Una capa gris enturbia el cielo y tamiza la luz. No hay viento, ni brisa, ni fuerza que alce las velas. Las densas y pesadas nubes, incapaces de aligerar su peso, siguen ancladas frente al sol, cociendo su vapor y enviando a la tierra una asfixiante atmósfera. Nadie en Oldrock city parece celebrar nada; cruzan la calle sin el alboroto diario, pisan el polvo sin fuerza. Sofocados, parecen intuir lo que se acerca.
Los primeros llegaron por la parte norte de la ciudad. Rostros secos y fieros, miradas decididas y mandíbulas tensas. Cabalgaban al paso, agrupados, llenando la calle de uno a otro lado. Los lugareños se refugiaban en los porches, mientras, cabizbajos, evitaban cruzar miradas con los visitantes. Nadie alzó la voz ni preguntó intención o procedencia. Ese día, más que nunca, la mayoría encontró una razón para regresar a casa.
El segundo grupo entró por el sur. Tan solo cuatro jinetes con ropas buenas, domadas por el viaje. Golpe firme de herradura, resoplido de bestia, músculos tensos de jinete y montura. Los pañuelos tapaban sus caras, el silencio les rodeaba y emitían a su paso un aura tensa, oscura y amarga, rota por el brillo mortecino de las armas.
Fue este segundo grupo el que continuó por la calle principal, dejando atrás las caballerizas, el almacén, el hotel y el burdel de la señorita Inga. Hubo miradas y susurros, siempre a resguardo, ocultos tras vidrios y paredes. Continuaron su recorrido, por la tienda de empeños del señor Schultz, hasta parar frente al sheriff y tres ayudantes que esperaban, armados, a la salida de su oficina.
Los últimos pasos se hicieron eternos, ni siquiera el polvo del camino osó alzar el vuelo. Los representantes de la ley permanecieron quietos, enteros, esperando al alcance de las palabras. Finos cables de acero atravesaban el aire y el aliento contenido de los observantes quedó quebrado por el chasquido de percutores de una escopeta.
-Caballeros, no pienso repetirlo. Bajen ahora mismo esos pañuelos y dejen sus armas.
La respuesta quedó en espera. Los ojos de uno y otro bando escudriñaron al contrario, la pupilas se movían frenéticas mientras las mentes analizaban las opciones, tanto de aliados como oponentes. Un segundo después, uno de los cuatro jinetes se adelantó con un papel en la mano, bajó su pañuelo, miró con su ojo desfigurado y rasgó con su voz el espacio existente entre él y el sheriff.
-Usted debe ser el sheriff Rob H. Sugart. Y, si no me equivoco, ese de ahí es Ed Harrigan.
-Los mismos. Ahora dejen sus armas o vacío estos dos cañones sobre sus caras.
Es posible que sonriera, quizás fue un acto reflejo o algún tipo de aviso a los suyos; la verdad es que cuando el sheriff apretó el gatillo, tenía ya una bala alojada en la cabeza. Las postas se dispersaron a un lado, hiriendo a uno de los jinetes. De los tres ayudantes, los dos más expertos tardaron instantes en reaccionar, el tiempo justo para que el plomo acabara con ellos. El último permaneció apuntando, rígido, con un vendaval en las entrañas, hasta que otro disparo le otorgó el descanso.
El estruendo de pólvora aun resonaba entre las casas cuando el primer grupo avanzó al galope, desde el norte, hacia sus compañeros. Retumbaron los cascos, aullaron las voces y recorrieron el lugar acercando la muerte a todo aquel que osara mostrarse.
Cuando el polvo se dispersó, solo los agujeros de bala en maderas y cristales evidenciaban el paso de los jinetes. Tardó la gente en salir, animada por la lejanía del temblor en la tierra, en acercarse a los cadáveres del sheriff y sus ayudantes y ver sobre ellos un papel en el que aparecían escritos dos nombres.
A lo lejos, en dirección suroeste, podía verse la nube de polvo bajo el cielo gris de aquellos jinetes depredadores dirigiéndose hacia su siguiente presa.
Más allá un carro atravesaba el desierto de vuelta a casa, mientras otro cruzaba el umbral de un nuevo hogar coronado de cenizas, ruinas y desconfianza.
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