Camina encorvado, con el rostro acechante; inspecciona cada pedazo de tierra, buscando en el aire el olor a bestia, husmeando en el suelo huellas paralelas. Mas, en el mar de polvo, nada queda; todo se mueve, se tapa y olvida. Fuera del camino solo existe el presente: voluble, etéreo, fugaz. Un vasto terreno, falsamente calmo, espera el impulso del viento para engullir de nuevo.
La derrota golpeaba con fuerza, nublando sentidos, encrespando nervios, dañando el ánimo. Al perder la pista, el depredador encontró el cansancio y el orgullo marchito fue incapaz de poner en marcha el mecanismo.
Se sentó en la base de una de las pocas rocas que se mantenían a flote como pequeños islotes. Se preguntaba cuánto de aquel pedazo de materia sólida habría enterrado, maravillándose ante la superficie perfectamente pulida, tras siglos de guerra contra aire y arena; hasta que un pequeño brillo en la parte oeste, llamó su atención: un trozo metálico perteneciente al enganche de la portezuela de un carro. El rastro perdido, el único indicio que se había mantenido a salvo en tierra firme. Lo cogió, notando el calor acumulado del sol, y observó atentamente la forma y estado del metal, sin duda era reciente. Al parecer, ignoraron las leyes naturales y consiguieron salir con el carro por la ladera de la montaña, navegaron a través del océano amarillo, acercándose a los islotes para evitar tierras falsas. A partir de ahí no fue difícil dibujar una ruta y seguirla, esperando encontrar el punto de unión con algún camino.
No percibió el momento en que todo comenzó a girar de nuevo, ni siquiera se dio cuenta de haberse puesto en marcha; el rastro volvía a aparecer y el depredador respondía al hambre de una forma instintiva. Siguió la ruta con paso firme, mientras espoleaba su mente para recordar las caras de todos: criada, muchachos y aquel tipo entrometido que estropeó su trampa a golpe de carro. Debía tenerlos bien presentes, ya que se adentraban en un lugar desconocido para él; jamás había recorrido aquellas tierras. En otras circunstancias, habría tomado el tiempo necesario para conocer la zona, sus poblaciones y los posibles peligros del camino; pero esta vez no tenía horas que entregar, el miedo a la pérdida le obligó a seguir pegado al rastro día y noche, con un poco de carne seca para roer y el agua de su cantimplora para calmar la sed.
Llegó a un camino donde cascos de bestia y ruedas paralelas aparecían surgiendo del polvo; donde un par de pies abandonaba el carro y se echaba de nuevo a la mar, a buen seguro convencido con 6 argumentos a son de tambor. No dudó en adjudicar aquellas huellas al conductor del carro; miró la ruta seguida, árida e infinita, y convino que había un problema menos del que preocuparse. Siguió la pista del carro, recorriendo el camino, como puente de piedra sobre la tierra ondeante. Continuó a buen ritmo, descansando lo estrictamente necesario, royendo para preservar las fuerzas, aguantando la vida a pequeños sorbos mantenidos en boca, hasta que a ambos lados del camino la arena mostraba los primeros indicios de consistencia vagamente compacta, herida por pequeños hierbajos erizados, suelo perfecto para la docena de casas que se alzaban, a duras penas, en torno a una fuente con abrevadero. De entre todos los esqueletos raquíticos, únicamente el saloon, con sus dos plantas desafiantes ante el paisaje raso, parecía llamar la atención. Más allá se mantenían en pie los restos de la oficina del sheriff, cuyo cartel dejaba claro que ya no había nadie allí dispuesto a poner las cosas en su sitio. Caminó, con cuidado, al abrigo de los porches, intentando no hacer ruido; asomándose en cada esquina, manteniendo el oído atento a todas direcciones. Pasó bajo un porche de techo descarnado, apartó una vieja mecedora y se asomó al llegar a la esquina. En una pequeña calle, con algunas tablas diseminadas por el suelo, estaba el carro de dos ruedas con la portezuela trasera rota y, junto a él, la bestia descansaba apacible.
