Rodeado de terciopelo verde y cristal iluminado, sobre lujosa superficie de marquetería, mira la caja de ébano con sus compartimentos equidistantes guardando las primeras monedas que ganó: ofrenda resplandeciente a cierta divinidad plutoniana.
Baja la tapa hasta quedar frente a los 24 brillos de la “N”, perfectamente engastada en el negro de la madera.
Se gira hacia la ventana y observa la montaña: magnífica, salvaje, solemne e indomable; erizada de verde ácido de coníferas sobre dura roca escarpada.
Entonces ejecuta la señal y uno de los operarios responde a la llamada.
Tremendo fogonazo, estruendo atronador y densos coágulos de humo negro, que al disiparse muestran al coloso herido de roca rota, pino muerto y herida abierta en las entrañas que dos líneas de acero se encargarán de atravesar.
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