Llegaba el atardecer. Masticaba su ración de comida seca sentado al borde del edificio, con la brisa en el rostro y los pies colgando en el hueco de la pared descarnada.
Se encontraba en la cuarta planta, pero la estructura debía haber alcanzado los siete u ocho pisos. Le gustaba subir a las ruinas, la mayoría seguía escondiendo curiosidades engullidas por zarzas, hiedras y enredaderas. Tan solo debía tener cuidado al caminar, pasar por las vigas y reconocer debidamente la fiabilidad del resto del suelo.
Respiró hondo, dejando que el aroma fresco y amargo de las plantas ensanchara sus pulmones y observó, desde allá arriba, el paisaje que se alzaba frente a él. El sol se marcha por el oeste y enrojece copas arbóreas que entremuestran pequeñas sendas naturales; algún promontorio despunta aquí, una vieja colina allá y, dispersos por el horizonte, gigantes corruptos de cemento se mantienen en pie por miríadas de garras vegetales trepando en busca del sol.
Y se le antojó curioso, irónico, casi extraño, cómo aquello que se creó para ser eterno: gloria perpetua de un mundo todopoderoso, apenas había sobrevivido a sus creadores, y cómo aquello que fue desplazado es lo que ahora lo mantenía erguido.
Observando el nuevo mundo le llegó implacable la certeza: que por muchos extractores que haya, por mucho conocimiento cosechado, nadie recordará lo que fue y este mundo que se engendra por sí mismo será la evidencia que, al alcance de la vista, nadie podrá negar. Probablemente una nueva esencia, puede que otra lógica o forma de vida será la que se creará. Y aquel conocimiento hallado deberá, al servicio del espacio que lo rodea, vertebrar una nueva realidad.
Quizás llegue un momento en que los buscadores sigan cosechando en aquellos lugares, no ya para reconstruir el pasado; sino para, envueltos en el mundo, innovar.
Se quedó hasta que el sol encontró descanso tras las montañas. Entonces las palabras del viejo T. resonaron en su mente.
La vida de nuestra ciudad se estancaría si no fuera por los bosques inexplorados y los prados que la rodean. Necesitamos el tónico de lo salvaje.
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