lunes, 25 de mayo de 2015

El ataque

El sol ha muerto. Las nubes se desvanecen y la luna late fuerte en el cielo. Un viento fresco corta la asfixiante atmósfera del día, dando la bienvenida a una buena taza de café. Salvo los vigilantes, todos se arriman a la hoguera, entre el saloon y los restos de la atalaya del alcalde; pues cuando se escucha el aullido de la muerte durante tanto tiempo, nadie quiere ahogarse entre cuatro paredes y ceden a la liberación de enfrentarse al peligro.

Bison, aun convaleciente, cogió con un trapo una de las cafeteras; el gorgoteo ahumado invitaba al descanso. Fueron pasando las tazas, de mano en mano. Con el sorbo caliente, se cerraron los párpados y hondos suspiros expulsaron el exceso de celo del alma. No tardaron en surgir las primeras palabras, humor duro, nacido del sufrimiento, que varió el rumbo de los sentimientos y canalizó el ánimo en una columna de risas.

Desde arriba Jonowl y Tabitha escuchaban el jolgorio. Tapados con la misma piel curtida, aferraban sus tazas mientras brindaban con una sonrisa. Ella tenía su Smith&Wesson de 7 tiros, peso frío e incómodo junto al vientre, en su fajín. Él tenía cerca el cuchillo de su abuelo y aquel magnífico rifle que descansaba a sus pies, tapado con las pieles engrasadas, fuertemente anudadas, y aun así podía sentir el latido metálico del arma maldita, un pulso constante por abandonar la quietud mortecina del reposo. Hacía todo lo posible por ignorarlo, pero, en lo más interno de su ser, deseaba con todas sus fuerzas que fuera necesario empuñarlo de nuevo.

Abajo Vera comenzó a susurrar una alegre tonadilla. Su voz se quebró al llegar al pasaje donde Kornelius la recogía con la guitarra, llevándola de la mano hasta la última cuesta, donde se apartaba cortésmente y la dejaba crecer hasta congregar a todos los oyentes; incapaz de seguir, quedó ahogada en el silencio. Entonces fue Bison quien tarareó, y tras él, con la mirada fija en las llamas, fueron uniéndose todos los presentes. Vera esperó el momento, entró susurrando y, acompañada, fue creciendo de nuevo. La voz aumentó su curso hasta tornarse en limpio torrente, el resto de voces se alzaron, una botella se abrió y un jubiloso caos embrujó los cuerpos en animado baile.

Arriba en la arboleda, reían los vigilantes, daban palmas y seguían la música con los pies. Por un momento no existieron armas ni amenazas. Por un momento recuperaron la tranquilidad, marcaron a fuego sus ojos y, fundidos en un abrazo, unieron sus labios hasta que lo cálido y carnoso inundó toda consciencia. Se separaron con una sonrisa en la mirada. Los labios se entreabrieron y un titubeo se bifurcó entre acercarse de nuevo o emitir palabras; ninguna de las dos opciones tuvo lugar.

Un disparo retumbó en Canatia, el silbido del proyectil cortó el baile y el tañido herido de la campana convirtió el júbilo en alerta.

-¡Jinetes, por el norte! ¡Puede que quince o más, el polvo los tapa!

Jonowl movía ambos brazos, mientras las piezas doradas del rifle brillaban exultantes.

-¡Todos a sus puestos!

La estrella del sheriff reflejó el fuego embravecido de la hoguera.

A lo lejos, en el camino del norte, el grupo de jinetes se detuvo y el polvo engulló toda pista. Desde la arboleda los vigilantes permanecieron atentos a cualquier indicio de movimiento. Pero cuando la bruma terrosa se hubo disipado, una veintena de jinetes siguieron en sus puestos. Pronto aparecieron chispas y esquejes de llamas abrazaron la tela embreada de unas antorchas; segundos después, ya no era necesario aguzar la vista. Se escuchó el eco lejano de una arenga y el coro, en respuesta, gritó con sed de sangre. Del trote pasaron al galope y el polvo volvió a alzarse tras ellos, en su loca carrera hacia el pueblo.

