El sol ha muerto. Las nubes se desvanecen y la luna late
fuerte en el cielo. Un viento fresco corta la asfixiante atmósfera del día,
dando la bienvenida a una buena taza de café. Salvo los vigilantes, todos se
arriman a la hoguera, entre el saloon y los restos de la atalaya del alcalde;
pues cuando se escucha el aullido de la muerte durante tanto tiempo, nadie
quiere ahogarse entre cuatro paredes y ceden a la liberación de enfrentarse al
peligro.
Bison, aun convaleciente, cogió con un trapo una de las
cafeteras; el gorgoteo ahumado invitaba al descanso. Fueron pasando las tazas,
de mano en mano. Con el sorbo caliente, se cerraron los párpados y hondos suspiros
expulsaron el exceso de celo del alma. No tardaron en surgir las primeras
palabras, humor duro, nacido del sufrimiento, que varió el rumbo de los
sentimientos y canalizó el ánimo en una columna de risas.
Desde arriba Jonowl y Tabitha escuchaban el jolgorio. Tapados
con la misma piel curtida, aferraban sus tazas mientras brindaban con una
sonrisa. Ella tenía su Smith&Wesson de 7 tiros, peso frío e incómodo junto
al vientre, en su fajín. Él tenía cerca el cuchillo de su abuelo y aquel magnífico rifle que
descansaba a sus pies, tapado con las pieles engrasadas, fuertemente anudadas, y aun así podía sentir el latido metálico del arma
maldita, un pulso constante por abandonar la quietud mortecina del reposo.
Hacía todo lo posible por ignorarlo, pero, en lo más interno de su ser, deseaba
con todas sus fuerzas que fuera necesario empuñarlo de nuevo.
Abajo Vera comenzó a susurrar una alegre tonadilla. Su voz se
quebró al llegar al pasaje donde Kornelius la recogía con la guitarra,
llevándola de la mano hasta la última cuesta, donde se apartaba cortésmente y
la dejaba crecer hasta congregar a todos los oyentes; incapaz de seguir,
quedó ahogada en el silencio. Entonces fue Bison quien tarareó, y tras él, con
la mirada fija en las llamas, fueron uniéndose todos los presentes. Vera esperó
el momento, entró susurrando y, acompañada, fue creciendo de nuevo. La voz
aumentó su curso hasta tornarse en limpio torrente, el resto de voces se
alzaron, una botella se abrió y un jubiloso caos embrujó los cuerpos en animado
baile.
Arriba en la arboleda, reían los vigilantes, daban palmas y
seguían la música con los pies. Por un momento no existieron armas ni amenazas.
Por un momento recuperaron la tranquilidad, marcaron a fuego sus ojos y,
fundidos en un abrazo, unieron sus labios hasta que lo cálido y carnoso inundó
toda consciencia. Se separaron con una sonrisa en la mirada. Los labios se
entreabrieron y un titubeo se bifurcó entre acercarse de nuevo o emitir
palabras; ninguna de las dos opciones tuvo lugar.
Un disparo retumbó en Canatia, el silbido del proyectil cortó
el baile y el tañido herido de la campana convirtió el júbilo en alerta.
-¡Jinetes, por el norte! ¡Puede que quince o más, el polvo los
tapa!
Jonowl movía ambos brazos, mientras las piezas doradas del
rifle brillaban exultantes.
-¡Todos a sus puestos!
La estrella del sheriff reflejó el fuego embravecido de la
hoguera.
A lo lejos, en el camino del norte, el grupo de jinetes se
detuvo y el polvo engulló toda pista. Desde la arboleda los vigilantes
permanecieron atentos a cualquier indicio de movimiento. Pero cuando la bruma
terrosa se hubo disipado, una veintena de jinetes siguieron en sus puestos.
Pronto aparecieron chispas y esquejes de llamas abrazaron la tela embreada de
unas antorchas; segundos después, ya no era necesario aguzar la vista. Se
escuchó el eco lejano de una arenga y el coro, en respuesta, gritó con sed de
sangre. Del trote pasaron al galope y el polvo volvió a alzarse tras ellos, en
su loca carrera hacia el pueblo.
Jonowl apuntó con el rifle. Recorrió con la mirilla cada uno
de los jinetes, realizando las correcciones demandadas por la distancia.