Se permitió sonreír; pues, pese a todo lo ocurrido, al final se hacía patente la diferencia entre el que sabe y el que actúa por desespero. Nunca debieron pasar más de una noche en aquel lugar, tenían que haber seguido hasta poder fundir sus huellas con los rastros de otros; solo entonces hubiera llegado el momento de escoger un destino apartado. Celebraba que nada de esto hubiera tenido lugar, a fin de cuentas, seguía persiguiendo a una mujer y un par de niños, en algún momento tenían que cometer el error; demasiado había durado ya la cacería.
Estaba a punto de acabar su cometido, debía ir con cuidado ya que una mala elección podía hacer que un solo segundo echara a perder días enteros. Comprobó el estado de las armas, gesto rutinario que evidenciaba el fin de la persecución y el comienzo del ataque. Analizó el estado de los edificios y solo el saloon parecía haberse abierto recientemente; las puertas abatibles se encontraban fuera de los goznes. Observó las ventanas y vio una en la primera planta por la que podría entrar.
Trepó con determinación, apagando cada golpe de bota, acallando el resuello exhalado por el esfuerzo. Conforme se fue acercando, comenzó a escuchar voces, en la planta baja, manteniendo una conversación. Deslizó el pestillo con la punta del puñal y levantó la hoja de la ventana, intentando hacer el mínimo ruido posible. Entró con la cabeza por delante, apoyando las manos en el suelo hasta rodar con el cuerpo arqueado para amortiguar cualquier sonido. La luz del sol, filtrada por el vidrio, iluminaba la estancia, extrañamente limpia, con la cama desordenada. Miró hacia la puerta cerrada y creyó adivinar un par de pies al otro lado. Mantuvo quieto cada músculo de su cuerpo, atando en corto sus propios latidos; no quería empezar demasiado rápido y exponerse a perder alguna de las presas. Tras unos segundos, se escucharon pasos alejándose escaleras abajo.
Abrió la puerta apoyando la palma de la mano en la hoja para evitar chirridos y cerró de nuevo con sumo cuidado. Salió a un pasillo con varias puertas a ambos lados y un par de escaleras al fondo, que conducían, respectivamente, a la planta baja y al segundo piso. Se agachó un poco y caminó sobre la alfombra deshilachada del suelo, pisando las partes más mullidas. Bajó los primeros peldaños y se asomó a través de los barrotes de la barandilla; abajo, entre las mesas, estaban la mujer y el mayor de los chiquillos, hablando con tranquilidad. Echó un vistazo a toda la sala, sin abandonar su escondite, pero no pudo encontrar al otro cachorro. Bajó un par de peldaños más, con mucho cuidado, y se asomó cuanto pudo hasta ver el último rincón. Estaba en cuclillas, dejando caer el cuerpo hacia adelante, mientras, a fin de no abandonar los escalones superiores, se mantenía cogido a la barandilla, cuando una de las primeras puertas del pasillo se abrió tras él.
Apenas tuvo tiempo de descubrir la cara del muchacho más joven, un crío pecoso que ahogaba un grito al enfrentar su mirada. Solo tomó unas décimas de segundo, necesarias para abandonar la incómoda pose en que se encontraba, el mismo tiempo en que el pequeño echaba mano de un revólver que llevaba en uno de sus bolsillos. One, echó mano al cinto sin importar el movimiento descrito por el rapaz, quien, sin poder emitir sonido alguno, amartilló con todas sus fuerzas el arma, con tanto ímpetu que saltó de sus manos; One acabó de describir el movimiento, que repetido hasta la saciedad, ejecutó por inercia, sacando el arma de la funda, amartillándola y apretando el gatillo, hasta que el estallido convirtió al niño en un fardo, con la sorpresa congelada en el rostro.
