriendo el pueblo al acecho de los bandidos que, disparando en vano, intentaban batirse en retirada. En el segundo punto más elevado del pueblo, el reverendo y la viuda del desierto movían los brazos enérgicamente, bajo la campana, pidiendo ayuda. Un poco más cerca, frente al saloon, el cuerpo del Dr. Well yacía inerte, mientras un desorientado Bison caminaba torpemente con la mano en la espalda. Más allá, en la herrería, alguno de los presentes parecía haber sido herido.

Jonowl respiró hondo y tragó cuatro o cinco veces hasta aliviar la sequedad extrema de su garganta.


-Tabitha, dime cómo puedo hacer un apaño con esta herida y en seguida me reúno contigo. Me temo que necesitan tu ayuda.

lunes, 18 de mayo de 2015

Preparativos

A los pies de una de las gigantescas columnas de piedra, entre cielo limpio y horizonte abierto, rodeado de polvo, rocas y arena, descansa un pelotón de cuatreros, asesinos a sueldo e implacables buscafortunas de honor ausente. A pocos metros, el traje negro y el rostro herido, están sentados en sillas de verde tapiz, en torno a una mesa de roble lacado, cara botella labrada y copas de buen cristal.

-¿A qué viene tanta tontería? Esto es el desierto, Moodley. Y a los muchachos no les gusta este tipo de diferencias.

El traje de negro se mantenía sonriente, ligeramente recostado. Tomó la copa, bebió un sorbo y esperó a que los vapores se disiparan en el paladar.

-Vainilla, aroma floral y un toque amargo muy ligero, el punto justo para enaltecer la dulzura del caldo...

Apartó la copa, ladeó la cabeza y mantuvo el silencio, hasta que vio en el ojo sano del bandido que nunca obtendría respuesta.

-No son tonterías, Sr. Evans. Es lo justo y merecido a hombres que, como nosotros, están por encima de todo cuanto nos rodea. Cada uno con su estilo, usted mediante las balas y un servidor con medios más sutiles. No se preocupe por el resto, si no pudiera dirigirlos no habría llegado hasta aquí.

Evans rompió la rigidez, cerró el puño en torno a la copa y extinguió de un trago su contenido... alcohol ligero, flojo más bien; ni vainillas ni flores ni el vomitivo punto amargo propio del matarratas de Jake el Cojo.

-Son gente capaz, buenos tiradores y unos auténticos hijos de puta; lo que usted pidió. Estos no se manejan como al resto, no le lloverán halagos ni intentarán estar a buenas con usted. Harán lo que se les pide, de la mejor manera posible, si están de acuerdo con lo convenido. Algunos puede que se la intenten jugar en el momento menos oportuno. Y sí señor, responden mal a estas tonterías, no van a considerarle superior por el hecho de estar aquí sentado, con su mesa y su cristal, como si hubiera domado al desierto. Le considerarán el que da las órdenes mientras tenga dinero; más allá no busque, porque no hallará nada.

Moodley observó atentamente a la tropa. Caras largas, miembros tensos y manos ocupadas en el cuidado de bestias y armas. Estaban más en el siguiente paso que en el actual, pendientes de lo que tenían que hacer. Muchas muescas en culatas y rifles, cuchillos de hojas afiladas hasta la saciedad y empacho de sangre en los mangos. Solo unos cuantos miraban hacia el improvisado tenderete, hablaban entre ellos y afilaban sonrisas, entre tragos.

-Bueno, usted sabrá, al fin y al cabo no seré yo quien haya de cabalgar con ellos. Así pues, vayamos al verdadero motivo de mi visita.

Evans hizo ademán  de tomar la botella para rellenar su copa, mas recordó el sabor y volvió a recostarse en la silla.

-Pensaba que nunca lo diría.

Moodley dejó su copa en la mesa y no volvió a tocarla.

-En primer lugar, enhorabuena por su trabajo con la señora Wilberd, realmente impresionante. En cuanto a lo del sheriff de Oldrock city y su alguacil, quizás pecó de cierto exceso de teatralidad.

-No se mata a un sheriff a escondidas. Una vez salta la pólvora ya da igual todo; cuantos más bandidos vieran, menos ganas tendrían de ir tras nosotros. Los cables del telégrafo están cortados y dejé a tres hombres escondidos por las afueras para cazar “palomas mensajeras”. Eso nos da el tiempo suficiente para hacer lo que queda del trabajo sin visitas inesperadas.