Memorizó pañuelos, ropas y sombreros; sellos de rápido reconocimiento, para
tenerlos presentes. Siguió el cabeceo de sus monturas y tomó tiempo en
distinguir sus armas. Les puso nombres, absurdos y rápidos, para evitar la
confusión grupal. Y cuando estuvo
preparado accionó la palanca. El chasquido limpio y metálico despertó el
espíritu de aquel arma con una ira casi celestial. Ahora más que nunca lo
sentía vivo; el disparo a la campana apenas había provocado respuesta, pero al advertir
los blancos, aquel arma tiró de él como un caballo desbocado; aun así era
demasiado pronto. Invocó los grandes ojos emplumados, para ver desde afuera el
momento adecuado en que comenzar a disparar. Escuchaba a su lado a Tabitha
disponiendo la munición y creía verla, por el rabillo del ojo, comprobando el
revólver por décima vez; pero su voluntad seguía anclada en el grupo atacante.
El estruendo de los jinetes se escuchaba claramente y un
creciente temblor recorrió todo el pueblo. Edgar, Ralph y Curteys fueron a
resguardarse cerca de la herrería, en el lugar que, según el fotógrafo, ofrecía
mejor ángulo de visión. Bison y Vera esperaban en el último piso de la primera
torre, mientras el Dr. Well reptaba bajo el entablado del porche del saloon. El
sheriff, Jimmy y Lily apuntaban a la entrada del pueblo, desde los restos de la
oficina y la atalaya del alcalde. Y, devorando los peldaños de la escala, Fred
se encaramaba hacia la campana, mientras el reverendo y la viuda del desierto
discutían por ver quién sería el siguiente en seguir sus pasos.
Con las prisas, la viuda resbaló un par de veces y Fred asió
sus manos para ayudarla a subir. Los jinetes ya estaban cerca y el reverendo
empujó desde atrás. Al sentir las manos del ministro del señor en su trasero,
la mujer concentró toda la fuerza en su pierna derecha y envió al reverendo de
nuevo al suelo. Comenzaron a oírse las quejas en respuesta y hubieran llegado
las amenazas de no haber sido acalladas por el primer disparo de la contienda.
Uno de los jinetes caía, a unos 200 metros del pueblo, y, al accionar la
palanca, Jonowl pudo distinguir claramente un gélido canto en el vibrar del
casquillo sobrante. Disparó y otro jinete cayó. Seguía el orden orquestado en
su cabeza. Palanqueaba con ansia, y al apretar el gatillo vivía el gozo del
proyectil liberado, aullando libre hacia su presa. Con cada detonación sentía un calor agradable disipado al instante, absorbido por el frío vacío del
hambre. Entonces solo quedaba accionar de nuevo y enviar otro casquillo al
aire. Otro objetivo caía pesado, habiendo segado su vida, antes de regresar a la tierra. Contó hasta ocho los caídos, cuando el noveno perdía su vida poco antes
de que el resto atravesara el umbral del pueblo.
De los once bandidos que quedaban, tres fallecieron al llegar a la
herrería; Ralph, Edward y Curteys llenaron de plomo sus cuerpos. Antes de que
el resto reaccionara, el sheriff, Jimmy y Lily abrieron fuego desde la oficina:
dos más murieron y otros dos, heridos, siguieron al resto de supervivientes
hacia el final del pueblo, buscando cobertura en la casa del médico. La
situación quedó paralizada. Los de la herrería mantenían sus puestos, abriendo
fuego continuamente y los del sheriff esperaban el momento oportuno para
acercarse, mientras Bison y Vera cubrían la calle central desde el saloon.
La lucha continuaba, pero ningún quejido rompía el continuo
tronar de pólvora. Jimmy intentó acercarse un par de veces y a punto estuvo
de perder los sesos. Bison y Vera optaron por salir del saloon en busca de un
mejor ángulo de tiro. El cocinero llevaba su garrote, colgado del cinto, y una
escopeta recortada preparada para escupir plomo. Vera caminaba lentamente
enarbolando la pepperbox de Kornelius con ambas manos, aun recordaba el
dolor de muñecas que causaba el encabritamiento del arma. Cuando el sheriff los vio, desde el otro lado de la calle, les hizo señas para
que siguieran caminando resguardándose tras los postes del porche.
El sheriff vio el momento perfecto, avisó de que, a su voz,
abrieran fuego. Así podría acercarse, con Jimmy y Lily, y rodear por la parte de atrás la casa del médico. Mas cuando la señal estuvo a punto de darse, fue la voz
del reverendo la que tronó junto al tañido de la campana. Cuando quisieron
darse cuenta, otro grupo de pistoleros había salido del cauce seco del río
y estaba disparando al reverendo y compañía.
-¡Hay dos a la izquierda, tres a la derecha y por lo menos
cuatro más siguen escondidos! ¡Fred, hazte cargo de los de la izquierda!
¡Señora, para usted los de la derecha! ¡Los del cauce de momento no son un
peligro!
