Se encuentran delante del gran monstruo; abierto en canal, con la piel arrancada, trozos de carne podrida apilados y entrañas agujereadas, ardiendo en una enorme pira funeraria. Erguidos, de espaldas al viejo cartel, manchado y con bordes enmohecidos, que se alza desafiante ante el cielo azul, clavado a los nuevos huesos, limpios y fuertes, emanando el eco intenso de madera viva.
-De acuerdo señores, júntense un poco más... así... un poco más a la izquierda...
Todos presentes, en plena lucha de codos, preguntándose el motivo de tan curioso baile y la importancia de aquel extraño individuo.
-Disculpe, el caballero del búho, ¿podría hacer que el animal se quede quieto?
-Me temo que no, señor, a este bicho le ocurre como al que le sirve de soporte en estos instantes. Estará aquí mientras le interese lo que está ocurriendo, para trasladar su atención, después, a otro lugar; eso sí, sin acritud, tan solo responde a su naturaleza.
-¿Cómo era aquello, joven Jonowl? Me encanta la gente...
-...pero me canso pronto - contestó sonriendo Jonathan.
Algunas risas relajaron el ambiente, aflojando las poses demandadas. Mas el recién llegado, siguió firme en su puesto, ajeno a las palabras; los ojos entrecerrados, fijos en marcos inexistentes, anclados en los ecos etéreos de la realidad. Seguía de pie, dirigiendo su pequeña caja de fuelle a un punto distinto de donde posaba aquella gente. Y, como si le surgieran un nuevo par de ojos de su sien derecha, siguió comunicándose con ellos; intentando preservar, un poco más, la escena conseguida.
-Está bien, damas y caballeros, olviden el animal. Por favor, guarden la compostura; les quiero firmes, erguidos, orgullosos. No olviden que son las únicas hojas verdes en el invierno de un siglo.
Incrédulos ante lo que estaba pasando, decidieron colaborar y así saciar su curiosidad. Alzaron los cuerpos de acuerdo a las indicaciones de aquel individuo, que seguía enfocando su cámara lejos de ellos.
-¡Magnífico! Así están perfectos... ahora permanezcan quietos, no se muevan, es solo cuestión de un momento.
Rígidos como estatuas, hechizados por lo absurdo de la situación, lucharon por mantener las preguntas enfundadas, hasta el momento en que la libertad les permitiera hablar sin reparos. Pero el ansia era grande y, sin quebrantar las figuras, las comisuras de los labios comenzaron a hablar.
-Pero, ¿alguien sabe de dónde ha salido este tipo?, ¿es que nadie se da cuenta de que no nos está apuntando a nosotros ?
-DeLoyd, esto tiene toda la pinta de ser cosa suya.
-Se equivoca, Señor Bison, lo trajo nuestro ilustre emisario, con uno de esos documentos en los que se ofrece un lugar en nuestra maravillosa Canatia. Daba por hecho que se habían acabado los papeles; pero, al parecer, “el idiota” tuvo a bien contar con un fotógrafo.
-Yo estoy igual de sorprendido, se lo aseguro. Algo le ocurre a este hombre, se ha pasado el camino con la mirada perdida, hallando revelaciones divinas en cada objeto, persona o animal con el que se cruzara. Apenas escucha; hasta cuatro veces tuve que repetirle que me diera su equipaje. Asintió las tres primeras, sonriendo, y no fue hasta la cuarta que me indicó, con muy buenos modales, su preferencia por mantener, junto a él, ese armatoste de los retratos.
-Quizás sufra algún tipo de sordera. ¿Le habló usted a ambos oídos para comprobar si percibía mejor por uno que por otro?
-Le aseguro, señorita, que no se trata de un mal físico. Diría que vive maravillado del mundo. Estuvo un rato observando a la Señora Sweetfield, cerca de la estación del ferrocarril; pasó de la seguridad de la lejanía a la inmediatez del hálito en cuestión de segundos. De hecho no estaría aquí de no haber entrado en acción, un servidor, tomándole del brazo y apartándolo del inminente campo de batalla, antes de que el Señor Sweetfield, ya de por sí molesto, escuchara un claro y devoto: “es magnífica”. Y en verdad les digo que no había maldad en sus palabras, sino admiración desbocada.