-Ya veo, todo bien atado. Un tanto tosco, pero son sus métodos. El caso es que lo consiguió y es momento de que cumpla mi parte del acuerdo. La señorita de la que le hablé se llama Tabitha Seanlan y se encuentra en un pequeño pueblo unas cuantas millas tras cruzar estas dos magníficas columnas de piedra. Aquí tiene un plano del lugar y una fotografía de ella, ha pasado tiempo, puede que esté un poco cambiada.

Evans tomó la fotografía y memorizó el cuerpo, la cara y cada uno de los rasgos más característicos.   

-Bien, ¿alguna cosa más?

-Ella suele dormir en una cabaña que hay arriba del pueblo, en la arboleda, cerca de lo que era la antigua mina. La acompaña el dueño de la cabaña, una especie de montañés que tiene buen ojo con el rifle.

-Perfecto.

-Ah, recuerde nuestro trato, quiero ese pueblo limpio; cualquier superviviente significa un problema que no puedo permitirme.

-¿Niños?

-¿Acaso importa?

-La gente se pone nerviosa con eso.

-No, no hay niños. Hay más mujeres, espero que no se sientan cohibidos al respecto.

-Déjese de ironías. Eso puede hacerse.

-Pues eso es todo. Solo me queda desearles suerte. Si me permite un último consejo, no los subestime. Otro grupo ya ha caído intentando lo que ustedes están a punto de hacer.

Evans se incorporó, chasqueó la lengua y, mientras se guardaba el plano en el chaleco de cuero, dirigió sus últimas palabras al traje de negro.

-Es usted un tipo listo, Moodley. Si hubiera pensado que el otro grupo iba a conseguir la faena, jamás me habría llamado. Gracias por cansarlos; dentro de poco tendrá un buen motivo para brindar.

lunes, 11 de mayo de 2015

La espera

El sol desaparece tras el horizonte, la luz se desvanece pero las palas continúan cargando polvo y ceniza. Rostros sucios y sudados, labios resecos, miradas turbias y portes pesados. Todos, en silencio, trabajan duro para no dedicar un segundo a imaginar el destino que van a sufrir. Han conocido el terror de la lucha, el dolor y la pérdida que deja la muerte, pero nada supera el vivero de terribles visiones que otorga la espera.

Hacía tiempo que DeLoyd y Ángel habían partido en busca de ayuda... demasiado tiempo. Todos continuaban las tareas de reconstrucción. Solo Jonowl y Tabitha seguían observando el horizonte, desde el puesto elevado en la arboleda, pero ya no buscaban el traje blanco del alcalde ni el sombrero ancho del conductor de la diligencia. Ahora permanecían en su observatorio con la funesta tarea del vigía que sabe que cualquier novedad traerá la desgracia.

Había escalofríos, nervios y sombras en la mente. Las reacciones repentinas y los ojos, cuyas pupilas cristalizaban las almas erizadas, mostraban el cable tenso que recorría a cada uno de los habitantes del pueblo. No se trataba de un susto, un estallido nervioso que, como cuerda de arco tensada, se disipara al pasar el trance. No existía el alivio de la presión ejercida con un fin u objetivo, se trataba más bien de un estado de alerta permanente. Ese peso los iba aprisionando cada vez más hasta el punto de hacerles desear que llegara el final.

El sheriff Nake caminaba sombrío, llevando las maderas que aun podían reutilizarse para que Ralph y los otros pudieran reparar un pueblo que, con total seguridad, iban a perder. Miraba la tabla, quemada por los bordes, y recordaba la misma espera años antes, cuando su vida corría peligro y se vio obligado a marcharse, para ahorrarle problemas al pueblo. Observó al resto de la gente, abatidos pero fieles a sus principios; ahora, al menos, las cosas eran distintas.

Entonces Jonowl dio una voz. Un carro se acercaba por el sur, el lado contrario al que se macharon DeLoyd y Ángel. Ni rastro de peligro, solo una mujer y dos hombres; uno de ellos llevaba ropas de predicador. 

La novedad trajo algo de aire fresco y todos fueron al encuentro.

El sheriff se adelantó y llevándose la mano al sombrero, saludó.

-Buenas tardes caballeros; señora.

