Surca la diligencia el mar de roca y arena. Aquí y allá se alzan peñascos, terreno impracticable, rocas cortadas y, más adelante, se yergue la columna rocosa, alta y desafiante, que les ha de servir de punto estratégico.
–¡Sam, detente!!
Cierra los puños, dobla los codos y tiran tensas las riendas, frenando las crines en oleaje. Los cascos pisotean manteniendo la posición, leve vaivén de ruedas asentando al vehículo y polvo suspendido regresando al suelo del que emergió.
–¿Qué ocurre, Patty?
–Aquel sitio ya no es nuestro.
Arriba, en la columna apenas se distinguirse un brillo errático.
–¿Hay alguien? –pregunta Jake entornando al máximo los ojos.
–Varios, más de cuatro.
–¿Estamos a salvo?
Patty se yergue sobre el techo de la diligencia y el viento cálido mueve sus ropas desde atrás.
–Sí, por unos diez pasos.
Entonces, allá arriba tiene lugar un solo fogonazo y el estruendo seco que es engullido por el vuelo agudo de un plomo que devora la distancia, estrellándose con el suelo a poco más de diez pasos de ellos.
Sam relaja las manos, deja caer las riendas y se gira hacia Jake.
–¿Y bien, ahora qué?
–Bueno, tú querías continuar con tu diligencia, ¿no? ¿Qué opciones tenemos?
–Nos queda un apeadero a la derecha, continuar este camino o ir por las viejas rutas, pero no sé cómo estarán para meter la diligencia…
Henry adelanta su caballo hasta ponerse al alcance de Jake y Sam.
–Esos de ahí no son mis coyotes. Los míos esperaran en un apeadero o al pie del camino. Los pajarracos de esa roca son de esta tierra… Lo mejor será que me adelante y eche un vistazo al apeadero.
–Mmmm, me parece bien… Sam, ¿qué me dices de esas viejas rutas?
–Viejas y retorcidas como un río de alambre de espino. Eran una buena baza para recorrerlas a pie, pero con la diligencia no lo veo, no.
–¿Ninguna?
–Dicen que la mejor es una que llaman la senda perdida.
–Suena amplio… Patty, ¿cómo van las cosas por arriba?
–Esperan, como nosotros. Tienen ganas de gatillo, eso seguro, pero de momento no se mueven.
Jake se lleva ambas manos a la cara, resopla y observa a Henry galopando hacia el apeadero, disminuyendo su figura. Delante se abre amplio el camino mientras, por el rabillo del ojo, la columna rocosa permanece desafiante, feroz centinela dispuesto a aplastarles en cuanto avancen un poco más.
–A ver, Patty, ¿y enviar plomo hacia arriba?, ¿cómo lo ves?
–¿Con este viento y la diligencia en marcha?, les cuelo uno por cada tres que nos manden ellos. Y si Sam mueve bien este trasto para que no nos den, podría escupirles algo serio una vez, como mucho, de milagro.
–De acuerdo.
Baja Jake del pescante y se asoma a la puerta de la diligencia.
–Damas y caballeros, si son tan amables de bajar; nos gustaría contar con su opinión.
–Jake, te recuerdo que seguimos teniendo unos cuantos pajarracos aquí.
–No hay problema, Sam, no bajarán. Todos sabemos cómo se llega allí. El primero que toque esa senda, para ir o venir, está muerto. No se me ocurre mejor forma de atraer las balas.
Se reúnen todos a un lado de la diligencia, salvo Patty que atiende desde arriba, pendiente de cualquier movimiento allá en la columna.
–…y así están las cosas. La verdad es que, llegados a este punto, ya no sé qué hacer; cualquier sugerencia será bienvenida.
El paisaje se extiende, amplio, rocoso y árido, hasta el horizonte. A un lado la pequeña mota de polvo roja, junto al cerco de insignificantes humanos discutiendo su suerte. Al otro, unas cuantas rapaces observan con rifles afilados lo que acontece abajo, pero las presas no se mueven y los ánimos comienzan a impacientarse. Patty casi puede oler el ansia de los de arriba y el regusto torcido, de unos y otros, al saberse encerrados en aquel eterno erial sin paredes.
Tras un silencio, en el círculo surgen las primeras ideas llenas de impurezas: absurdas, peligrosas, valientes, desesperadas, imposibles. Poco a poco van cribando y puliendo aquellas más prometedoras hasta encontrar el ansiado brillo, espoleados siempre por la eterna ansia del viejo que continúa viviendo tres días por delante del resto, cediendo ese hueco de tiempo presente al miedo.
Desechan esperar a Henry, ante la idea de verse atrapados entre los de la columna y los que vengan tras él. Desechan la ruta vieja por miedo a quedar encallados con la diligencia. Y desechan el camino central por alergia al plomo… Continúan argumentando y rebatiendo, cuando Patty ve cómo los Howard se alejan un poco, con la mirada perdida como cada vez que vislumbran en la realidad la representación abstracta de sus fotografías. Alza una ceja la reverenda al verlos discutir, señalando a uno y otro lado, para finalmente asentir en un firme acuerdo.
–Disculpen –interrumpe el señor Howard–, desde aquel lado hay un par de puntos que nos dejan fuera de su alcance.
