Caracol de madera y metal, deja el rastro de dieciséis pezuñas y cuatro aros. Recortado ante el sol, penetra el horizonte; audaz fragata que embiste las olas amarillentas de un mar de polvo seco. A ambos lados se alzan, desafiantes, gigantescas islas de roca lisa recortada por el viento con vastas planicies en sus cimas. Abandona la tierra conocida y aparece, insignificante, a punto de ser engullido por el océano.
Allí estaba Ángel, enorme y sudoroso, aferrado al puente, con el sombrero de ala ancha como única fuente de sombra, oteando con ojos de halcón el fin del camino. Torpe y lento en tierra; se mostraba, entonces, diestro y decidido. Guiaba las bestias con aleación de instinto y empatía, transmitiendo designios a través del cuero, como cable telegráfico, sin tirones ni movimientos bruscos, con la gracilidad del toque leve y la noble firmeza del espíritu fuerte. Y cuatro cabezas respondían al unísono, cabeceando en oleaje equino, devorando nudos, llevando aquel armatoste a un fluido navegar; dejando tras de sí una nube de espuma amarillenta y blanca niebla.
Tras él, varios puntos crecían en el horizonte, manchas de bestia y hombre, cazando la presa. Se giró tan solo un segundo, el tiempo necesario para medir distancias y calcular velocidades. Los nervios bombearon calor en el cuerpo, templaron músculos y aguzaron los sentidos, aprovechó el beneficio y canalizó lo nocivo, expulsándolo a través de una rígida sonrisa. A su lado, un tipo alto y seco, de porte lánguido y finos anteojos, permanecía, blanco, en un traje que se le antojaba más estrecho que nunca. En sus brazos acunaba una escopeta, de metal impoluto y alma dormida. No notaba su peso, ni observaba el reflejo del sol en ella; solo recordaba, atormentado, cómo comenzó todo. Como decidió buscar la aventura, acortando por el infierno, obviando las advertencias de Ángel; porque era un tipo valiente, osado cuando contaba con la obediencia de los suyos. Mas se encontraba fuera de todo aquello, destetado del poder de su nombre, temblando como una hoja.
El tiempo pareció detenerse, los caballos continuaban su cabeceo, mientras el horizonte se mantenía eternamente lejano. Atrás, se dibujaban ya los contornos de las manchas, distinguiendo jinetes y monturas entre el halo fantasmagórico de pieles al vuelo y tocados de plumas en busca de sangre. Ángel seguía en su sitio, abriendo las piernas para obtener mayor estabilidad, manteniendo el ritmo necesario, preguntando a las riendas el latir de los animales, equilibrando velocidad y aliento para asegurar la llegada al destino.
Entonces se escucharon los gritos, agudos como silbidos de flechas, fieros y ansiosos, cargados, durante años, de una sed de venganza que jamás podrían saciar. Y al oír ese canto de guerra, los finos anteojos no aguantaron más, algo se rompió dentro del traje estrecho y este comenzó a gritar como un loco, intentando demostrar, en vano, la majestad que le fue otorgada. Con los ojos abiertos como platos y la cabeza inmersa en una nube de vapor denso y pesado, repetía una y otra vez “¡Sácanos de aquí, maldita sea! ¡Quiero que nos saques de aquí, ya! ¡Es que no me oyes? ¡Maldito inútil, hijo de perra!”
Se abalanzó sobre Ángel, para quitarle las riendas, dejando caer la escopeta en el mar de polvo, provocando el trastabillar de la nave, al pasar por encima. Comenzó con un simple vaivén y el continuo forcejeo empeoró la situación. La fragata zozobraba amenazando con irse a pique. El traje estrecho seguía chillando, fuera de control, tirando de las riendas, apremiando la pérdida de la vida que tan desesperadamente quería salvar. Los gritos salvajes se escucharon más cerca y su rostro se desencajó al ver las figuras, claramente definidas, aullando ante la cercanía de la presa; sus manos aflojaron las riendas, exhaló un susurrante “Dios mio...” y su cuerpo encontró, en el pie de Ángel, una persuasiva invitación para abandonar el barco.
Apenas se giró para verlo antes de ser engullido por la espuma amarillenta. Volvió a afianzarse en el puente y recuperó el control de la nave. Algunos perseguidores se quedaron para devolver el favor del hombre blanco al náufrago; el resto reanudó la cacería, pero mantuvo la distancia hasta que emergieron, al fin, los ansiados portales rocosos: las columnas de hércules de aquel océano, anunciando la salvación. Junto a él, firmemente atada, seguía a bordo la lujosa maleta del traje estrecho, con aquel curioso papel que encerraba el sueño de quien pensaba ser el mismo gran hombre, en Canatia.