Jonowl apuntó con el rifle. Recorrió con la mirilla cada uno de los jinetes, realizando las correcciones demandadas por la distancia. Memorizó pañuelos, ropas y sombreros; sellos de rápido reconocimiento, para tenerlos presentes. Siguió el cabeceo de sus monturas y tomó tiempo en distinguir sus armas. Les puso nombres, absurdos y rápidos, para evitar la confusión grupal.  Y cuando estuvo preparado accionó la palanca. El chasquido limpio y metálico despertó el espíritu de aquel arma con una ira casi celestial. Ahora más que nunca lo sentía vivo; el disparo a la campana apenas había provocado respuesta, pero al advertir los blancos, aquel arma tiró de él como un caballo desbocado; aun así era demasiado pronto. Invocó los grandes ojos emplumados, para ver desde afuera el momento adecuado en que comenzar a disparar. Escuchaba a su lado a Tabitha disponiendo la munición y creía verla, por el rabillo del ojo, comprobando el revólver por décima vez; pero su voluntad seguía anclada en el grupo atacante.

El estruendo de los jinetes se escuchaba claramente y un creciente temblor recorrió todo el pueblo. Edgar, Ralph y Curteys fueron a resguardarse cerca de la herrería, en el lugar que, según el fotógrafo, ofrecía mejor ángulo de visión. Bison y Vera esperaban en el último piso de la primera torre, mientras el Dr. Well reptaba bajo el entablado del porche del saloon. El sheriff, Jimmy y Lily apuntaban a la entrada del pueblo, desde los restos de la oficina y la atalaya del alcalde. Y, devorando los peldaños de la escala, Fred se encaramaba hacia la campana, mientras el reverendo y la viuda del desierto discutían por ver quién sería el siguiente en seguir sus pasos.

Con las prisas, la viuda resbaló un par de veces y Fred asió sus manos para ayudarla a subir. Los jinetes ya estaban cerca y el reverendo empujó desde atrás. Al sentir las manos del ministro del señor en su trasero, la mujer concentró toda la fuerza en su pierna derecha y envió al reverendo de nuevo al suelo. Comenzaron a oírse las quejas en respuesta y hubieran llegado las amenazas de no haber sido acalladas por el primer disparo de la contienda. Uno de los jinetes caía, a unos 200 metros del pueblo, y, al accionar la palanca, Jonowl pudo distinguir claramente un gélido canto en el vibrar del casquillo sobrante. Disparó y otro jinete cayó. Seguía el orden orquestado en su cabeza. Palanqueaba con ansia, y al apretar el gatillo vivía el gozo del proyectil liberado, aullando libre hacia su presa. Con cada detonación sentía un calor agradable disipado al instante, absorbido por el frío vacío del hambre. Entonces solo quedaba accionar de nuevo y enviar otro casquillo al aire. Otro objetivo caía pesado, habiendo segado su vida, antes de regresar a la tierra. Contó hasta ocho los caídos, cuando el noveno perdía su vida poco antes de que el resto atravesara el umbral del pueblo.

De los once bandidos que quedaban, tres fallecieron al llegar a la herrería; Ralph, Edward y Curteys llenaron de plomo sus cuerpos. Antes de que el resto reaccionara, el sheriff, Jimmy y Lily abrieron fuego desde la oficina: dos más murieron y otros dos, heridos, siguieron al resto de supervivientes hacia el final del pueblo, buscando cobertura en la casa del médico. La situación quedó paralizada. Los de la herrería mantenían sus puestos, abriendo fuego continuamente y los del sheriff esperaban el momento oportuno para acercarse, mientras Bison y Vera cubrían la calle central desde el saloon.

La lucha continuaba, pero ningún quejido rompía el continuo tronar de pólvora. Jimmy intentó acercarse un par de veces y a punto estuvo de perder los sesos. Bison y Vera optaron por salir del saloon en busca de un mejor ángulo de tiro. El cocinero llevaba su garrote, colgado del cinto, y una escopeta recortada preparada para escupir plomo. Vera caminaba lentamente enarbolando la pepperbox de Kornelius con ambas manos, aun recordaba el dolor de muñecas que causaba el encabritamiento del arma. Cuando el sheriff los vio, desde el otro lado de la calle, les hizo señas para que siguieran caminando resguardándose tras los postes del porche.

El sheriff vio el momento perfecto, avisó de que, a su voz, abrieran fuego. Así podría acercarse, con Jimmy y Lily, y rodear por la parte de atrás la casa del médico. Mas cuando la señal estuvo a punto de darse, fue la voz del reverendo la que tronó junto al tañido de la campana. Cuando quisieron darse cuenta, otro grupo de pistoleros había salido del cauce seco del río y estaba disparando al reverendo y compañía.

-¡Hay dos a la izquierda, tres a la derecha y por lo menos cuatro más siguen escondidos! ¡Fred, hazte cargo de los de la izquierda! ¡Señora, para usted los de la derecha! ¡Los del cauce de momento no son un peligro!