Conducía el carro un tipo bajo y corpulento, a su lado iban el predicador y una mujer, en quedo combate por hacerse sitio en el banco. Por la parte del carromato asomaba un perro y las miradas curiosas de dos niños.

-Buenas tardes, sheriff. Mi nombre es Zek. ¿No será, por ventura, este lugar Canatia?

-Así es, reverendo.

Zek se disponía a contestar cuando la viuda del desierto le interrumpió.

-¡Así que este cenicero es el bendito pueblo que nos iba a ofrecer un gran porvenir! ¿No te cansas de equivocarte, papagayo?

El sheriff calló en seco y una sonrisa rompió la palidez de su rostro. El resto de la gente rió ante el estallido de la mujer.

-Mire bien, señora, no deje que el evidente desastre nuble su juicio. Sin duda este no es el pueblo que usted recordaba. Si mira más allá de los escombros verá que hay casas, un banco y hasta parece que aquello es un saloon. Busque en el pasado y podrá valorar las evidentes mejoras que ha habido o ¿acaso ha olvidado el interés que despertaba su documento?

Al escuchar aquello, Edgar se acercó sorprendido.

-Un momento, reverendo, ¿ha dicho documento? No estará usted hablando de una concesión en este pueblo.

-Eso mismo, caballero. Es un documento que tenía el marido de la señora aquí presente y que pasó a su poder tras la defunción del mismo.

-Mis condolencias, señora.

-Gracias caballero, pero ya he llorado suficiente. En cuanto al documento, indica que tengo derecho a un lugar donde vivir; pero aquí el reverendo me habló de un pueblo en pleno desarrollo...

-Vamos, señora, no deje que el desánimo la posea. Nuestro Señor nos salvó de los bandidos y permitió que llegáramos aquí. Sin duda es designio suyo que nos establezcamos y ayudemos a estas gentes.

-Deja de hablar de ese Señor, que más parece tuyo que de nadie, a juzgar por cómo lo invocas una y otra vez cuando te interesa.

-Señora, no me mente al altísimo como si fuera una deidad barata. No olvide que si está usted aquí es porque Fred y un servidor acudimos en su ayuda.

La viuda del desierto abrió los ojos como platos, frunció el ceño y esgrimió el dedo índice contra el ministro del señor.

-¡Será posible lo que estoy oyendo! ¡Jamás les pedí ayuda, ni a usted ni a su amigo! ¡Yo sola hubiera bastado para protegerme de esos tipejos, como he hecho tantas otras veces! ¡Mire señor, se lo dije una vez y se lo vuelvo a repetir; ese dios del que tanto habla me dejó en medio del desierto porque sabía perfectamente que podría cuidarme! ¡Aun le diré más, estoy convencida de que la culpa de que esos individuos vinieran es suya, del mismo modo que es responsabilidad suya que ya no quede ni rastro de mi antigua casa!

Fred soltó las riendas, apoyó la barbilla entre sus manos y miró hacia la gente del pueblo con resignación.

-¡Señora, ya está bien! ¡Comprendo que ha estado viviendo allí sola durante mucho tiempo y que está un poco asilvestrada, pero no debería olvidar que algo en su alma estaba roto ya que era incapaz de abandonar aquel lugar! ¡Tenía miedo, comprende? ¡Miedo porque necesitaba volver a estar en paz tras tanto tiempo sobreviviendo!

La mujer enrojeció de ira, el pelo se le erizó, los ojos fulminaron a aquel hombrecillo y una voz surgió hiriente hacia quien con tanta libertad osaba hablar de ella.

-¡Tú! ¡Tú, reverendo de pacotilla! ¡No vuelvas a permitirte hablar así de mí! ¡Qué sabrás tú de sobrevivir si no es a costa de otros! ¡Como vuelvas a insinuar que tenía miedo, como vuelvas a afirmar que no podía abandonar el que por tanto tiempo fue mi hogar, te volaré la otra oreja y te partiré los dientes como hice con tu amigo!

Ya no se oían risas, todo el público era una fila de bocas abiertas incapaces de asimilar la fuerza que aquella mujer despedía. Fred se apartaba cada vez más, mientras el reverendo, firme como una roca, tomaba aire para disparar su réplica. Pero el sheriff se acercó a ellos, extendió ambas manos e hizo ademán de llamar a la calma.

