Un sol cansado enrojece el cielo, cubriendo la llanura de luz tenue, antesala nocturna. A lo lejos, el pequeño pueblo cierra las puertas y acude al hogar en busca de cena y descanso. Es la hora de los otros, cuando el saloon enciende sus luces y aquellos que durante el día permanecen a resguardo, acuden a la llamada del alcohol, la música y la tibieza de la carne. Todos viejos conocidos del lugar, la otra cara del mundo.
Surgió de la llanura y a ella volvió. Guardapolvo serio y distante, sombrero de ala recta, firmes botas viejas y un revólver, en cinto, de cachas negras y balas frías. Llegó de lejos, caminando con soltura, como quien cruza la calle, con el resuello bien administrado, algunos dirían que no respiraba. Se dirigió hacia el porche del saloon, examinó los ojos de las bestias allí atadas, hasta encontrar el carácter apropiado.
Dentro, la música hervía despidiendo vapor de alcohol ahumado, junto al eco presente de sudor y goce carnal, proveniente de las habitaciones del piso de arriba. Risas y discusiones se libraban en mesas circulares, apostando sobre verde, cantidades demasiado elevadas para tan deleznables criaturas. No faltaba quien tenía la osadía de llevar su dinero en pequeños sacos con el sello de algún banco o compañía comercial de la zona.
Dio una palmada; un golpe fuerte y seco que restalló acompañado de relinchar equino. Las crines erizadas cruzaron el porche, atravesaron las puertas abatibles e irrumpieron en medio de la sala; moviendo mesas, empujando gente, tirando cartas y mezclando el dinero.
El dueño consiguió sacar al animal antes de que alguien decidiera mostrarle el camino con plomo; mas al volver descubrió lo que desgraciadamente sospechaba: en un nido de canallas, cuando se pierde el orden, nadie se fía de nadie. Sabía que tenía pocos segundos antes de que todo se descontrolara. Indicó al pianista que tocara de nuevo, con energía; fue de mesa en mesa ofreciendo algo de bebida, intentando calmar los ánimos. Pero las voces se alzaban por encima de la pianola y, tan pronto como conseguía apaciguar los ánimos de una mesa, surgía un nuevo foco de disputa en la mesa contigua, debiendo encargarse de la nueva amenaza, a la vez que vigilaba la primera. A duras penas consiguió tejer su fina tela de araña y mantener atrapadas a las fieras. Consiguió reducir a los dos más problemáticos y sacarlos fuera, cuando un trueno de pólvora resonó en todo el pueblo. Entró casi sin pisar el suelo, con maderas manchadas de sucia sangre golpeando su cráneo y se sorprendió al ver a todo el mundo expectante; decenas de oídos expertos, analizando el alma y dirección del estruendo, convinieron en que el sonido venía de la parte trasera del local. El dueño acudió acompañado por alguno de los parroquianos.
Al llegar, aún olía a pólvora, unos trozos de cristal reflejaban desde el suelo la luz de los faroles que portaba la comitiva. Miraron a uno y otro lado de la calle, pero les costó distinguir, a lo lejos, una figura que se dirigía entre las sombras, con paso desconcertantemente calmado, a la oficina del sheriff. El dueño no tardó en hallar la procedencia de los cristales y comprender que había un cadáver en una de sus habitaciones. De nuevo le faltó el aliento, caminó con prisa, agobiado, pensando en poros de la madera absorbiendo una roja y densa mancha de sangre.
El forastero llamó con fuerza, intentando en cada golpe arrancar del sueño a su receptor. No tardó en abrir un hombre de rostro cansado y ojos temerosos que chasqueó varias veces su boca seca, antes de emitir una tímida pregunta. Entró sin decir nada, tan solo un nombre y una cifra. “¿Muerto?” le respondió el sheriff, ahora más despierto. El forastero asintió y se sentó en una silla. El sheriff intentaba encontrar las palabras necesarias para efectuar una sencilla pregunta como: “¿y el cadaver?”, cuando la puerta sonó de nuevo y apareció el dueño del saloon.
-¡Sheriff, han matado a Jake Cowler! Está en mi saloon, en la habitación de Betty.
El forastero extendió la palma de su mano mientras observaba fijamente al sheriff, que se mantenía a duras penas en pie preguntándose qué demonios estaba pasando.
Finalmente hicieron el trámite, cogió su dinero y se dispuso a marcharse cuando se apoyó en el quicio de la puerta y dio media vuelta.