-¿Quién te crees que eres para darme órdenes, maldito
reverendo loco? ¿Acaso crees que voy a asomarme ahí?
Las balas silbaban alrededor de la torre. Llovían astillas y
se escuchaba el quejido metálico de la campana ante los plomos. El reverendo
miró a Fred, este se asomó un par de veces pero tuvo el tiempo justo para
apretar el gatillo de su rifle sin apuntar, antes de que una de las balas le
volara el sombrero.
-Está bien, a grandes males grandes remedios.
El reverendo buscó en el bolsillo interno de su chaqueta y
sacó un pedazo de tela con dos cartuchos de dinamita dentro.
-¡Lo que me faltaba por ver! ¿Tenías eso todo el rato encima?
-La señorita Lily consideró que
podríamos necesitarlo.
-No sé yo si va a funcionara.
-El Señor está con nosotros, funcionará, ya verá como sí.
Ustedes encárguense de hacer un poco de ruido, yo haré el resto.
-¿Qué?
Pero Zek ya no estaba para atender a nadie. Había encendido
una cerilla y acercaba la llama a la mecha.
-¡Ahora, disparen!
Fred y la viuda asomaron las armas y dispararon hacia abajo,
más por enviar plomo que en busca de un objetivo. Al poco las balas dejaron de
subir con la misma insistencia y la mujer vio por el rabillo del ojo al
reverendo observando fijamente la mecha encendida.
-¡Maldita sea, reverendo, tira ya ese cartucho!
-...y es amor, que quiere y perdona; pero también es justicia
y castiga a quien osa dañar su obra. Porque aquel que haga el mal, por él será
castigado...
La chispas seguían avanzando y se acercaban peligrosamente al
cartucho.
-¡Vamos, cura del demonio!
-...por él será dañado y consumido, y será enviado a las
llamas mismas del averno!
Se levantó y se asomó como si no hubiera peligro, alzó ambas
manos y entre carcajadas lanzó el cartucho hacia la derecha. Ninguno de los
bandidos tuvo tiempo de verlo tocar el suelo antes de que estallara. De los
tres, solo uno salió corriendo hacia la calle central y tras él fueron los dos que
estaban en la parte izquierda.
-¡Se van, no puedo creerlo, pero se van!
-¡Se lo dije señora, Dios está con nosotros!
Fred se incorporó y apuntó con cuidado, disparó y dio a uno
de los bandidos en el hombro; este cayó al suelo, rodó y disparó dos veces. La
primera bala chocó de nuevo con la campana. La segunda atravesó su carne,
dejándole sentado sobre la tarima de madera con los ojos vacíos, boqueando en
busca de aire.
La viuda se asomó por encima de la barandilla y comenzó a disparar
su henry, obligando al grupo a continuar su huida.
El reverendo encendió el segundo cartucho y echó un vistazo a
su compañero.
-Tranquilo amigo, ya has hecho bastante. Ahora descansa,
saldremos de esta.
Le puso la mano en el hombro y siguió hablándole mientras
miraba la mecha y calculaba la distancia hasta el cauce. Fred abría los ojos
como platos intentando huir de las sombras y tomaba sorbos de aire incapaz de
acoger oxígeno. Cuando la chispa llegó al lugar indicado, el reverendo se alzó
de nuevo y lanzó el cartucho hacia el cauce. De allí abajo salieron cinco tipos
más, huyendo de la muerte; mas la explosión no llegó a producirse. Dos de ellos
buscaron un sitio a cubierto desde donde disparar a los de la campana y los
otros tres restantes siguieron al resto hacia la calle central donde Bison y
Vera seguían avanzando hacia la casa del médico.
Bison, apenas les vio venir, se giró y vacío los dos cañones
de la escopeta sobre el primero de ellos, enviándolo un par de metros hacia
atrás con un agujero en las tripas. Tuvo el tiempo justo para avisar al grupo
del sheriff y echarse a un lado junto a Vera, antes de que la lluvia de plomo
cubriera la calle, hiriendo a Jimmy en una pierna. Los disparos continuaron y cuando los de la casa del médico,
supieron lo que estaba pasando, tomaron posiciones y renovaron su ataque.
Los de la herrería a duras penas podían asomarse sin
exponerse a las balas. El grupo del sheriff dividía la zona de fuego entre uno
y otro frente sin mucha efectividad. Y los cinco de la calle central se
acercaban poco a poco al portal donde Bison y Vera se resguardaban. Bison abrió
la escopeta y se dispuso a sacar los cartuchos, mientras veía las siluetas
acercándose; los nervios actuaban en su contra y la munición bailaba en su
mano. Vera apretó el gatillo y todos los proyectiles de la pepperbox se
detonaron a la vez, saliendo despedidos como un enjambre; una nube de pólvora
lo envolvió todo.