-Por favor reverendo, señora, tranquilícense. No sé qué diablos les habrá pasado en ese lugar del que hablan pero es evidente que necesitan descansar.

-No sheriff, me temo que la señora es así, está en su naturaleza.

-Oh vamos, habló el santo varón que lo primero que hizo al llegar fue intentar coger mi dinero y el maldito documento.

La indignación rasgó ahora el rostro de Zek, quien encajó airado el golpe y se dispuso a devolverlo.

-¡Maldita sea, cálmense de una vez o los llevo a la cárcel!

La voz del sheriff resonó en todo el pueblo. Fred pareció aliviado. La viuda y el reverendo miraron hacia otro lado dispersando la rabia.

-De acuerdo, ahora que están más tranquilos, dejen que les explique la situación. Ese documento que trae la señora es válido y le ofrece el derecho a un terreno en este pueblo. Aunque nuestro alcalde está ausente, el señor Edgar podría hacerlo efectivo en cuanto quieran y, créanme, nos vendría muy bien un reverendo, pero antes de que decidan nada, me veo en la obligación de indicarles la situación en la que nos encontramos.

Will Nake fue concreto y preciso. Seco y sin las florituras ni los giros propios del alcalde, les expuso la situación y cómo, en caso de quedarse, su vida correría peligro, porque todo parecía indicar que el desastre que alcanzaba a la vista no era más que el anuncio de la verdadera catástrofe.

El silencio volvió a los del pueblo. El mismo silencio que se adueñó de Fred, la viuda y el reverendo. La ira se había esfumado y los ojos miraban al suelo dejando espacio al cerebro para asimilar los cambios.

-Bueno... siendo así... Quizás sea voluntad del señor continuar. Podríamos acudir a algún otro lugar y pedir ayuda, por si su gente no llegara a tiempo.

La viuda miró hacia atrás, en el carro y vio los rostros de los chiquillos y el perro; los cuatro trastos amontonados, y un par de retratos colgados patéticamente de una cuerda a un lado del carro 

-Nos quedamos.

Zek se giró sorprendido.

-¿Cómo que nos quedamos?

-Digo, Zek, que nosotros nos quedamos. Aquí tengo una casa, ¿a dónde voy a ir si no? 

El sheriff intentó buscar las palabras más adecuadas.

-Señora, piénselo bien. Usted no estuvo aquí la última vez, no puedo garantizar su seguridad.

-No es seguridad lo que busco. Lo único que necesito es un sitio donde esconder a los niños hasta que todo pase. En cuanto a ti, reverendo, ya me has traído aquí, has cumplido tu deber, vete pues a donde sea que debas ir.

La respuesta asomaba clara y dispuesta en los labios del reverendo, mas cruzó su mirada con la de Fred y contuvo un segundo el aire. Recordó días antes cómo miraba la concesión de terreno cansado de deambular de un lado a otro, quejándose por el merecido premio que nunca le había sido otorgado.

-Sheriff, ¿es eso de allí una campana?

-Así es.

-Sea. Creo que el señor verá con buenos ojos que nos quedemos a ayudarles, a cambio de que el último piso de esa torre se convierta en una iglesia y allí pueda ejercer este humilde siervo.

-Cualquier ayuda es bienvenida, pero le aviso que ese edificio forma parte del saloon, reverendo; no sé si será lo más apropiado...

-Lo será, sheriff, lo será.

lunes, 4 de mayo de 2015

Cerrando acuerdos


Una capa gris enturbia el cielo y tamiza la luz. No hay viento, ni brisa, ni fuerza que alce las velas. Las densas y pesadas nubes, incapaces de aligerar su peso, siguen ancladas frente al sol, cociendo su vapor y enviando a la tierra una asfixiante atmósfera. Nadie en Oldrock city parece celebrar nada; cruzan la calle sin el alboroto diario, pisan el polvo sin fuerza. Sofocados, parecen intuir lo que se acerca.


Los primeros llegaron por la parte norte de la ciudad. Rostros secos y fieros, miradas decididas y mandíbulas tensas. Cabalgaban al paso, agrupados, llenando la calle de uno a otro lado. Los lugareños se refugiaban en los porches, mientras, cabizbajos, evitaban cruzar miradas con los visitantes. Nadie alzó la voz ni preguntó intención o procedencia. Ese día, más que nunca, la mayoría encontró una razón para regresar a casa.