Después supo escuchar el chasquido metálico de la trampa de ratón. De abajo brotó el grito, a pulmón nervioso, de la mujer “¡Es él!”. Pero arriba, varias de las puertas ya estaban escupiendo tipos armados; el ojo experimentado alcanzó a identificar un par de ellos como cabezas con precio, justo antes de apretar con fuerza el gatillo y empujar repetdamente el percutor con la palma izquierda, llenando el pasillo de humo y plomo. Sin pararse a observar los blancos alcanzados, se echó escaleras abajo. Entre los barrotes llegó a distinguir a la enorme criada quien, aturdida por la sospecha de una pérdida, amartillaba con odio la escopeta de dos cañones. Siguió bajando las escaleras, sabiendo que la única oportunidad de salir con vida residía en seguir adelante. Adivinó el momento en que el rostro oscuro invocó justicia, se echó al suelo justo antes de que las dos detonaciones resonaran en la sala, llenando el aire de astillas y un leve picor mordisqueara varias partes de su cuerpo. Se puso en pie de un salto y cargó contra la mujer que sacaba a toda prisa los cartuchos usados. Notó su rostro sudoroso y cierto olor dulzón cuando puso el cuchillo en su cuello, cubriéndose tras su cuerpo.
De la escalera surgió una voz ronca, inconfundible, de viejo enemigo que declaró intenciones con un único golpe de voz “¡One!”. Aquel tipo actuó rápido, detonó la pólvora y hundió seis plomos en el cuerpo de la mujer, sintió como uno de ellos atravesaba la carne y entraba su propio muslo hasta chocar con el hueso. Vio más piernas bajando por las escaleras y miró un instante hacia la puerta. El cuerpo pesaba demasiado para caminar de espaldas cargando con ella, así que la dejó caer y corrió hacia el umbral. Escuchó más disparos, creyó notar algún impacto en su brazo izquierdo, pero no estaba seguro. Siguió corriendo, se dirigió hasta la calle del carro y ató a toda prisa el caballo, haciendo caso omiso a los pasos y las voces de quienes iban tras él. Tuvo el tiempo justo de zarandear con fuerza las riendas, antes de que las primeras balas volaran a pocos centímetros de su cara. Se agachó todo cuanto pudo y dejó que el carro le alejara de aquel avispero. Fue por detrás del saloon, evitando la calle central hasta volver al camino, al otro lado del pueblo. Estaba maldiciendo, pensando en los cuerpos que dejaba atrás, cuando recordó al segundo niño, en cómo parecía haber desaparecido de la planta baja. Fue en ese momento, cuando lo vio en pie, detrás del saloon, cogiendo el revólver con ambas manos y apuntando hacia él. Su cara nada tenía que ver con la de su hermano, estaba dispuesto. One, solo pudo exhalar sus últimas palabras, “¡mierda de crío!”, antes de que una bala atravesara rápida, fría y precisa su frente.
Se sentó en la base de una de las pocas rocas que se mantenían a flote como pequeños islotes. Se preguntaba cuánto de aquel pedazo de materia sólida habría enterrado, maravillándose ante la superficie perfectamente pulida, tras siglos de guerra contra aire y arena; hasta que un pequeño brillo en la parte oeste, llamó su atención: un trozo metálico perteneciente al enganche de la portezuela de un carro. El rastro perdido, el único indicio que se había mantenido a salvo en tierra firme. Lo cogió, notando el calor acumulado del sol, y observó atentamente la forma y estado del metal, sin duda era reciente. Al parecer, ignoraron las leyes naturales y consiguieron salir con el carro por la ladera de la montaña, navegaron a través del océano amarillo, acercándose a los islotes para evitar tierras falsas. A partir de ahí no fue difícil dibujar una ruta y seguirla, esperando encontrar el punto de unión con algún camino.
No percibió el momento en que todo comenzó a girar de nuevo, ni siquiera se dio cuenta de haberse puesto en marcha; el rastro volvía a aparecer y el depredador respondía al hambre de una forma instintiva. Siguió la ruta con paso firme, mientras espoleaba su mente para recordar las caras de todos: criada, muchachos y aquel tipo entrometido que estropeó su trampa a golpe de carro. Debía tenerlos bien presentes, ya que se adentraban en un lugar desconocido para él; jamás había recorrido aquellas tierras. En otras circunstancias, habría tomado el tiempo necesario para conocer la zona, sus poblaciones y los posibles peligros del camino; pero esta vez no tenía horas que entregar, el miedo a la pérdida le obligó a seguir pegado al rastro día y noche, con un poco de carne seca para roer y el agua de su cantimplora para calmar la sed.
