Estaba cansado, llevaba más de ocho horas sin parar de cabalgar, le dolía todo el cuerpo pero no podía detenerse; no ahora, cuando estaba a punto de llegar.
Toma resuello. Entre la bruma de su propio vaho pueden distinguirse las luces lejanas del campamento, al otro lado de las líneas enemigas.
Cierra con fuerza los ojos, exhala el aire y deja que los pulmones se llenen con el fresco aroma del bosque.
Apreta los dientes, se levanta sobre los estribos inclinándose hacia adelante y canaliza todo el ímpetu de su montura en una clara y marcada línea recta.
No tarda en oírse la voz del vigía; detona la pólvora y silban las balas a su alrededor. Los lados se difuminan, las crines ondean al viento y un resoplido mantiene el fuego del animal al rojo vivo.
Atraviesa el primer puesto, salta la bestia ignorando a los soldados. Algún plomo muerde, no sabe cuánto ni dónde, su propio cuerpo desdeña el dolor y continúa hacia el objetivo.
El sabor a hierro lo inunda todo, la vista se emborrona y focaliza todas sus fuerzas en aguantar.
Tres hombres se interponen en el camino, apuntan con los fusiles y Junsen decide no parar.
Suena seco el golpe, de bestia contra hombres, a huesos rotos contra el suelo y a carne herida por las balas. Su cuerpo se mantiene por pura voluntad y continúa por inercia hasta que llega a territorio amigo, entrega el mensaje y puede, al fin, descansar.
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