El segundo grupo entró por el sur. Tan solo cuatro jinetes con ropas buenas, domadas por el viaje. Golpe firme de herradura, resoplido de bestia, músculos tensos de jinete y montura. Los pañuelos tapaban sus caras, el silencio les rodeaba y emitían a su paso un aura tensa, oscura y amarga, rota por el brillo mortecino de las armas.

Fue este segundo grupo el que continuó por la calle principal, dejando atrás las caballerizas, el almacén, el hotel y el burdel de la señorita Inga. Hubo miradas y susurros, siempre a resguardo, ocultos tras vidrios y paredes. Continuaron su recorrido, por la tienda de empeños del señor Schultz, hasta parar frente al sheriff y tres ayudantes que esperaban, armados, a la salida de su oficina.

Los últimos pasos se hicieron eternos, ni siquiera el polvo del camino osó alzar el vuelo. Los representantes de la ley permanecieron quietos, enteros, esperando al alcance de las palabras. Finos cables de acero atravesaban el aire y el aliento contenido de los observantes quedó quebrado por el chasquido de percutores de una escopeta.

-Caballeros, no pienso repetirlo. Bajen ahora mismo esos pañuelos y dejen sus armas.

La respuesta quedó en espera. Los ojos de uno y otro bando escudriñaron al contrario, la pupilas se movían frenéticas mientras las mentes analizaban las opciones, tanto de aliados como oponentes. Un segundo después, uno de los cuatro jinetes se adelantó con un papel en la mano, bajó su pañuelo, miró con su ojo desfigurado y rasgó con su voz el espacio existente entre él y el sheriff.

-Usted debe ser el sheriff Rob H. Sugart. Y, si no me equivoco, ese de ahí es Ed Harrigan.

-Los mismos. Ahora dejen sus armas o vacío estos dos cañones sobre sus caras.

Es posible que sonriera, quizás fue un acto reflejo o algún tipo de aviso a los suyos; la verdad es que cuando el sheriff apretó el gatillo, tenía ya una bala alojada en la cabeza. Las postas se dispersaron a un lado, hiriendo a uno de los jinetes. De los tres ayudantes, los dos más expertos tardaron instantes en reaccionar, el tiempo justo para que el plomo acabara con ellos. El último permaneció apuntando, rígido, con un vendaval en las entrañas, hasta que otro disparo le otorgó el descanso.

El estruendo de pólvora aun resonaba entre las casas cuando el primer grupo avanzó al galope, desde el norte, hacia sus compañeros. Retumbaron los cascos, aullaron las voces y recorrieron el lugar acercando la muerte a todo aquel que osara mostrarse.

Cuando el polvo se dispersó, solo los agujeros de bala en maderas y cristales evidenciaban el paso de los jinetes. Tardó la gente en salir, animada por la lejanía del temblor en la tierra, en acercarse a los cadáveres del sheriff y sus ayudantes y ver sobre ellos un papel en el que aparecían escritos dos nombres.

A lo lejos, en dirección suroeste, podía verse la nube de polvo bajo el cielo gris de aquellos jinetes depredadores dirigiéndose hacia su siguiente presa.

Más allá un carro atravesaba el desierto de vuelta a casa, mientras otro cruzaba el umbral de un nuevo hogar coronado de cenizas, ruinas y desconfianza.

lunes, 27 de abril de 2015

De guerras y batallas

Poco más de mediodía, sol oculto tras las nubes. Todo el pueblo está congregado frente al saloon. El hombre de traje blanco permanece en pie sobre el carro. A su izquierda se encuentra Ángel, asido a las riendas, con la mirada fija en el camino, lejano, pensando en la sangre, los muertos y en por qué no llegó a tiempo. Oye la voz mas no la escucha, esperando el momento de dar la orden de marcha, la única salida que les queda.

DeLoyd se mostraba firme, como capitán en su barco. Traje blanco impoluto, sombrero de paja y bastón con plata. Emitía una voz solemne, serpenteada de gestos enérgicos y fluidos. El brillo de Augusto relucía en su mano.

