Un caballo resopla, cansado, ante la ausencia de agua y pasto
fresco. Su jinete, en pie sobre el polvo amarillento, reconoce el lugar que
creía soñado. El promontorio aparece entre las dunas; roca seca y angulosa,
agreste y grisácea, extraña al entorno como surgida de otro mundo. Por sus
paredes brotan las voces de que quienes, tiempo atrás, consiguieron traerle de
vuelta, antes de que el sol se llevara su vida.
No tardó en comprender que su llegada había sido advertida
desde hacía tiempo. Se acercaron dos guerreros jóvenes y fuertes, de cara
saludable y espíritu limpio; ambos lucían pinturas de guerra. El más alto de
los dos se dirigió a Edgar.
-Bienvenido, Hombre Quemado. Ven, Perro Amarillo te espera.
Atravesó la impresionante entrada, formada por tres grandes
rocas, que superaba la altura de dos hombres y la anchura de dos varas y media.
Dentro, reconoció al pueblo vislumbrado en los vapores del recuerdo: los bravos
guerreros, las mujeres trabajando las pieles y los chiquillos correteando como
fieras. Todos parecían saber quién era; miraban y sonreían al Hombre Quemado
que estuvo entre ellos para regresar de la muerte. Uno de los pequeños se
acercó curioso y toco las pocas señales que el sol dejó en su rostro. El más
bajo de los guerreros, lo apartó con un gruñido, con lo que el chiquillo salió
corriendo entre risas, esgrimiendo un palo y gritando, hacia sus compañeros de
juego.
Lo acompañaron hasta la tienda central, apartaron la gruesa
piel de la entrada y le invitaron a pasar.
En el interior, un pequeño fuego permanecía encendido; la
llamas lamían con delicadeza los manojos de plantas situados estratégicamente,
generando una fina y continua columna de humo denso, dulzón, levemente picante
y tranquilizador. Tras ella, se mostraba entre ondas el semblante grave y
arrugado del jefe de la tribu, el noble Perro Amarillo.
-Saludos, Hombre Quemado. Los vientos anunciaban tu llegada.
-Hola, Perro Amarillo, estoy feliz de volver a verte. Hasta
hace pocos días pensaba que solo había estado aquí en sueños.
-Nunca estuviste aquí, al menos al completo. Tu cuerpo estaba
seco, solo tu espíritu fue consciente en este lugar. Tampoco era algo que
necesitaras, tu senda era otra. Ahora, vuelves porque nuestros caminos van a
cruzarse; me temo que por motivos contrarios.
-Es cierto. Vengo aquí por el ataque a la diligencia. Las
armas utilizadas y el tipo de ataque... todo parece indicar que fue tu pueblo.
-Muchas veces vimos pasar al hombre del carro, siempre por el
mismo camino, la misma fina senda que describe la hormiga a lo largo del día.
Nada hicimos para perturbar su trabajo.
-Pero entonces, ¿por qué esta vez sí?
-Esta vez la hormiga llevaba a otros consigo. Un hombre
blanco hace su camino y lo sigue hasta que no encuentra nada en él para sacarle
provecho; pero muchos hombres blancos se extienden hasta cubrirlo todo,
arrancando de raíz cuanto tienen al alcance, hasta que nada queda. Solo
escuchan el cuánto; ni el quién, ni las consecuencias.
-Esa gente solo se dirige a nuestro pueblo, de allí a la
siguiente ciudad y viceversa. No les interesa nada más.
-El hambre les detendrá. Interrumpirán su camino y se
preguntarán que hay más allá. Buscarán nuevos territorios para su caza, hasta
que encuentren la que les lleve aquí y vean que también nosotros podemos calmar
la sed. Entonces asegurarán que, por acuerdos creados por ellos mismos, todo
cuanto acaban de descubrir les pertenecía ya de antes. Y nuevamente deberemos
marchar si queremos vivir como consideramos que debe hacerse... pero ya no hay
sitios para ello.
-Podemos convivir.
-Con alguno sí, con todos no. El hombre blanco no viaja
consigo y con los suyos, sino que arrastra una forma de vida tan compleja y
pesada que arrolla todo cuanto encuentra a su paso. Hace tiempo, cuando
vivíamos en las ciudades, cuando llevábamos vuestros nombres y pensé en venir
aquí, alguien me dijo que era un iluso, que vivía en un sueño. Y a día de hoy
aquí tienes el sueño, un sueño que somos capaces de construir y mantener; un
sueño gracias al cual tú sigues con vida. ¿Sabes lo que sí fue una ilusión? El
tiempo en que creímos posible construir una de vuestras ciudades, cuando
creamos nuestra propia escritura e incluso intentamos formar nuestro propio
estado. Pregúntales sobre ello a los Cherokee; te dirán lo que consiguieron y
cómo acabó todo.
-Tiene que haber algún modo de poder solucionar esto. Deja
que lo hable con los del pueblo, pero por favor, deben cesar los ataques.
-No enterraremos el hacha. Los ancestros avisan: el primer
estrechar de manos fija la telaraña. La realidad es que no necesitamos nada y
nada queremos, no queremos que nos enseñéis las cosas que nos harán falta, ni
depender de vuestros suministros de carne y alcohol. Hubo un tiempo en que creímos
posible aceptar las normas del gran presidente y continuar viviendo como
siempre. Hoy por hoy, parece que no es posible; pues bien, si ha de ser así,
caeremos de acuerdo a nuestra naturaleza. Seremos honestos en la muerte, como
lo fuimos al llegar a la vida.
-Solo te pido un poco más de tiempo. El suficiente para que
pueda hablar con los del pueblo. Vosotros queréis seguir viviendo así y
nosotros no podemos permitirnos más ataques ni la creación de otro pueblo
cercano. Seguimos la misma senda, al menos en parte. No queremos que vuestra
agua salga a la vista. Una vez me ayudasteis; dame tiempo, Perro Amarillo, el
suficiente para poder hablar y volver aquí.
-Hombre Quemado, regresaste a la vida entre estas piedras,
tienes un vínculo con este lugar y con mi pueblo. Tres lunas te doy, las mismas
que permaneciste aquí. Pasado ese tiempo, solo tus noticias evitarán la sangre.
Su voz sonó decidida, con un eco esperanzado y un brillo
melancólico. Allá en el fondo de sus ojos, podía adivinarse la incertidumbre,
el deseo de que todo pudiera arreglarse y la fatídica certeza de que había
llegado el fin.
Edgar salió de la tienda algo mareado. Notó el golpe del sol,
viejo enemigo que le castigaba vengativo por su hazaña. Se acercó hasta el
pequeño manantial, al abrigo de la piedra, lavó su cara y remojó la garganta
algo reseca por el humo. Observó el pueblo y no pudo verlo tan distinto de su
Canatia; a fin de cuentas, un lugar apartado, un inicio de cero y pensó por el
momento en el vértigo, el dolor que podría suponer su desaparición.
Dejó atrás la gran entrada de aquel pueblo, incómodo y agreste, pero libre y puro y comenzó el viaje de regreso buscando las palabras adecuadas para los suyos.