-¿Quién te crees que eres para darme órdenes, maldito reverendo loco? ¿Acaso crees que voy a asomarme ahí?

Las balas silbaban alrededor de la torre. Llovían astillas y se escuchaba el quejido metálico de la campana ante los plomos. El reverendo miró a Fred, este se asomó un par de veces pero tuvo el tiempo justo para apretar el gatillo de su rifle sin apuntar, antes de que una de las balas le volara el sombrero.

-Está bien, a grandes males grandes remedios.

El reverendo buscó en el bolsillo interno de su chaqueta y sacó un pedazo de tela con dos cartuchos de dinamita dentro.

-¡Lo que me faltaba por ver! ¿Tenías eso todo el rato encima?

-La señorita Lily consideró que podríamos necesitarlo.

-No sé yo si va a funcionara.

-El Señor está con nosotros, funcionará, ya verá como sí. Ustedes encárguense de hacer un poco de ruido, yo haré el resto.

-¿Qué?

Pero Zek ya no estaba para atender a nadie. Había encendido una cerilla y acercaba la llama a la mecha.

-¡Ahora, disparen!

Fred y la viuda asomaron las armas y dispararon hacia abajo, más por enviar plomo que en busca de un objetivo. Al poco las balas dejaron de subir con la misma insistencia y la mujer vio por el rabillo del ojo al reverendo observando fijamente la mecha encendida.

-¡Maldita sea, reverendo, tira ya ese cartucho!

-...y es amor, que quiere y perdona; pero también es justicia y castiga a quien osa dañar su obra. Porque aquel que haga el mal, por él será castigado...

La chispas seguían avanzando y se acercaban peligrosamente al cartucho.

-¡Vamos, cura del demonio!

-...por él será dañado y consumido, y será enviado a las llamas mismas del averno!

Se levantó y se asomó como si no hubiera peligro, alzó ambas manos y entre carcajadas lanzó el cartucho hacia la derecha. Ninguno de los bandidos tuvo tiempo de verlo tocar el suelo antes de que estallara. De los tres, solo uno salió corriendo hacia la calle central y tras él fueron los dos que estaban en la parte izquierda.

-¡Se van, no puedo creerlo, pero se van!

-¡Se lo dije señora, Dios está con nosotros!

Fred se incorporó y apuntó con cuidado, disparó y dio a uno de los bandidos en el hombro; este cayó al suelo, rodó y disparó dos veces. La primera bala chocó de nuevo con la campana. La segunda atravesó su carne, dejándole sentado sobre la tarima de madera con los ojos vacíos, boqueando en busca de aire.

La viuda se asomó por encima de la barandilla y comenzó a disparar su henry, obligando al grupo a continuar su huida.

El reverendo encendió el segundo cartucho y echó un vistazo a su compañero.

-Tranquilo amigo, ya has hecho bastante. Ahora descansa, saldremos de esta.

Le puso la mano en el hombro y siguió hablándole mientras miraba la mecha y calculaba la distancia hasta el cauce. Fred abría los ojos como platos intentando huir de las sombras y tomaba sorbos de aire incapaz de acoger oxígeno. Cuando la chispa llegó al lugar indicado, el reverendo se alzó de nuevo y lanzó el cartucho hacia el cauce. De allí abajo salieron cinco tipos más, huyendo de la muerte; mas la explosión no llegó a producirse. Dos de ellos buscaron un sitio a cubierto desde donde disparar a los de la campana y los otros tres restantes siguieron al resto hacia la calle central donde Bison y Vera seguían avanzando hacia la casa del médico.

Bison, apenas les vio venir, se giró y vacío los dos cañones de la escopeta sobre el primero de ellos, enviándolo un par de metros hacia atrás con un agujero en las tripas. Tuvo el tiempo justo para avisar al grupo del sheriff y echarse a un lado junto a Vera, antes de que la lluvia de plomo cubriera la calle, hiriendo a Jimmy en una pierna. Los disparos continuaron y cuando los de la casa del médico, supieron lo que estaba pasando, tomaron posiciones y renovaron su ataque.

Los de la herrería a duras penas podían asomarse sin exponerse a las balas. El grupo del sheriff dividía la zona de fuego entre uno y otro frente sin mucha efectividad. Y los cinco de la calle central se acercaban poco a poco al portal donde Bison y Vera se resguardaban. Bison abrió la escopeta y se dispuso a sacar los cartuchos, mientras veía las siluetas acercándose; los nervios actuaban en su contra y la munición bailaba en su mano. Vera apretó el gatillo y todos los proyectiles de la pepperbox se detonaron a la vez, saliendo despedidos como un enjambre; una nube de pólvora lo envolvió todo.