-Afirmar que no tenemos otra opción, supone resignarse; siempre hay otra opción, aunque sea la aceptación de la noche. Esta senda la tomamos por ser la más adecuada. No se trata de conformarse, sino de aprovechar todos los medios disponibles. Sé que saben luchar, bajo nuestros pies está la prueba de ello. Les he visto combatir como cien, al defender lo que es suyo. Y han aguantado lo imposible por salvar cada pedazo de esta tierra. Sé que de volver a ocurrir, actuarían de igual modo, porque nadie piensa en la huida cuando está defendiendo el hogar que ha sido construido con sus propias manos.

La gente miraba al hombre sobre el carro. Escuchaban atentamente y asentían de vez en cuando. Jimmy y Lily, puestos al corriente, estaban con el resto, dispuestos a lo que hiciera falta para defender su sitio en aquel extraño lugar; mas el Dr Well veía, aterrado, la proximidad de la sangre que creía haber dejado atrás. Vera estaba junto a Bison que se mantenía en pie con dificultad apoyado en unas muletas. Ralph miraba, rejuvenecido, ante el portal de su herrería, junto a un sombrío Edgar que había cambiado el libro de cuentas por un revólver en el cinto. Edward escuchaba con atención, mientras sus ojos recorrían cada una de las fotografías que tomó del campo de batalla.

-Y han de tener en cuenta que volverá a ocurrir. Moodley ha decidido tomar este sitio y usará todo cuanto tenga a su alcance para conseguirlo; no va a esperar ni a darnos más tiempo. Es mejor aceptar cuanto antes que las bestias solo han sido el principio. Amigos, les doy mi más sincera enhorabuena por haber sido Hércules: fuertes en determinación y fieros en el combate. Pero esta guerra no va a ganarse solo con la fuerza, es tiempo de ser Ulises. Sé que alguno podrá estar en contra y no le culpo por ello, mas desconocemos la naturaleza de lo que ha de venir, solo tenemos la fatídica certeza de que llegará. Es por eso que debemos avisar al sheriff de Oldrock city, que este organice una partida, y si hay que llegar a algún acuerdo para ello, que así sea.

Will Nake miraba desde el porche, sentado en su mecedora, con los pies apoyados en la barandilla y el gesto torcido. Echó un buen trago de café y escupió sonoramente en el suelo algo amargo que era incapaz de tragar.

-Bien, alcalde. Entonces nos queda perder el pueblo a manos de ese tal Moodley o dejarlo a merced de los de Oldrock, porque sus señoritos cobraran cara la ayuda. Ea, pues veamos lo que nos trae ese señor M. Si ha de quedárselo, que sea con nuestra carne encima, a ver si se le atraganta. Porque, digo yo, ¿no éramos idiotas?

Hubo un revuelo que sacudió hasta Jonowl y Tabitha, vigilantes en la colina. Las entrañas pedían defender lo suyo, pero las cabezas ansiaban conservar la vida. Fuera como fuera, algo quedaba claro: si la gente de la ciudad metía mano en el pueblo, todo cuanto habían construido se perdería. Un cable se destensó en cada estómago, tanto abajo como arriba en la colina, al resonar aquella frase: “¿No éramos idiotas?”... y brotaron las risas junto a las voces de aprobación.

DeLoyd comprendió que ninguno de ellos encontraría sentido a luchar por un lugar como cualquiera de los que habían abandonado; que solo se dejarían la piel por aquel sitio en medio de la nada: el triste río seco que separaba las destartaladas torres del saloon, la mina muerta, la colina junto a la arboleda y aquel conjunto tosco de casuchas. Sin aquel grano de arena en medio del desierto, nada tenían; ya que todo cuanto eran lo habían creado junto a aquel lugar. Realizó entonces su último intento, movió los brazos para recuperar la atención y jugó la baza intermedia.

-De acuerdo, tienen razón. De nada sirve salvar este sitio si los de la ciudad deciden sobre él. Pero ello, lejos de llevarnos a un callejón sin salida, nos marca la pauta a seguir. Déjenme, pues, que hable con el sheriff de Oldrock. Todos convenimos en la imposibilidad de que alguien decida sobre este pueblo, pero ello no invalida algún tipo de acuerdo económico. Por favor, esperen a que hable con esa gente a ver que acuerdo podemos conseguir. Debo actuar con presteza, porque los engranajes de Moodley siguen en marcha.

Se realizó la votación y las manos, algo dubitativas, se alzaron al final. Acordaron que ninguna influencia sobre el pueblo sería cedida, así como la negativa a aceptar tratos como el que Moodley intentó hacerles, pues ningún sentido tenía acabar pactando con otros lo que negaron en un inicio, poniendo en peligro sus vidas. Cualquier arreglo final debería ser asumible por el pueblo tal y como había sido concebido.

