lunes, 1 de septiembre de 2014

Huidas y cadenas


Bielas moviéndose en perfecta armonía, cadencia potente que empuja y arrastra, que expande y repliega, impulsando al monstruo, ligero de carga, sobre líneas de acero. Volutas negras expulsa con brío, exhalando el esfuerzo, bocanadas de humo enviadas al cielo. Mientras adentro, late e irradia, arde y expande, el alma de fuego; la presión convertida en vuelo, la fuerza ciclópea del titán de acero.


El reverendo llevó el sombrero al pecho, extendió uno de sus brazos y, mirando al creador, dejó que el viento golpeara su rostro, atravesando su pelo. 

-¡Goza Fred, regocíjate en la gloria! Siente la experiencia que al hombre fue vedada, pues solo los ángeles atesoran tal libertad en su memoria.

Fred, andaba a lo suyo, mirando el borroso camino, adelantándose en el tiempo, aguardando el momento previo a las pequeñas piezas cerámicas; el instante de apretar gatillo. Las piezas volaban en mil pedazos, dejando los postes astillados, y sueltos y huérfanos los cables del telégrafo.

-Goce usted, reverendo, goce. Que cuantos más postes vuele, más tardaremos en encontrar la muerte.

Entre palancas y manómetros se encontraba el operario, hallaba una extraña alegría al ver al titán devorar las columnas de acero. Con un mar de sudor en brazos, espalda y frente, manipulaba la bestia sin dejar de echar al fuego el negro alimento.

-Ánimo amigo, hoy será el día que tanto has ansiado, no temas al oprobio, pues cuando rindas cuentas, encontrarás en nuestras armas la disculpa perfecta. Libera la furia de este coloso, maravíllate de su fuerza y del poder incandescente de su ánima henchida. Hoy no habrán paradas, ni altos en los pozos, solo el continuo brillar del sol sobre el metal pulido. Quiebra el límite que un día impusieron y despliega sus alas hacia el infinito.

El hombre continuó alimentando la caldera, cada vez más hambrienta, observando el rubor en las planchas y el fundir de las rocas al tocar el infierno; alcanzó la ruptura del punto prohibido y sintió la liberación de realizar lo que no se admite, dicha intensa, explosión anímica de quien traspasa los límites, en ese instante perfecto que todo es posible. El coloso devoraba el espacio, exhalando una interminable columna de humo, moviendo cada una de sus piezas en un tronar furioso y continuo. Fred era incapaz de ver las piezas cerámicas, ni siquiera podía distinguir con claridad los postes que aparecían traslúcidos, como reflejos seguidos en un interminable juego de espejos; solo la línea del cable serpenteaba alocada: a veces abajo, a veces arriba. El reverendo se mantenía erguido, asido con fuerza a uno de los hierros, cantando a pleno pulmón, a la vez que vislumbraba en el horizonte las mismas puertas del cielo.

Y allí estaba, aun lejano, un resistente parapeto de madera anclado a las vías, junto a varios hombres de ley. Esperaban a los que cabalgaban el caballo de hierro como si vivieran sin dueño: ni capataz, ni faraón, ni presidente, ni rey.

No obstante, ninguno descubrió el obstáculo hasta tenerlo de frente. El reverendo seguía cantando, desdeñando cualquier otra cosa salvo el avance. Fred gritó hasta que algo en su garganta quedó muerto. El operario echó mano del freno, pero comprendió lo inútil de parar y, sonriendo, liberó la máquina en su último vuelo. 

El estruendo resonó hasta agotar el eco de todas las montañas de los alrededores. Herrajes, vigas y astillas, grandes como cabezas, fueron despedidas hacia arriba, tardando en volver a la tierra. La cabeza del coloso descansaba quebrada, deformada en un amasijo fundido, compuesto de su propio cuerpo y una mezcla informe de maderas y piedras. A pesar de todo, el gigante guardaba aun algo de vida en su fuero interno y terminó exhalando los últimos vapores entre esputos de coagulado humo negro.

Para cuando la caldera perdió todo su calor, los representantes de la ley habían encontrado al operario abrazado a la máquina, fundido en aquel amasijo, con el rostro pacífico del dulce sopor. El reverendo y Fred salieron despedidos varios metros más allá del parapeto. Tardaron en volver en sí, doloridos y maltrechos, con más partes rotas que enteras pero, sorprendentemente, vivos. 

Fueron detenidos por el robo de la mina y otros bienes del testamento del señor August T. Reims, junto a otro buen puñado de crímenes que fueron llegando en los sucesivos días. Fue un juicio concurrido y, al conocerse la sentencia, gran motivo de dicha y alegría.

***

-¿Ves Fred? Lo importante es la fe, concentrar todas tus energías en cada golpe, con la creencia fija de que conseguirás tu objetivo, así es y así debe de ser.

-Como vea, reverendo, pero si le golpea en los salientes, la roca se rompe con más facilidad.

-Hablamos de lo mismo, amigo; por mucho saliente que veas, si no hay creencia, no hay fuerza y, por lo tanto, no hay ruptura.

-No sé, reverendo, si no le importa yo seguiré a lo mío, que aquel guarda lleva un rato mirándonos con cara de pocos amigos.

El reverendo se giró hacia el hombre armado, grande y feo guarda, que permanecía impasible sobre la muralla con el desierto infinito a su espalda. Al ver que este le devolvía la mirada, sonrió y le saludó con la mano, el individuo, perplejo, consiguió reprimir el impulso de responder y echó un par de gritos a otros que por allí andaban.

-Hay buenas almas por aquí, Fred, sí señor. Siempre hay esperanza.

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