Su dedo señala a una de las viejas rutas, una estrecha y arisca, de esas que ni se habían molestado en proponer.
–Venimos de verla, en aquel punto se mete un poco en la tierra y sigue unos cuantos pasos por la garganta. Parece que desde allí podríamos salir de nuevo al camino central, evitando gran parte del tramo peligroso. Pero bueno, es solo una idea.
–Dice bien, sr. Howard, –responde Sam–. Esa senda es de las peores, pero en ese primer tramo que comenta no debería haber mucho problema para llevar la diligencia. Después solo se trata de salvar una pequeña distancia de suelo rocoso y volveríamos al camino central, dejando la columna atrás. ¡Puede funcionar, sí señor!
–Bien, si a alguien se le ocurre alguna otra cosa, ahora es el momento.
–Ya hemos dicho bastantes disparates. El plan del fotógrafo es el mejor, así que pongámonos en marcha.
Muerde Patty una respuesta al viejo y se coloca en el techo calculando distancias, visualizando los plomos que han de volar de uno y otro frente.
Suben todos a bordo. Las manos se cierran de nuevo y tientan las riendas suavemente sabiendo que la respuesta de los animales no se hará esperar. Gira el par delantero, pisan firmes los cascos y mueven las ruedas hasta fundir los radios en un único material. De repente el lugar parece más abierto, el aire más fresco y, ante la posibilidad de una salida, el ánimo revive dispuesto a dar otro empujón más.
Cambia el suelo firme por senda pedregosa y una cabellera pelirroja se asoma libre por la ventana, luchando contra el traqueteo, fijando la vista en la columna que gira ante ellos y desaparece conforme se hunden en el hueco terroso de la garganta. Una vez allí, todo es silencio y tensión contenida del deseo de que todo vaya bien. Sam dirige con calma, coge Jake la escopeta, más por aferrarse a algo que por utilidad, y se tapa Patty con la manta a fin de difuminar al máximo el posible blanco, anclando la mirilla en la amenaza.
Emerge de nuevo la diligencia, abandona la sepultura terrosa, lenta y silente, con Patty rifle en hombro y el interior erizado en revólveres por si se tuercen las cosas. A un lado queda la senda, que continúa estrechándose hasta ahogar a todo lo que sea más ancho que un par de mocasines; entran cascos y ruedas en suelo rocoso y bambolea la diligencia ante lo que no pueden absorber las resistentes correas de cuero. Sigue Sam, centrándose en el camino y deja el entorno al resto, sabiendo que solo de él depende que no quiebre pieza alguna ni vuelquen. Pasan un alto sahuaro: enhiesto, fuerte y solemne, erizado como el maldito suelo que pisan; y al dejar sus espinas surge de nuevo la columna, amenazante. Todos pueden ver ahora a las rapaces, revoloteando en busca de la presa que no saben si dar por perdida, incapaces de decidirse a bajar.
–Para. –susurra Patty tras dar dos golpes en el techo– tira solo un poco para atrás.
Obedece Sam y regresa a las aristas del gigante espinoso. Patty recorre con la mirilla sombreros y hombros, hasta contar cuatro individuos. Recorre una y otra vez cada uno, cantando distancias y tiempos.
Toda la diligencia es un silencio sepulcral. Sam se revuelve y abre la boca impaciente, pero es la voz de Jake la que suena primero al adivinar lo que va a pasar.
–¡Patty, no!
Un disparo siempre suena a muerte, pero el estruendo es estremecedor cuando es el primero en rasgar el silencio asfixiante de la espera. Fuerte, bravo y un eco que parece eterno hasta que un palanqueo activa el tañido agudo de casquillo contra el suelo. Arriba, una de las rapaces cae y dos disparos más encuentran alojo, cada uno, en su respectivo dueño.
El tercer disparo falla. No porque el objetivo no estuviera a tiro ni porque no le hubiera dado tiempo; falla la mano experta de la reverenda porque los nervios tiran de sus músculos con rabia, desenfocan los ojos y estrechan con fuerza la garganta al ver como de allá arriba se alza un buen número de cabezas.
Dispara un par de veces más, pero le cuesta horrores fijar un blanco ante el baile alocado de objetivos. Sin perder tiempo, aquellos tipos montan y se disponen a bajar a por ellos. Piensa Patty en recibirlos, pero se le antojan demasiados para su rifle, así que da dos golpes fuertes e invoca al conductor.
–¡Sácanos de aquí! ¡Es un maldito avispero! Cuanto más distancia ganemos, mejor.
No hubo pregunta ni queja. Chasquean las riendas, atrona firme y urgente la voz y responden las bestias al unísono.
–¡Vamos a tener jaleo! –grita Jake a los pasajeros. Dentro se amartillan armas, templan almas y cruzan miradas intentando adivinar por dónde vendrán las balas.
–Si no salimos de esta, quiero decirles que ha sido un placer viajar con ustedes –acierta a decir entre titubeos el viejo.
Sonríen con algo de nervio los Howard en respuesta y asiente la señorita del este mientras sopesa su dragoon con el cuello palpitante y un inicio de fuego en ojos y cabello.
–Aquí estamos. Que vengan.
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