DeLoyd asintió, se despidió con brevedad, rompió la pose y, al ir a sentarse junto a Ángel, no pudo evitar que su rostro cristalizara las dudas que albergaba en el alma. Se quitó el sombrero de paja y Augusto extinguió su brillo.

Detrás quedaban ya las casas, la colina y la arboleda, engullidas por el horizonte. Tras el carro, solo las dos columnas de piedra se erguían gigantescas. DeLoyd seguía con el rostro nublado; los ojos desenfocados apenas distinguían las pequeñas variaciones del desierto. Entonces, su mano asió el brazo del conductor y sus labios susurraron una orden.

-Pare.

Ángel detuvo el carro. Todo a su alrededor era arena, un mar amarillo bajo un cielo gris sofocante. Solo una leve brisa rompía la asfixiante monotonía. Nada a la izquierda ni a la derecha.

-¿Y bien?

-No hay nada que hacer, Ángel. Dije de acudir por emplear hasta el último aliento, pero cualquier acuerdo pondrá a Canatia en una situación imposible de aceptar. Haría todo cuanto estuviera en mi mano, utilizaría cualquier medio; pero esta vez ellos tienen la solución y nosotros poco que ofrecer, salvo, desgraciadamente, lo que no queremos dar. Van a pedir lo mismo que quería Moodley.

Ángel asintió. Él, más que nadie, conocía a las gentes de Oldrock. Nada diferentes a los de otras ciudades, ni peores ni mejores, y, por eso mismo, perfectamente capaces de vivir en paz realizando lo indeseable en un lugar lejos de su hogar.

-En otro tiempo daría por hecho que había llegado el momento de abandonar, pues nada encontraremos al volver sino el fin. Pero por mucho que me repito lo absurdo de perder la vida en tales circunstancias, esta vez soy incapaz de irme sin notar un gélido e insondable vacío. No hablo de culpa ni de pena, hablo de pérdida. Es estúpido, porque miro allí y solo veo un puñado de cuadros y edificios toscos, huelo las ascuas del tabaco dentro de la pipa de maíz y escucho las voces y las risas de cada uno de esos individuos a los que jamás hubiera dedicado siquiera una mirada. Recuerdo todo eso, lo pienso y comprendo que no vale nada; apenas un puñado de monedas, que, sin embargo, soy incapaz de encontrar. Es tan estúpido que, definitivamente, solo puede ser cosa de idiotas...

Ángel seguía cabizbajo, mirando las riendas del carro que lo trajo allí por primera vez, su mano izquierda, herida por el viento y el sol, y el aplique de metal que Ralph le había hecho para cubrir el muñón del brazo derecho. Recordó el dolor y la sensación, aun latente, de poder cerrar cada uno de los dedos. Los dobló hasta formar un puño y algo despertó en su mente.

-Ellos... ellos DeLoyd. ¡Ellos nos ayudarán!

-¿Ellos quienes?

Ángel puso el brazo ante los ojos del hombre de blanco.

-¡Ellos, DeLoyd, ellos! ¡Esos malditos demonios! ¡Me costó una mano! ¡Dijiste que no les haríamos nada, que todo iría bien porque nadie más les permitiría continuar su vida! ¡Me costó la maldita mano, recuerdas? ¡Ya va siendo hora de que nos devuelvan el favor!

Durante un segundo pensó objetar, pero pronto se disipó toda duda. La espalda volvió a erguirse y los ojos enfocaron de nuevo, enfrentándose al entorno.

-¡Exacto, eso es! Ellos quieren... necesitan que todo siga igual y no van a conseguirlo con nadie más. Si Canatia cambia, el cambio se los llevará por delante. El acuerdo es sencillo y provechoso para ambas partes, los mejores pactos surgen de dichas cualidades. Amigo Ángel, los dioses han querido devolverle alguna cuenta pendiente, porque no ha podido tener mayor claridad en momento más oportuno. Ponga rumbo a la isla de las rocas, pero conténgase y déjeme hablar a mí.


-Sea, pero nada de dioses ni supercherías de esas. Esto ha sido cosa de un servidor, que dejé una parte de mí entre esos salvajes.