Chirrido de muelle oxidado, crepitar de jergón barato, crujido de madera vieja y golpeteo de ventana desencajada. Sentado en el lecho, lucha por entender de dónde vienen los sudores cuando pies y manos apenas despiertan, completamente helados. Posa la cabeza sobre un cáliz de manos, esperando encontrar algo de calor humano; pero está sólo, con la luna pálida y fría mostrando el desvencijado lugar.
Con los ojos abiertos, notando el viento atravesando las tablas, intentó una y otra vez arrancar la telaraña del sueño. Miró a su alrededor, concentrándose en los objetos tenuemente iluminados; exhortando la resurrección de la mente mediante el frío de la madrugada. Pero seguía, anclada a su mente, la imagen eterna: aquel hombre de sombrero de ala recta y el oscuro camino que abrió la bala disparada hacia su frente.
Desde entonces, todas las noches era enviado al mismo instante y hacía lo imposible por evitar el disparo. Pero continuaba amartillando el arma, aplacando, en el gatillo, la necesidad de convertir aquel cuerpo en algo inerte. En la cruda sinceridad interna, no lamentaba la muerte; solo las consecuencias. Y es que aquel acto, ese pequeño trozo de plomo, accionó el mecanismo que transformó su vida en una huida sin descanso.
Allí sentado, inmóvil, persiguiendo un atisbo de paz en el frío calmante, no pudo evitar recordar la charla con el resto de forajidos, consejos rápidos y buenos deseos, instantes antes de quedarse solo, apartado del mundo para evitar la soga. Una sonrisa irónica se dibujó al rememorar el nombre de su víctima: One, la maldición del primero; tras él, el resto no fueron más que números necesarios para continuar la huida. No hubo más muertes justificadas, no más venganzas aplacadas, ni bálsamos de paz; solo escollos arrancados del mundo para continuar caminando sin saber hacia adonde.
La luz del alba comenzó a filtrarse a través de las tablas, fundiendo sombras, extrayendo colores al mortecino gris oscuro. Notó la sangre volviendo a sus brazos y piernas y la reconfortante expulsión del chisporroteo de miembros dormidos. Alzó la vista hacia las rendijas y observó el sol: poderoso, altivo, caliente, lleno de energía; todo quedó atrás. Echó un vistazo a su izquierda y observó a su compañera: bella, suave, fría en su descanso, con el brillo apagado por los primeros arañazos del alma, pero fuerte y dispuesta a seguir adelante, pasara lo que pasara, hambrienta de vida, consciente de que rendirse es morir.
Fue de un salto al borde de la cama, buscó su sombrero con la vista mientras tiraba de la caña de las botas. Se desperezó, arrancando la humedad interna con un bostezo potente y vital, y se dirigió a la puerta de la habitación. Esquivó el cadáver que descansaba, en el suelo, con la mueca incrédula de haber encontrado la muerte creyéndose depredador en lugar de presa; era el cuarto, el quinto si contaba al brabucón del Saloon de Kingsdale, un enjambre de carroñeros intentando cazar al pobre Jimmy.
Salió a la estancia central de la casa y tomó la botella que había dejado a medias la noche anterior; arrancó el tapón con los dientes y acabó de expulsar los demonios. Abrió la puerta principal y dejó que el sol le bañara; observó los árboles imponentes, la hierba verde y rió al recordar la profunda desazón que le había ofrecido la ausencia de destino. Ya no habría un ciudadano ejemplar, nada de cenas de sociedad, mansiones lujosas, trajes elegantes ni reconocimiento; nada de conductas impuestas, charlas intrascendentes, grilletes escogidos, ni cortesía forzada. Le esperaba la hendidura del pie propio en un mundo salvaje, maravilloso en su belleza y crueldad, pactos reales, palabras sinceras y un puñado de tierra donde dejar caer la carne muerta. Subió a su caballo, dejó de mirar atrás y la huida se tornó camino.
Con los ojos abiertos, notando el viento atravesando las tablas, intentó una y otra vez arrancar la telaraña del sueño. Miró a su alrededor, concentrándose en los objetos tenuemente iluminados; exhortando la resurrección de la mente mediante el frío de la madrugada. Pero seguía, anclada a su mente, la imagen eterna: aquel hombre de sombrero de ala recta y el oscuro camino que abrió la bala disparada hacia su frente.
Desde entonces, todas las noches era enviado al mismo instante y hacía lo imposible por evitar el disparo. Pero continuaba amartillando el arma, aplacando, en el gatillo, la necesidad de convertir aquel cuerpo en algo inerte. En la cruda sinceridad interna, no lamentaba la muerte; solo las consecuencias. Y es que aquel acto, ese pequeño trozo de plomo, accionó el mecanismo que transformó su vida en una huida sin descanso.
Allí sentado, inmóvil, persiguiendo un atisbo de paz en el frío calmante, no pudo evitar recordar la charla con el resto de forajidos, consejos rápidos y buenos deseos, instantes antes de quedarse solo, apartado del mundo para evitar la soga. Una sonrisa irónica se dibujó al rememorar el nombre de su víctima: One, la maldición del primero; tras él, el resto no fueron más que números necesarios para continuar la huida. No hubo más muertes justificadas, no más venganzas aplacadas, ni bálsamos de paz; solo escollos arrancados del mundo para continuar caminando sin saber hacia adonde.
La luz del alba comenzó a filtrarse a través de las tablas, fundiendo sombras, extrayendo colores al mortecino gris oscuro. Notó la sangre volviendo a sus brazos y piernas y la reconfortante expulsión del chisporroteo de miembros dormidos. Alzó la vista hacia las rendijas y observó el sol: poderoso, altivo, caliente, lleno de energía; todo quedó atrás. Echó un vistazo a su izquierda y observó a su compañera: bella, suave, fría en su descanso, con el brillo apagado por los primeros arañazos del alma, pero fuerte y dispuesta a seguir adelante, pasara lo que pasara, hambrienta de vida, consciente de que rendirse es morir.
Fue de un salto al borde de la cama, buscó su sombrero con la vista mientras tiraba de la caña de las botas. Se desperezó, arrancando la humedad interna con un bostezo potente y vital, y se dirigió a la puerta de la habitación. Esquivó el cadáver que descansaba, en el suelo, con la mueca incrédula de haber encontrado la muerte creyéndose depredador en lugar de presa; era el cuarto, el quinto si contaba al brabucón del Saloon de Kingsdale, un enjambre de carroñeros intentando cazar al pobre Jimmy.
Salió a la estancia central de la casa y tomó la botella que había dejado a medias la noche anterior; arrancó el tapón con los dientes y acabó de expulsar los demonios. Abrió la puerta principal y dejó que el sol le bañara; observó los árboles imponentes, la hierba verde y rió al recordar la profunda desazón que le había ofrecido la ausencia de destino. Ya no habría un ciudadano ejemplar, nada de cenas de sociedad, mansiones lujosas, trajes elegantes ni reconocimiento; nada de conductas impuestas, charlas intrascendentes, grilletes escogidos, ni cortesía forzada. Le esperaba la hendidura del pie propio en un mundo salvaje, maravilloso en su belleza y crueldad, pactos reales, palabras sinceras y un puñado de tierra donde dejar caer la carne muerta. Subió a su caballo, dejó de mirar atrás y la huida se tornó camino.
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