Al disiparse la pólvora, lo primero que apareció fue un cadáver y otro hombre, de rodillas en el suelo, quejándose con las manos en el estómago. Bison metió el segundo cartucho y cerró los cañones, mas al disponerse a amartillar el arma, aparecieron los tres restantes, con los revólveres listos, apuntándoles. Bison dejó caer la escopeta y marchó hacia ellos con las manos en alto, intentando alejar la atención de Vera. Notaba el peso del garrote en el costado y rezaba por tener el tiempo necesario para poderlo usar, pero cuando vio la cara de aquellos matones comprendió que no iba a tener ninguna oportunidad.

El estruendo fue más fuerte de lo que esperaba. Se sorprendió al no notar dolor alguno ni golpe ni rasgar de piel y carne. Abrió los ojos y vio a uno de los tres individuos en el suelo gritando de dolor sujetándose las piernas ensangrentadas y los otros dos encogidos apartando, incrédulos, las manos de la cabeza. De debajo del porche apareció el Dr.Well con la escopeta aun humeante celebrando su éxito mientras volvía a cargar. Bison no perdió el tiempo, empuñó el garrote y corrió hacia el primero de los que estaban encogidos.

Del otro lado del pueblo, salió un solo disparo, puede que una bala perdida o un proyectil en busca de su presa. Atravesó toda la calle, rozando las patillas de Bison y dio de lleno en el cuerpo del viejo doctor, haciéndolo girar sobre sí mismo y enviándolo a la tierra como un muñeco de trapo.

Bison se detuvo, vio cómo los bandidos echaban mano de los revólveres y volvió hacia donde estaba Vera todo lo rápido que pudo. Un plomo se alojó en su espalda mientras otro se hundía en uno de los postes, se tiró al suelo con el dolor agudo, recuperó su escopeta y se quedó agazapado dispuesto a vaciarla sobre el primero que se asomara.

Los dos tipos, en lugar de acercarse, tomaron posiciones seguras y abrieron fuego contra los otros grupos.

Con la sorpresa y la ventaja de la cobertura perdidas, los bandidos estaban recuperando terreno. En la campana nadie se atrevía asomarse, los de la herrería disparaban casi sin ver, Bison y Vera permanecían a la espera de llevarse a alguien por delante antes de desaparecer y el grupo del sheriff estaba siendo atrapado entre dos fuegos. Solo una cosa podría salvarles y el sheriff gritó bien alto.

-¡Jonowl, quítanoslos de encima!

Pero no hubo disparo de respuesta.

Jonowl había disparado después de que los jinetes entraran en el pueblo. Con los objetivos cabalgando entre los edificios, dar en el blanco era considerablemente más difícil. Hirió a un par de ellos pero no pudo quitarlos de en medio, la sed del arma lo dominó de nuevo y disparó sin parar, sin atender al ulular de su compañero que intentaba avisarle de lo que estaba a punto de ocurrir.

Por eso no los vieron llegar, ni él ni Tabitha, quien dirigía sus disparos hacia el pueblo, intentando romper la cohesión del enemigo. Cuando ella escuchó los chasquidos de percutor de revólver ajeno, ya era demasiado tarde. Dos individuos estaban apuntándoles: un tipo grande de pelo largo rubio y barba tiñosa y otro alto y delgado, con una fea cicatriz en el ojo izquierdo. No hizo falta avisar a Jonowl, la voz del segundo individuo lo sacó del trance.

-Tabitha Seanlan, es cierto que ha cambiado, pero tiene el mismo rostro que en la foto.

Jonowl se giró accionando la palanca, con los ojos inyectados en sangre, y antes de liberar la presión del gatillo, un plomo atravesó su hombro derecho, echándolo por el suelo y extinguiendo toda fuerza en la mano del gatillo.

Antes de que Tabitha pudiera preparar su arma, el tipo desfigurado amartilló de nuevo.

-Deje el revólver en el suelo. Con mucho cuidado.

Lo dejó caer a un metro de ella.

-Bien señorita, soy Sam Evans, vengo para devolverle el favor que hiciera a mi hermano Pat, hace ya tiempo.

Hizo un ademán al otro tipo y este se acercó hacia Jonowl, que aferraba el rifle con su mano izquierda, mientras el brazo derecho colgaba inerte. El bandido le golpeó con el cañón del revólver en la sien y lo noqueó.