-Conozco muchos que sentirían ese tipo de admiración por la señora Sweetfield; si consiguiera una estructura similar, de ánimo más alegre, por supuesto, para mi saloon, no nos faltarían visitantes.
-No hay apetito en sus visiones, ni es la suave tibieza quien nubla su mente. Es capaz de perderse en cualquier nadería, hasta encontrar oro en un montón de estiércol. Llegó a elogiar la asombrosa armonía de movimientos de un viejo soldado que dejó, entre pólvora y agravios, una de sus piernas. Y qué decir de los paisajes; he llegado a pensar que el horizonte se pliega, allá a lo lejos, para mantener atrapado a este hombre, con la misma mirada, viva y vidriosa, del preso contemplando su primer amanecer tras el ansiado perdón.
-¿Lo que me intriga es por qué ha venido aquí? ¿Qué tiene un tipo como él, tan enamorado del mundo, que hacer en un lugar tan apartado de todo?
-Pues ahí debo darle la razón, señor Nake, no lo comprendo. Por qué ha decidido abandonar el pastel entero a cambio de un pequeño trozo olvidado.
-Desconozco también la respuesta a esa pregunta, caballeros, pero si ese hombre es capaz de ver el oro en el estiércol, si es capaz de vislumbrar troyas surgiendo del polvo, no importa que deambule lejos del juicio, pues este es su sitio. ¡Tuvimos un padre idiota, así pues, cuan acertado es que nos retrate un loco!
-Y ya está... damas y caballeros, muchas gracias por su paciencia. Como verán no les he robado más de un breve lapso de tiempo. Me figuro su sorpresa, ante el hecho de que en ningún momento haya fijado el objetivo de mi cámara hacia ustedes, que haya centrado toda mi atención en un punto situado pocos pasos por delante del lugar en el que se hallaban. Bien, esto es así porque jamás busqué sus cuerpos, sus ropas o sus rostros; si no, la fuerza del carácter que terminarán de forjar, su esencia futura, la huella que, por ustedes mismos, dejarán en el mundo.
Y dicho esto, recogió sus bártulos, cruzó el umbral del saloon y cerró la puerta tras de sí; ofreciendo igualmente su imagen a través de las paredes descarnadas.
-Totalmente de acuerdo, DeLoyd, sin duda este hombre está loco, como una auténtica cabra.
Todos presentes, en plena lucha de codos, preguntándose el motivo de tan curioso baile y la importancia de aquel extraño individuo.
-Disculpe, el caballero del búho, ¿podría hacer que el animal se quede quieto?
-Me temo que no, señor, a este bicho le ocurre como al que le sirve de soporte en estos instantes. Estará aquí mientras le interese lo que está ocurriendo, para trasladar su atención, después, a otro lugar; eso sí, sin acritud, tan solo responde a su naturaleza.
-¿Cómo era aquello, joven Jonowl? Me encanta la gente...
-...pero me canso pronto - contestó sonriendo Jonathan.
Algunas risas relajaron el ambiente, aflojando las poses demandadas. Mas el recién llegado, siguió firme en su puesto, ajeno a las palabras; los ojos entrecerrados, fijos en marcos inexistentes, anclados en los ecos etéreos de la realidad. Seguía de pie, dirigiendo su pequeña caja de fuelle a un punto distinto de donde posaba aquella gente. Y, como si le surgieran un nuevo par de ojos de su sien derecha, siguió comunicándose con ellos; intentando preservar, un poco más, la escena conseguida.
-Está bien, damas y caballeros, olviden el animal. Por favor, guarden la compostura; les quiero firmes, erguidos, orgullosos. No olviden que son las únicas hojas verdes en el invierno de un siglo.
Incrédulos ante lo que estaba pasando, decidieron colaborar y así saciar su curiosidad. Alzaron los cuerpos de acuerdo a las indicaciones de aquel individuo, que seguía enfocando su cámara lejos de ellos.
-¡Magnífico! Así están perfectos... ahora permanezcan quietos, no se muevan, es solo cuestión de un momento.
Rígidos como estatuas, hechizados por lo absurdo de la situación, lucharon por mantener las preguntas enfundadas, hasta el momento en que la libertad les permitiera hablar sin reparos. Pero el ansia era grande y, sin quebrantar las figuras, las comisuras de los labios comenzaron a hablar.