-¿Sheriff, hay algo más que pueda hacer por usted?
Dentro, la música hervía despidiendo vapor de alcohol ahumado, junto al eco presente de sudor y goce carnal, proveniente de las habitaciones del piso de arriba. Risas y discusiones se libraban en mesas circulares, apostando sobre verde, cantidades demasiado elevadas para tan deleznables criaturas. No faltaba quien tenía la osadía de llevar su dinero en pequeños sacos con el sello de algún banco o compañía comercial de la zona.
Dio una palmada; un golpe fuerte y seco que restalló acompañado de relinchar equino. Las crines erizadas cruzaron el porche, atravesaron las puertas abatibles e irrumpieron en medio de la sala; moviendo mesas, empujando gente, tirando cartas y mezclando el dinero.
El dueño consiguió sacar al animal antes de que alguien decidiera mostrarle el camino con plomo; mas al volver descubrió lo que desgraciadamente sospechaba: en un nido de canallas, cuando se pierde el orden, nadie se fía de nadie. Sabía que tenía pocos segundos antes de que todo se descontrolara. Indicó al pianista que tocara de nuevo, con energía; fue de mesa en mesa ofreciendo algo de bebida, intentando calmar los ánimos. Pero las voces se alzaban por encima de la pianola y, tan pronto como conseguía apaciguar los ánimos de una mesa, surgía un nuevo foco de disputa en la mesa contigua, debiendo encargarse de la nueva amenaza, a la vez que vigilaba la primera. A duras penas consiguió tejer su fina tela de araña y mantener atrapadas a las fieras. Consiguió reducir a los dos más problemáticos y sacarlos fuera, cuando un trueno de pólvora resonó en todo el pueblo. Entró casi sin pisar el suelo, con maderas manchadas de sucia sangre golpeando su cráneo y se sorprendió al ver a todo el mundo expectante; decenas de oídos expertos, analizando el alma y dirección del estruendo, convinieron en que el sonido venía de la parte trasera del local. El dueño acudió acompañado por alguno de los parroquianos.
Al llegar, aún olía a pólvora, unos trozos de cristal reflejaban desde el suelo la luz de los faroles que portaba la comitiva. Miraron a uno y otro lado de la calle, pero les costó distinguir, a lo lejos, una figura que se dirigía entre las sombras, con paso desconcertantemente calmado, a la oficina del sheriff. El dueño no tardó en hallar la procedencia de los cristales y comprender que había un cadáver en una de sus habitaciones. De nuevo le faltó el aliento, caminó con prisa, agobiado, pensando en poros de la madera absorbiendo una roja y densa mancha de sangre.
El forastero llamó con fuerza, intentando en cada golpe arrancar del sueño a su receptor. No tardó en abrir un hombre de rostro cansado y ojos temerosos que chasqueó varias veces su boca seca, antes de emitir una tímida pregunta. Entró sin decir nada, tan solo un nombre y una cifra. “¿Muerto?” le respondió el sheriff, ahora más despierto. El forastero asintió y se sentó en una silla. El sheriff intentaba encontrar las palabras necesarias para efectuar una sencilla pregunta como: “¿y el cadaver?”, cuando la puerta sonó de nuevo y apareció el dueño del saloon.
-¡Sheriff, han matado a Jake Cowler! Está en mi saloon, en la habitación de Betty.
El forastero extendió la palma de su mano mientras observaba fijamente al sheriff, que se mantenía a duras penas en pie preguntándose qué demonios estaba pasando.
Finalmente hicieron el trámite, cogió su dinero y se dispuso a marcharse cuando se apoyó en el quicio de la puerta y dio media vuelta.
-¿Sheriff, hay algo más que pueda hacer por usted?
El sheriff, aún contrariado, rebuscó en los maltrechos cajones de su mesa.
-Mmmm... poca cosa -dijo pasándose la mano por la cara-. La mayoría de piezas del saloon han tenido suerte y están fuera de precio. Pero, el otro día llegó algo nuevo, un poco raro: dos chavales y una criada. Parece que atracaron el banco de Rowfield, apenas 50 dólares por los cuatro... bueno, por los tres; había otro chaval pero cayó en el atraco. No es mucho, no sé si te interesará.
-Es trabajo -dijo alargando la mano para coger los toscos retratos de una robusta mujer negra, un chiquillo pecoso y un muchacho de ojos pequeños y cara afilada.
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