Llegó a un camino donde cascos de bestia y ruedas paralelas aparecían surgiendo del polvo; donde un par de pies abandonaba el carro y se echaba de nuevo a la mar, a buen seguro convencido con 6 argumentos a son de tambor. No dudó en adjudicar aquellas huellas al conductor del carro; miró la ruta seguida, árida e infinita, y convino que había un problema menos del que preocuparse. Siguió la pista del carro, recorriendo el camino, como puente de piedra sobre la tierra ondeante. Continuó a buen ritmo, descansando lo estrictamente necesario, royendo para preservar las fuerzas, aguantando la vida a pequeños sorbos mantenidos en boca, hasta que a ambos lados del camino la arena mostraba los primeros indicios de consistencia vagamente compacta, herida por pequeños hierbajos erizados, suelo perfecto para la docena de casas que se alzaban, a duras penas, en torno a una fuente con abrevadero. De entre todos los esqueletos raquíticos, únicamente el saloon, con sus dos plantas desafiantes ante el paisaje raso, parecía llamar la atención. Más allá se mantenían en pie los restos de la oficina del sheriff, cuyo cartel dejaba claro que ya no había nadie allí dispuesto a poner las cosas en su sitio. Caminó, con cuidado, al abrigo de los porches, intentando no hacer ruido; asomándose en cada esquina, manteniendo el oído atento a todas direcciones. Pasó bajo un porche de techo descarnado, apartó una vieja mecedora y se asomó al llegar a la esquina. En una pequeña calle, con algunas tablas diseminadas por el suelo, estaba el carro de dos ruedas con la portezuela trasera rota y, junto a él, la bestia descansaba apacible.
Se permitió sonreír; pues, pese a todo lo ocurrido, al final se hacía patente la diferencia entre el que sabe y el que actúa por desespero. Nunca debieron pasar más de una noche en aquel lugar, tenían que haber seguido hasta poder fundir sus huellas con los rastros de otros; solo entonces hubiera llegado el momento de escoger un destino apartado. Celebraba que nada de esto hubiera tenido lugar, a fin de cuentas, seguía persiguiendo a una mujer y un par de niños, en algún momento tenían que cometer el error; demasiado había durado ya la cacería.
Estaba a punto de acabar su cometido, debía ir con cuidado ya que una mala elección podía hacer que un solo segundo echara a perder días enteros. Comprobó el estado de las armas, gesto rutinario que evidenciaba el fin de la persecución y el comienzo del ataque. Analizó el estado de los edificios y solo el saloon parecía haberse abierto recientemente; las puertas abatibles se encontraban fuera de los goznes. Observó las ventanas y vio una en la primera planta por la que podría entrar.
Trepó con determinación, apagando cada golpe de bota, acallando el resuello exhalado por el esfuerzo. Conforme se fue acercando, comenzó a escuchar voces, en la planta baja, manteniendo una conversación. Deslizó el pestillo con la punta del puñal y levantó la hoja de la ventana, intentando hacer el mínimo ruido posible. Entró con la cabeza por delante, apoyando las manos en el suelo hasta rodar con el cuerpo arqueado para amortiguar cualquier sonido. La luz del sol, filtrada por el vidrio, iluminaba la estancia, extrañamente limpia, con la cama desordenada. Miró hacia la puerta cerrada y creyó adivinar un par de pies al otro lado. Mantuvo quieto cada músculo de su cuerpo, atando en corto sus propios latidos; no quería empezar demasiado rápido y exponerse a perder alguna de las presas. Tras unos segundos, se escucharon pasos alejándose escaleras abajo.
Abrió la puerta apoyando la palma de la mano en la hoja para evitar chirridos y cerró de nuevo con sumo cuidado. Salió a un pasillo con varias puertas a ambos lados y un par de escaleras al fondo, que conducían, respectivamente, a la planta baja y al segundo piso. Se agachó un poco y caminó sobre la alfombra deshilachada del suelo, pisando las partes más mullidas. Bajó los primeros peldaños y se asomó a través de los barrotes de la barandilla; abajo, entre las mesas, estaban la mujer y el mayor de los chiquillos, hablando con tranquilidad. Echó un vistazo a toda la sala, sin abandonar su escondite, pero no pudo encontrar al otro cachorro. Bajó un par de peldaños más, con mucho cuidado, y se asomó cuanto pudo hasta ver el último rincón. Estaba en cuclillas, dejando caer el cuerpo hacia adelante, mientras, a fin de no abandonar los escalones superiores, se mantenía cogido a la barandilla, cuando una de las primeras puertas del pasillo se abrió tras él.