-Pero, ¿alguien sabe de dónde ha salido este tipo?, ¿es que nadie se da cuenta de que no nos está apuntando a nosotros ?
-DeLoyd, esto tiene toda la pinta de ser cosa suya.
-Se equivoca, Señor Bison, lo trajo nuestro ilustre emisario, con uno de esos documentos en los que se ofrece un lugar en nuestra maravillosa Canatia. Daba por hecho que se habían acabado los papeles; pero, al parecer, “el idiota” tuvo a bien contar con un fotógrafo.
-Yo estoy igual de sorprendido, se lo aseguro. Algo le ocurre a este hombre, se ha pasado el camino con la mirada perdida, hallando revelaciones divinas en cada objeto, persona o animal con el que se cruzara. Apenas escucha; hasta cuatro veces tuve que repetirle que me diera su equipaje. Asintió las tres primeras, sonriendo, y no fue hasta la cuarta que me indicó, con muy buenos modales, su preferencia por mantener, junto a él, ese armatoste de los retratos.
-Quizás sufra algún tipo de sordera. ¿Le habló usted a ambos oídos para comprobar si percibía mejor por uno que por otro?
-Le aseguro, señorita, que no se trata de un mal físico. Diría que vive maravillado del mundo. Estuvo un rato observando a la Señora Sweetfield, cerca de la estación del ferrocarril; pasó de la seguridad de la lejanía a la inmediatez del hálito en cuestión de segundos. De hecho no estaría aquí de no haber entrado en acción, un servidor, tomándole del brazo y apartándolo del inminente campo de batalla, antes de que el Señor Sweetfield, ya de por sí molesto, escuchara un claro y devoto: “es magnífica”. Y en verdad les digo que no había maldad en sus palabras, sino admiración desbocada.
-Conozco muchos que sentirían ese tipo de admiración por la señora Sweetfield; si consiguiera una estructura similar, de ánimo más alegre, por supuesto, para mi saloon, no nos faltarían visitantes.
-No hay apetito en sus visiones, ni es la suave tibieza quien nubla su mente. Es capaz de perderse en cualquier nadería, hasta encontrar oro en un montón de estiércol. Llegó a elogiar la asombrosa armonía de movimientos de un viejo soldado que dejó, entre pólvora y agravios, una de sus piernas. Y qué decir de los paisajes; he llegado a pensar que el horizonte se pliega, allá a lo lejos, para mantener atrapado a este hombre, con la misma mirada, viva y vidriosa, del preso contemplando su primer amanecer tras el ansiado perdón.
-¿Lo que me intriga es por qué ha venido aquí? ¿Qué tiene un tipo como él, tan enamorado del mundo, que hacer en un lugar tan apartado de todo?
-Pues ahí debo darle la razón, señor Nake, no lo comprendo. Por qué ha decidido abandonar el pastel entero a cambio de un pequeño trozo olvidado.
-Desconozco también la respuesta a esa pregunta, caballeros, pero si ese hombre es capaz de ver el oro en el estiércol, si es capaz de vislumbrar troyas surgiendo del polvo, no importa que deambule lejos del juicio, pues este es su sitio. ¡Tuvimos un padre idiota, así pues, cuan acertado es que nos retrate un loco!
-Y ya está... damas y caballeros, muchas gracias por su paciencia. Como verán no les he robado más de un breve lapso de tiempo. Me figuro su sorpresa, ante el hecho de que en ningún momento haya fijado el objetivo de mi cámara hacia ustedes, que haya centrado toda mi atención en un punto situado pocos pasos por delante del lugar en el que se hallaban. Bien, esto es así porque jamás busqué sus cuerpos, sus ropas o sus rostros; si no, la fuerza del carácter que terminarán de forjar, su esencia futura, la huella que, por ustedes mismos, dejarán en el mundo.
Y dicho esto, recogió sus bártulos, cruzó el umbral del saloon y cerró la puerta tras de sí; ofreciendo igualmente su imagen a través de las paredes descarnadas.
-Totalmente de acuerdo, DeLoyd, sin duda este hombre está loco, como una auténtica cabra.
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