Al disiparse la pólvora, lo primero que apareció fue un
cadáver y otro hombre, de rodillas en el suelo, quejándose con las manos en el
estómago. Bison metió el segundo cartucho y cerró los cañones, mas al
disponerse a amartillar el arma, aparecieron los tres restantes, con los
revólveres listos, apuntándoles. Bison dejó caer la escopeta y marchó hacia
ellos con las manos en alto, intentando alejar la atención de Vera. Notaba el
peso del garrote en el costado y rezaba por tener el tiempo necesario para
poderlo usar, pero cuando vio la cara de aquellos matones comprendió que no iba a tener ninguna oportunidad.
El estruendo fue más fuerte de lo que esperaba. Se sorprendió
al no notar dolor alguno ni golpe ni rasgar de piel y carne. Abrió los ojos y
vio a uno de los tres individuos en el suelo gritando de dolor sujetándose las
piernas ensangrentadas y los otros dos encogidos apartando, incrédulos, las
manos de la cabeza. De debajo del porche apareció el Dr.Well con la escopeta
aun humeante celebrando su éxito mientras volvía a cargar. Bison no perdió el
tiempo, empuñó el garrote y corrió hacia el primero de los que estaban
encogidos.
Del otro lado del pueblo, salió un solo disparo, puede que
una bala perdida o un proyectil en busca de su presa. Atravesó toda la calle, rozando las patillas de Bison y dio de lleno en el
cuerpo del viejo doctor, haciéndolo girar sobre sí mismo y enviándolo a la
tierra como un muñeco de trapo.
Bison se detuvo, vio cómo los bandidos echaban mano de los
revólveres y volvió hacia donde estaba Vera todo lo rápido que pudo. Un plomo
se alojó en su espalda mientras otro se hundía en uno de los postes, se tiró al
suelo con el dolor agudo, recuperó su escopeta y se quedó agazapado dispuesto a
vaciarla sobre el primero que se asomara.
Los dos tipos, en lugar de acercarse, tomaron posiciones
seguras y abrieron fuego contra los otros grupos.
Con la sorpresa y la ventaja de la cobertura perdidas, los
bandidos estaban recuperando terreno. En la campana nadie se atrevía asomarse,
los de la herrería disparaban casi sin ver, Bison y Vera permanecían a la
espera de llevarse a alguien por delante antes de desaparecer y el grupo del
sheriff estaba siendo atrapado entre dos fuegos. Solo una cosa podría salvarles
y el sheriff gritó bien alto.
-¡Jonowl, quítanoslos de encima!
Pero no hubo disparo de respuesta.
Jonowl había disparado después de que los jinetes entraran en
el pueblo. Con los objetivos cabalgando entre los edificios, dar en el blanco
era considerablemente más difícil. Hirió a un par de ellos pero no pudo
quitarlos de en medio, la sed del arma lo dominó de nuevo y disparó sin parar,
sin atender al ulular de su compañero que intentaba avisarle de lo que estaba a
punto de ocurrir.
Por eso no los vieron llegar, ni él ni Tabitha, quien dirigía
sus disparos hacia el pueblo, intentando romper la cohesión del enemigo. Cuando
ella escuchó los chasquidos de percutor de revólver ajeno, ya era demasiado tarde.
Dos individuos estaban apuntándoles: un tipo grande de pelo largo rubio y barba
tiñosa y otro alto y delgado, con una fea cicatriz en el ojo izquierdo. No hizo
falta avisar a Jonowl, la voz del segundo individuo lo sacó del trance.
-Tabitha Seanlan, es cierto que ha cambiado, pero tiene el
mismo rostro que en la foto.
Jonowl se giró accionando la palanca, con los ojos inyectados
en sangre, y antes de liberar la presión del gatillo, un plomo atravesó su
hombro derecho, echándolo por el suelo y extinguiendo toda fuerza en la mano
del gatillo.
Antes de que Tabitha pudiera preparar su arma, el tipo desfigurado
amartilló de nuevo.
-Deje el revólver en el suelo. Con mucho cuidado.
Lo dejó caer a un metro de ella.
-Bien señorita, soy Sam Evans, vengo para devolverle el favor
que hiciera a mi hermano Pat, hace ya tiempo.
Hizo un ademán al otro tipo y este se acercó hacia Jonowl,
que aferraba el rifle con su mano izquierda, mientras el brazo derecho colgaba
inerte. El bandido le golpeó con el cañón del revólver en la sien y lo noqueó.