Tabitha tragó aire y ocultó el sobresalto.

-Oiga, no sé quién es. No conozco a su hermano. No sé a qué viene esto.

-Claro que lo conoce. Lo vio por primera vez en el asalto a una diligencia y se despidió de él, mientras pataleaba colgando de una soga.

Ella comprendió y supo que nada quedaba por decir.

-Lo sé, señorita, usted hizo lo que creyó que era justo. Pues bien, lo mismo estoy haciendo yo ahora.

Sonrió y dio una voz al tipo de la melena rubia. Este se acercó hacia Tabitha y esta sintió el pánico helando sus huesos. Mas, al pasar por el lado de Jonowl, el bandido se quedó mirando el rifle, el contraste de la madera y el metal dorado con aquel magnífico grabado. No pudo aguantarse y lo cogió.

-¡Eh, deja ese rifle! Vamos a hacer lo que veníamos a hacer; cuando acabemos podrás coger todo lo que quieras del pueblo. Pero ese rifle es mío.

-Quédate tú con la chica. No sé lo que quedará en el pueblo cuando acabemos. El rifle está aquí y ahora, así que me lo quedo yo en pago por mis servicios.

-Tendrás de sobra. Si las cosas han ido como esperaba, más de la mitad de los nuestros habrán caído antes de que todo acabe. Los de aquí esperaban el ataque.

-No nos dijiste nada de eso.

-¿Tanto te importa? La victoria siempre ha sido nuestra, una vez eliminada la ventaja, los nuestros harán bien su trabajo; esos hijos de puta tienen mejor puntería que cualquier pueblerino. Mientras tanto, aquí no corres peligro y ahora habrá menos gente con la que repartir. Así que solo tienes que esperar a que todo acabe para recoger lo tuyo, pero debes dejar ese rifle.

El bandido se aferró al arma como un  náufrago a su balsa.

-¡El rifle es mío he dicho!

No se dio cuenta pero estaba apuntándole, notaba la tensión del percutor, la fuerza leve que demandaba a gritos el gatillo para liberar la bala y ofrecer, con una nueva muerte, algo de calidez al frío metal. Quiso seguir hablando pero el índice actúo, instintivo, antes que la lengua. El proyectil salió y, casi a la vez, habló el revólver del hombre desfigurado. El grandullón cayó de espaldas y un hilo de sangre cayó por la comisura de los labios hasta manchar su barba.

El tipo desfigurado se llevó la mano a la sangre que manaba de su costado; mas, consciente de su situación, dirigió su arma rápidamente hacia Tabitha, quien se detuvo a pocos centímetros del revólver. Entonces fue Jonowl quien, sacando fuerzas de pura rabia, saltó sobre el bandido y con su mano derecha asió el mango de su cuchillo, mientras notaba como si un cristal rasgara cada uno de sus músculos. Aguantó el aliento y clavó el filo sobre la carne, cuando el dolor le hizo abandonar el control de su brazo, apoyó la palma de su mano izquierda sobre el mango y presionó con fuerza hasta que la guarda se tiñó de sangre.

El bandido, entre gritos, levantó su revólver hacia Jonowl y un estruendo de pólvora lo calló para siempre. Tabitha estaba de pie, temblando, con lágrimas en los ojos y el Smith&Wesson de 7 tiros humeando. Dejó caer el arma y se acercó a Jonowl, quien la acogió con su brazo y se quedaron aturdidos, mirando a los cadáveres, respirando con brasas en los pulmones, asaeteados por el hormigueo de la tensión liberada. Cuando quisieron darse cuenta de lo que pasaba abajo, decenas de gritos y alaridos llenaban el pueblo.

Se incorporaron y acertaron a distinguir el carro de Ángel junto a DeLoyd y una treintena de guerreros indios recorriendo el pueblo al acecho de los bandidos que, disparando en vano, intentaban batirse en retirada. En el segundo punto más elevado del pueblo, el reverendo y la viuda del desierto movían los brazos enérgicamente, bajo la campana, pidiendo ayuda. Un poco más cerca, frente al saloon, el cuerpo del Dr. Well yacía inerte, mientras un desorientado Bison caminaba torpemente con la mano en la espalda. Más allá, en la herrería, alguno de los presentes parecía haber sido herido.

Jonowl respiró hondo y tragó cuatro o cinco veces hasta aliviar la sequedad extrema de su garganta.


-Tabitha, dime cómo puedo hacer un apaño con esta herida y en seguida me reúno contigo. Me temo que necesitan tu ayuda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario