Varias arañas, tejen su luz, pergeñando la trampa que retiene a incautos durante toda una noche; perdidos en dados y cartas, en cálidas carnes que soportan, firmes como rocas, las embestidas de la vida por el mortecino brillo del vil metal. Ajeno a todo, oculto de la gran sala, se encuentra un pequeño reino, fuego, caldo y aromas, un bosque de hierro fundido repleto de ingredientes que siempre contiene más de lo que parece albergar.
Charles observaba el puchero: decenas de burbujas hiriendo, lentamente, la fina tela de sustancia y expulsando hacia arriba las perlas de aroma; algo básico y completo, lejano en el tiempo y cercano en el alma. Una bomba sensitiva; recuerdo de infancia que explota en el paladar, constriñe la garganta y hace brotar lágrimas por años pasados. Una forma de recordar capaz de ahondar en lo más recóndito de la mente, viajar hasta tiempos en principio olvidados, reduciendo la salsa hasta concentrar toda una época en un bocado. No había sido fácil aprender el hechizo.
Atrás quedaban los insípidos años del rancho, de más caldo que carne, de sabe a rayos pero calma el estómago, porque no hay quien suelte un dólar cuando se trata de alimentar a los de abajo. Allá los momentos agrios del inicio, cuando el hambre no permite disfrutar completamente del proceso. Lejos la sal de aquellos días de fragua montada en carro, afilando el ingenio con las oportunidades del camino para reparar los ánimos de los que viven entre reses. Remotos los dulces momentos de vuelta al origen, donde contempló el calor del hogar con ojos de profesional y descubrió la verdadera magia; el secreto del brillo de un caldo, la alquimia de echar cuatro piezas crudas al líquido primigenio y conseguir ese toque especial, en principio inexplicable. Pero, ante todo, bien presente, se encuentra la gloria de haber resuelto el gran misterio que permite invocar el recuerdo, clamando al cielo de la boca.
Contemplaba los hilos de calor surgiendo del puchero, deformando la realidad; impulsados por pequeñas explosiones de sabroso caldo; causadas por burbujas en lento ascenso a través del magnífico alimento; separando hilos de carne, rompiendo verduras, liberando la maravillosa densidad que une el líquido en trabada hermandad. Extendió la palma de su mano y remó los aromas hacia sí; aspiró y dejó que los sabores se posaran. Tomó dos trapos de recia tela y rescató del averno aquel cáliz divino. El cazo atravesó la sabrosa mezcla y colocó su contenido en un plato. Recogió una gota sobrante y la llevó a los labios, buena textura, buen sabor inicial; entonces paladeó y sonrió.
Sabía a los campos del lugar, a los huertos, a las hierbas silvestres del verano y a los pasteles de carne que crecían en las ventanas de los vecinos; todo unido con el poder untoso de un pueblo altivo, aligerado por el ácido dulzor de la compota de ciruela que tantas veces habían preparado las manos experimentadas de las abuelas.
Sirvió los platos, con aquel guiso pardo y oscuro; orgulloso de su encantamiento, seguro como el Merlín que ve en un niño al nuevo rey. En aquel momento, la puerta escupió un chaleco elegante, ridículos zapatos con brillo y caros gemelos aprisionando muñecas enanas.
-¡Rápido, el Señor Benson está esperando! ¿Se puede saber qué estás haciendo?
La figura regresó de su ensimismamiento y volvió su enorme rostro hacia el individuo gritón. Intentaba mantener la calma pero las pobladas patillas, unidas al bigote, se erizaban en loco siseo de ira contenida.
-La comida... ya está.
El chaleco se detuvo un segundo, sabedor de que el ambiente andaba caldeado.
-Bien, eso está bien. Pues a sacarlo, no tengo que decirte lo importante que es que el señor Benson salga contento.
-Saldrá contento...
Charles asió con fuerza la bandeja, interponiendo su enorme espalda entre su creación y el chaleco, y se dirigió a la puerta, mientras un ojo sibilino escudriñaba el alimento.
-Espera Charlie, un segundo.
Charles dio media vuelta, comenzando a fraguar una advertencia, cuando un puñado de hierbas aromáticas surgieron de la pequeña mano del chaleco, expandiéndose como disparo de escopeta, hiriendo todos y cada uno de los platos.
-Así está mucho mejor. Estos detalles son importantes, ¿no crees, Charlie?
Pero Charles no respondió, asaeteado por la variedad de olores, herido por torrentes de aromas que lo arrollaban todo. Un caos de sabores desbocados que dejaban tras de sí el erial más absoluto; ya no había ni campo, ni huerto, ni hierbas silvestres, ni pastel de carne, ni vecinos, ni la madre que los parió... solo un hombrecillo estúpido con chaleco que se metía donde no le llamaban. Y el averno creció en su interior, erizando patillas y bigote hasta romper la mueca contenida de su boca. Desclavó el cuchillo de la tabla de madera y se dirigió hacia el pequeño gritón.
-!Charlie¡, ¿qué haces, Charlie?, ¡quieto, quieto pequeño!
Charles se detuvo un instante, dejó el cuchillo encima del banco, pues una herramienta no ha de servir para herir, y tomó su garrote rojizo, de madera compacta. Se alzó, bufando como bisonte herido, y describió un arco perfecto en el aire, hasta juntar madera y carne. El chaleco apareció en el salón, escupido de nuevo por la puerta, retorciéndose, dolorido, tejiendo un interminable hilillo de quejas. Mientras, el bisonte se tomó su tiempo, asimilando el último sabor: el tiempo amargo vivido en aquel lugar, taponado por aquel insignificante individuo, dejando que se pudriera todo lo aprendido, limitado por la repetición constante y monótona.
Se colocó su bombín, cogió su garrote. No se despidió del Sr. Benson, ni del resto de comensales. Solo dedicó un último saludo al chaleco elegante, alzándolo del suelo con una mano, quitándole el papel que tan celosamente guardaba siempre consigo y del que solo había conseguido leer aquella palabra en grandes letras: Canatia. Finalmente, dejó caer al hombrecillo y salió por la puerta delantera, abandonándolo en su pútrido local, como langosta atada a una tabla.
Charles observaba el puchero: decenas de burbujas hiriendo, lentamente, la fina tela de sustancia y expulsando hacia arriba las perlas de aroma; algo básico y completo, lejano en el tiempo y cercano en el alma. Una bomba sensitiva; recuerdo de infancia que explota en el paladar, constriñe la garganta y hace brotar lágrimas por años pasados. Una forma de recordar capaz de ahondar en lo más recóndito de la mente, viajar hasta tiempos en principio olvidados, reduciendo la salsa hasta concentrar toda una época en un bocado. No había sido fácil aprender el hechizo.
Atrás quedaban los insípidos años del rancho, de más caldo que carne, de sabe a rayos pero calma el estómago, porque no hay quien suelte un dólar cuando se trata de alimentar a los de abajo. Allá los momentos agrios del inicio, cuando el hambre no permite disfrutar completamente del proceso. Lejos la sal de aquellos días de fragua montada en carro, afilando el ingenio con las oportunidades del camino para reparar los ánimos de los que viven entre reses. Remotos los dulces momentos de vuelta al origen, donde contempló el calor del hogar con ojos de profesional y descubrió la verdadera magia; el secreto del brillo de un caldo, la alquimia de echar cuatro piezas crudas al líquido primigenio y conseguir ese toque especial, en principio inexplicable. Pero, ante todo, bien presente, se encuentra la gloria de haber resuelto el gran misterio que permite invocar el recuerdo, clamando al cielo de la boca.
Contemplaba los hilos de calor surgiendo del puchero, deformando la realidad; impulsados por pequeñas explosiones de sabroso caldo; causadas por burbujas en lento ascenso a través del magnífico alimento; separando hilos de carne, rompiendo verduras, liberando la maravillosa densidad que une el líquido en trabada hermandad. Extendió la palma de su mano y remó los aromas hacia sí; aspiró y dejó que los sabores se posaran. Tomó dos trapos de recia tela y rescató del averno aquel cáliz divino. El cazo atravesó la sabrosa mezcla y colocó su contenido en un plato. Recogió una gota sobrante y la llevó a los labios, buena textura, buen sabor inicial; entonces paladeó y sonrió.
Sabía a los campos del lugar, a los huertos, a las hierbas silvestres del verano y a los pasteles de carne que crecían en las ventanas de los vecinos; todo unido con el poder untoso de un pueblo altivo, aligerado por el ácido dulzor de la compota de ciruela que tantas veces habían preparado las manos experimentadas de las abuelas.
Sirvió los platos, con aquel guiso pardo y oscuro; orgulloso de su encantamiento, seguro como el Merlín que ve en un niño al nuevo rey. En aquel momento, la puerta escupió un chaleco elegante, ridículos zapatos con brillo y caros gemelos aprisionando muñecas enanas.
-¡Rápido, el Señor Benson está esperando! ¿Se puede saber qué estás haciendo?
La figura regresó de su ensimismamiento y volvió su enorme rostro hacia el individuo gritón. Intentaba mantener la calma pero las pobladas patillas, unidas al bigote, se erizaban en loco siseo de ira contenida.
-La comida... ya está.
El chaleco se detuvo un segundo, sabedor de que el ambiente andaba caldeado.
-Bien, eso está bien. Pues a sacarlo, no tengo que decirte lo importante que es que el señor Benson salga contento.
-Saldrá contento...
Charles asió con fuerza la bandeja, interponiendo su enorme espalda entre su creación y el chaleco, y se dirigió a la puerta, mientras un ojo sibilino escudriñaba el alimento.
-Espera Charlie, un segundo.
Charles dio media vuelta, comenzando a fraguar una advertencia, cuando un puñado de hierbas aromáticas surgieron de la pequeña mano del chaleco, expandiéndose como disparo de escopeta, hiriendo todos y cada uno de los platos.
-Así está mucho mejor. Estos detalles son importantes, ¿no crees, Charlie?
Pero Charles no respondió, asaeteado por la variedad de olores, herido por torrentes de aromas que lo arrollaban todo. Un caos de sabores desbocados que dejaban tras de sí el erial más absoluto; ya no había ni campo, ni huerto, ni hierbas silvestres, ni pastel de carne, ni vecinos, ni la madre que los parió... solo un hombrecillo estúpido con chaleco que se metía donde no le llamaban. Y el averno creció en su interior, erizando patillas y bigote hasta romper la mueca contenida de su boca. Desclavó el cuchillo de la tabla de madera y se dirigió hacia el pequeño gritón.
-!Charlie¡, ¿qué haces, Charlie?, ¡quieto, quieto pequeño!
Charles se detuvo un instante, dejó el cuchillo encima del banco, pues una herramienta no ha de servir para herir, y tomó su garrote rojizo, de madera compacta. Se alzó, bufando como bisonte herido, y describió un arco perfecto en el aire, hasta juntar madera y carne. El chaleco apareció en el salón, escupido de nuevo por la puerta, retorciéndose, dolorido, tejiendo un interminable hilillo de quejas. Mientras, el bisonte se tomó su tiempo, asimilando el último sabor: el tiempo amargo vivido en aquel lugar, taponado por aquel insignificante individuo, dejando que se pudriera todo lo aprendido, limitado por la repetición constante y monótona.
Se colocó su bombín, cogió su garrote. No se despidió del Sr. Benson, ni del resto de comensales. Solo dedicó un último saludo al chaleco elegante, alzándolo del suelo con una mano, quitándole el papel que tan celosamente guardaba siempre consigo y del que solo había conseguido leer aquella palabra en grandes letras: Canatia. Finalmente, dejó caer al hombrecillo y salió por la puerta delantera, abandonándolo en su pútrido local, como langosta atada a una tabla.
Grande!! Muy grande!! Me encanta la descripción de la ebullición y los aromas del recuerdo. Simplemente, últimamente te sales con las descripciones, casi podía oler y saborear el guiso. Un placer leer cosas así, me encanta, me encanta. Y "el chaleco", me ha evocado totalmente el lugar, el momento y el pensamiento de Charles. Chapeau!!!
ResponderEliminarMuchas gracias. Creo que la mayoría de las veces se trata de escuchar las ganas. Me alegro de que te guste ;)
EliminarMe quito el sombrero...hacia tiempo que no habia leido una descripcion taaan buena de una coccion,en serio, has transfornado un guisote en un plato de alta gastronomia literaria.
ResponderEliminarY lo de "chaleco"...eres un mamon y lo sabes jajajajaja
;)
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