Allí estaba Ángel, enorme y sudoroso, aferrado al puente, con el sombrero de ala ancha como única fuente de sombra, oteando con ojos de halcón el fin del camino. Torpe y lento en tierra; se mostraba, entonces, diestro y decidido. Guiaba las bestias con aleación de instinto y empatía, transmitiendo designios a través del cuero, como cable telegráfico, sin tirones ni movimientos bruscos, con la gracilidad del toque leve y la noble firmeza del espíritu fuerte. Y cuatro cabezas respondían al unísono, cabeceando en oleaje equino, devorando nudos, llevando aquel armatoste a un fluido navegar; dejando tras de sí una nube de espuma amarillenta y blanca niebla.
Tras él, varios puntos crecían en el horizonte, manchas de bestia y hombre, cazando la presa. Se giró tan solo un segundo, el tiempo necesario para medir distancias y calcular velocidades. Los nervios bombearon calor en el cuerpo, templaron músculos y aguzaron los sentidos, aprovechó el beneficio y canalizó lo nocivo, expulsándolo a través de una rígida sonrisa. A su lado, un tipo alto y seco, de porte lánguido y finos anteojos, permanecía, blanco, en un traje que se le antojaba más estrecho que nunca. En sus brazos acunaba una escopeta, de metal impoluto y alma dormida. No notaba su peso, ni observaba el reflejo del sol en ella; solo recordaba, atormentado, cómo comenzó todo. Como decidió buscar la aventura, acortando por el infierno, obviando las advertencias de Ángel; porque era un tipo valiente, osado cuando contaba con la obediencia de los suyos. Mas se encontraba fuera de todo aquello, destetado del poder de su nombre, temblando como una hoja.
El tiempo pareció detenerse, los caballos continuaban su cabeceo, mientras el horizonte se mantenía eternamente lejano. Atrás, se dibujaban ya los contornos de las manchas, distinguiendo jinetes y monturas entre el halo fantasmagórico de pieles al vuelo y tocados de plumas en busca de sangre. Ángel seguía en su sitio, abriendo las piernas para obtener mayor estabilidad, manteniendo el ritmo necesario, preguntando a las riendas el latir de los animales, equilibrando velocidad y aliento para asegurar la llegada al destino.
Entonces se escucharon los gritos, agudos como silbidos de flechas, fieros y ansiosos, cargados, durante años, de una sed de venganza que jamás podrían saciar. Y al oír ese canto de guerra, los finos anteojos no aguantaron más, algo se rompió dentro del traje estrecho y este comenzó a gritar como un loco, intentando demostrar, en vano, la majestad que le fue otorgada. Con los ojos abiertos como platos y la cabeza inmersa en una nube de vapor denso y pesado, repetía una y otra vez “¡Sácanos de aquí, maldita sea! ¡Quiero que nos saques de aquí, ya! ¡Es que no me oyes? ¡Maldito inútil, hijo de perra!”
Se abalanzó sobre Ángel, para quitarle las riendas, dejando caer la escopeta en el mar de polvo, provocando el trastabillar de la nave, al pasar por encima. Comenzó con un simple vaivén y el continuo forcejeo empeoró la situación. La fragata zozobraba amenazando con irse a pique. El traje estrecho seguía chillando, fuera de control, tirando de las riendas, apremiando la pérdida de la vida que tan desesperadamente quería salvar. Los gritos salvajes se escucharon más cerca y su rostro se desencajó al ver las figuras, claramente definidas, aullando ante la cercanía de la presa; sus manos aflojaron las riendas, exhaló un susurrante “Dios mio...” y su cuerpo encontró, en el pie de Ángel, una persuasiva invitación para abandonar el barco.
Apenas se giró para verlo antes de ser engullido por la espuma amarillenta. Volvió a afianzarse en el puente y recuperó el control de la nave. Algunos perseguidores se quedaron para devolver el favor del hombre blanco al náufrago; el resto reanudó la cacería, pero mantuvo la distancia hasta que emergieron, al fin, los ansiados portales rocosos: las columnas de hércules de aquel océano, anunciando la salvación. Junto a él, firmemente atada, seguía a bordo la lujosa maleta del traje estrecho, con aquel curioso papel que encerraba el sueño de quien pensaba ser el mismo gran hombre, en Canatia.
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