Apenas tuvo tiempo de descubrir la cara del muchacho más joven, un crío pecoso que ahogaba un grito al enfrentar su mirada. Solo tomó unas décimas de segundo, necesarias para abandonar la incómoda pose en que se encontraba, el mismo tiempo en que el pequeño echaba mano de un revólver que llevaba en uno de sus bolsillos. One, echó mano al cinto sin importar el movimiento descrito por el rapaz, quien, sin poder emitir sonido alguno, amartilló con todas sus fuerzas el arma, con tanto ímpetu que saltó de sus manos; One acabó de describir el movimiento, que repetido hasta la saciedad, ejecutó por inercia, sacando el arma de la funda, amartillándola y apretando el gatillo, hasta que el estallido convirtió al niño en un fardo, con la sorpresa congelada en el rostro.
Después supo escuchar el chasquido metálico de la trampa de ratón. De abajo brotó el grito, a pulmón nervioso, de la mujer “¡Es él!”. Pero arriba, varias de las puertas ya estaban escupiendo tipos armados; el ojo experimentado alcanzó a identificar un par de ellos como cabezas con precio, justo antes de apretar con fuerza el gatillo y empujar repetdamente el percutor con la palma izquierda, llenando el pasillo de humo y plomo. Sin pararse a observar los blancos alcanzados, se echó escaleras abajo. Entre los barrotes llegó a distinguir a la enorme criada quien, aturdida por la sospecha de una pérdida, amartillaba con odio la escopeta de dos cañones. Siguió bajando las escaleras, sabiendo que la única oportunidad de salir con vida residía en seguir adelante. Adivinó el momento en que el rostro oscuro invocó justicia, se echó al suelo justo antes de que las dos detonaciones resonaran en la sala, llenando el aire de astillas y un leve picor mordisqueara varias partes de su cuerpo. Se puso en pie de un salto y cargó contra la mujer que sacaba a toda prisa los cartuchos usados. Notó su rostro sudoroso y cierto olor dulzón cuando puso el cuchillo en su cuello, cubriéndose tras su cuerpo.
De la escalera surgió una voz ronca, inconfundible, de viejo enemigo que declaró intenciones con un único golpe de voz “¡One!”. Aquel tipo actuó rápido, detonó la pólvora y hundió seis plomos en el cuerpo de la mujer, sintió como uno de ellos atravesaba la carne y entraba su propio muslo hasta chocar con el hueso. Vio más piernas bajando por las escaleras y miró un instante hacia la puerta. El cuerpo pesaba demasiado para caminar de espaldas cargando con ella, así que la dejó caer y corrió hacia el umbral. Escuchó más disparos, creyó notar algún impacto en su brazo izquierdo, pero no estaba seguro. Siguió corriendo, se dirigió hasta la calle del carro y ató a toda prisa el caballo, haciendo caso omiso a los pasos y las voces de quienes iban tras él. Tuvo el tiempo justo de zarandear con fuerza las riendas, antes de que las primeras balas volaran a pocos centímetros de su cara. Se agachó todo cuanto pudo y dejó que el carro le alejara de aquel avispero. Fue por detrás del saloon, evitando la calle central hasta volver al camino, al otro lado del pueblo. Estaba maldiciendo, pensando en los cuerpos que dejaba atrás, cuando recordó al segundo niño, en cómo parecía haber desaparecido de la planta baja. Fue en ese momento, cuando lo vio en pie, detrás del saloon, cogiendo el revólver con ambas manos y apuntando hacia él. Su cara nada tenía que ver con la de su hermano, estaba dispuesto. One, solo pudo exhalar sus últimas palabras, “¡mierda de crío!”, antes de que una bala atravesara rápida, fría y precisa su frente.
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