El sol aún no sobrepasa los pinos. Los últimos rescoldos de la fogata humean a la mañana. La cafetera reposa vacía y se empieza a enfriar. Pequeñas gotas de rocío coronan las plantas, inundadas por una claridad grisácea y se preparan para desaparecer.
En el valle la diligencia está lista. Sam repasa las ataduras de los caballos, mientras Patty y Jake acaban de cargar los equipajes.
Los Howard vienen de los límites del terreno con la cámara a cuestas y la cara de satisfacción de haber cazado buenas piezas.
El viejo sale renqueando con la mano derecha aplacando riñones y la izquierda intentando extraer algún resto del desayuno que se niega a abandonar los dientes. La señorita va tras él: recta, imponente y disciplinada, como si no tocara el suelo, enarbolando el amarillo vivo de sus ropas contra el frío gris del alba. Solo antes de subir, se detiene un segundo mirando atrás, se permite un mero pestañeo y una sonrisa se fuga ante la visión de aquella casa en medio de un lugar perdido.
Ocupan todos su sitio adentro, se enrollan los cueros de las ventanas, asegurando el contacto con el exterior.
Sam va colocando las riendas, revisando la palanca de freno y templando las ganas.
En suelo firme, Henry, Patty y Jake se mantienen en pie, pensando en alto, buscando palabras, cada uno frente al otro evaluando quién será el primero en desenfundar.
—¿Estas seguro? —habla primero Jake.
Henry asiente solemne con la cabeza.
—Tengo aún cosas que poner en orden. Pero gracias por compartir vuestro plan conmigo.
—Seguirá en pie, amigo. Siempre que sigas en este mundo.
Asiente Henry de nuevo y dispara un vistazo a la india que acuchilla una mueca extraña en el rostro.
—Ha estado bien volver a veros y pasar una noche al raso como en los viejos tiempos. Me he sacudido unos cuantos años de encima.
Recompone Patty la voz y arranca grave.
—No hay nada aquí que no puedas conseguir fuera. Todo es mundo, Henry. Lo único que puede ocurrir es que pierdas tu propia vida en esta tierra.
—Joder con la Digger, ¿siempre sabes dónde cavar, eh?
Patty amartilla el rostro.
—¡Vete al infierno, alcornoque!
—Para ser reverenda mandas demasiadas veces a la gente para abajo.
—No importa dónde te mande, seguro que tendrías los santos cojones de notar algo de frío allí.
La cuchillada secciona toda tensión. Toman un tiempo más en despedirse. Patty sube al techo de la diligencia y Jake ocupa su sitio junto a Sam. Henry se queda en tierra, acompañando la diligencia con la mirada, hasta que la gran muralla de pinos acaba por engullirla. Da media vuelta y observa su casa y el valle, magnífico paraíso apartado del mundo, rodeado de hostilidad.
Abandonan el bosque y al terminar la última pendiente: se coloca Sam el sombrero, toca firme las riendas y todo vuelve a rodar.
Relinchan feroces las bestias, buscan asideros las manos, cabecean veloces las crines, giran a la inversa los radios y surge densa la nube de polvo que solo atraviesa un sol implacable. Surca el bote sin detenerse; paisaje seco y amarillento. Mas no se oye nada, ni pájaros ni viento ni gritos ni insectos, solo el silencio de unas trompetas estridentes que atronan en metal el mundo eterno que se extiende ante ellos.
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