Tabitha tragó aire y ocultó el sobresalto.
-Oiga, no sé quién es. No conozco a su hermano. No sé a qué
viene esto.
-Claro que lo conoce. Lo vio por primera vez en el asalto a
una diligencia y se despidió de él, mientras pataleaba colgando de una soga.
Ella comprendió y supo que nada quedaba por decir.
-Lo sé, señorita, usted hizo lo que creyó que era justo. Pues
bien, lo mismo estoy haciendo yo ahora.
Sonrió y dio una voz al tipo de la melena rubia. Este se
acercó hacia Tabitha y esta sintió el pánico helando sus huesos. Mas, al pasar
por el lado de Jonowl, el bandido se quedó mirando el rifle, el contraste de la
madera y el metal dorado con aquel magnífico grabado. No pudo
aguantarse y lo cogió.
-¡Eh, deja ese rifle! Vamos a hacer lo que veníamos a hacer;
cuando acabemos podrás coger todo lo que quieras del pueblo. Pero ese rifle es
mío.
-Quédate tú con la chica. No sé lo que quedará en el pueblo
cuando acabemos. El rifle está aquí y ahora, así que me lo quedo yo en pago por
mis servicios.
-Tendrás de sobra. Si las cosas han ido como esperaba, más de
la mitad de los nuestros habrán caído antes de que todo acabe. Los de aquí esperaban
el ataque.
-No nos dijiste nada de eso.
-¿Tanto te importa? La victoria siempre ha sido nuestra, una
vez eliminada la ventaja, los nuestros harán bien su trabajo; esos
hijos de puta tienen mejor puntería que cualquier pueblerino. Mientras tanto, aquí
no corres peligro y ahora habrá menos gente con la que repartir. Así que solo
tienes que esperar a que todo acabe para recoger lo tuyo, pero debes dejar ese
rifle.
El bandido se aferró al arma como un náufrago a su balsa.
-¡El rifle es mío he dicho!
No se dio cuenta pero estaba apuntándole, notaba la tensión
del percutor, la fuerza leve que demandaba a gritos el gatillo para liberar la
bala y ofrecer, con una nueva muerte, algo de calidez al frío metal. Quiso
seguir hablando pero el índice actúo, instintivo, antes que la lengua. El
proyectil salió y, casi a la vez, habló el revólver del hombre desfigurado. El
grandullón cayó de espaldas y un hilo de sangre cayó por la comisura de los
labios hasta manchar su barba.
El tipo desfigurado se llevó la mano a la sangre que manaba
de su costado; mas, consciente de su situación, dirigió su arma rápidamente
hacia Tabitha, quien se detuvo a pocos centímetros del revólver. Entonces fue Jonowl
quien, sacando fuerzas de pura rabia, saltó sobre el bandido y con su mano
derecha asió el mango de su cuchillo, mientras notaba como si un cristal rasgara cada
uno de sus músculos. Aguantó el aliento y clavó el filo sobre la carne, cuando
el dolor le hizo abandonar el control de su brazo, apoyó la palma de su mano
izquierda sobre el mango y presionó con fuerza hasta que la guarda se tiñó de
sangre.
El bandido, entre gritos, levantó su revólver hacia Jonowl y
un estruendo de pólvora lo calló para siempre. Tabitha estaba de pie,
temblando, con lágrimas en los ojos y el Smith&Wesson de 7 tiros
humeando. Dejó caer el arma y se acercó a Jonowl, quien la acogió con su brazo
y se quedaron aturdidos, mirando a los cadáveres, respirando con brasas en los
pulmones, asaeteados por el hormigueo de la tensión liberada. Cuando quisieron
darse cuenta de lo que pasaba abajo, decenas de gritos y alaridos llenaban el
pueblo.
Se incorporaron y acertaron a distinguir el carro de Ángel
junto a DeLoyd y una treintena de guerreros indios recorriendo el pueblo al
acecho de los bandidos que, disparando en vano, intentaban batirse en retirada. En
el segundo punto más elevado del pueblo, el reverendo y la viuda del desierto
movían los brazos enérgicamente, bajo la campana, pidiendo ayuda. Un poco más
cerca, frente al saloon, el cuerpo del Dr. Well yacía inerte, mientras un
desorientado Bison caminaba torpemente con la mano en la espalda. Más allá, en la herrería, alguno de los presentes parecía haber sido herido.
Jonowl respiró hondo y tragó cuatro o cinco veces hasta
aliviar la sequedad extrema de su garganta.
-Tabitha, dime cómo puedo hacer un apaño con esta herida y en
seguida me reúno contigo. Me temo que necesitan tu ayuda.
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