Con el sol de cara, paso seguro, cabeza alta, estrella brillante. Cruza la calle asegurando ser visto; sabiendo que la vida no es más que teatro y que todo cuanto colocamos en la percepción del otro, actúa a favor o en contra.
Con el sol a la espalda, paso sigiloso, atento y salvaje, fuego inyectado en la mirada. Recorre los porches lejos del campo abierto; evitando ser visto, pues solo los actos importan.
Con el sol a la espalda, paso sigiloso, atento y salvaje, fuego inyectado en la mirada. Recorre los porches lejos del campo abierto; evitando ser visto, pues solo los actos importan.
Con cada paso del sheriff, el polvo revivía: una nube amarilla sobre el sol ardiente que difuminaba imágenes deformadas por el calor, entre el intenso chirriar de insectos y el movimiento breve de cortinas tras ventanas indiscretas. Ya sabían que estaba allí; se detuvo, separó un poco las piernas y permaneció desafiante en medio de la calle.
El cazarrecompensas atravesaba las rayas de luz del techo del porche, ahogando, en cada paso, el ruido de las pisadas sobre el entarimado. Ahora en pie, ahora encorvado; salvando puertas y ventanas sin romper el ritmo, el mismo baile ágil y calmo.
-¡Morris! ¡Panda de cobardes! ¡Me habéis estado buscando demasiado tiempo! ¡Cada banco, cada casa, cada desgraciado que echasteis de este mundo! ¡Ya estoy aquí y tengo ganas de veros las caras!
-¡Blackwell! -la voz salía de una de las ventanas del hotel-. ¿Acaso los años te han vuelto estúpido? ¡Sigue pavoneándote ahí en medio! ¡Pides a gritos una bala entre ceja y ceja!
-¡Sed Morris! ¡Apuesto a que tus hermanos estarán encantados de sustituir al cobarde que disparó a resguardo, tras la cortina de un hotel! ¡Es lo que tiene criarse entre buitres, siempre esperan la menor ocasión!
No hubo respuesta; ni voces, ni sonidos de ningún tipo. Fue entonces cuando los insectos callaron y comenzó la cosecha.
El primero apenas pudo despedirse, burbujeando un gorgoteo entre hoja de metal y densa sangre.
Blackwell no esperó a comprobar el trabajo de One; se limitó a desenfundar, amartillar y apretar el gatillo en un pestañeo, enviando el plomo hacia la ventana del hotel.
El segundo acogió el cuchillo, calentado por su compañero, en plena pierna, con tanto afán e insistencia, que siguió con él al perder el equilibrio, caer del tejado e ir directo al infierno.
El sheriff aprovechó la caída para apuntar unos metros más allá, justo en la pequeña obertura del granero. Contaba con la sorpresa y el temor, dos segundos para colocar tres balas antes de que se escuchara el torpe intento de venganza de un moribundo. “Solo queda uno”, dijo Blackwell para sí, y esperó a escuchar el último trueno de One. Pero la pólvora cantó del lado contrario, justo tras el ventanal del almacén, donde el último de los Morris vendía cara su vida.
Apenas tuvo tiempo, Blackwell, de echarse a un lado, buscando refugio, y cambiar el blanco seguro del torso, por el brazo. Fue entonces cuando One hizo sonar la última de las trompetas, enviando al más joven de los Morris un par de metros atrás, incrustado entre clavos y manzanas.
-¡Maldito idiota! ¿Se puede saber qué demonios estabas haciendo? Estaba más que claro: uno en el hotel, dos en el saloon, uno de ellos en el tejado, otro en el granero y en el almacén el más joven, que evitaría disparar hasta que no tuviera más remedio. ¿Para qué sino pagamos a aquella furcia?
-Lo siento mucho, Blackwell, no sé que me ha ocurrido. Por un momento se me pasó por la cabeza la posibilidad de no cobrar tampoco este trabajo, se me nubló la mente y fui incapaz de actuar. Menos mal que me recuperé a tiempo, porque... ¿estás bien, verdad?
El sheriff, observó al joven cazarrecompensas, se llevó la mano al brazo y notó el insignificante rasguño que dolía mucho más de lo que cabría esperar.
-No te preocupes, esta vez no creo que haya ningún problema para cobrar.
El cazarrecompensas atravesaba las rayas de luz del techo del porche, ahogando, en cada paso, el ruido de las pisadas sobre el entarimado. Ahora en pie, ahora encorvado; salvando puertas y ventanas sin romper el ritmo, el mismo baile ágil y calmo.
-¡Morris! ¡Panda de cobardes! ¡Me habéis estado buscando demasiado tiempo! ¡Cada banco, cada casa, cada desgraciado que echasteis de este mundo! ¡Ya estoy aquí y tengo ganas de veros las caras!
-¡Blackwell! -la voz salía de una de las ventanas del hotel-. ¿Acaso los años te han vuelto estúpido? ¡Sigue pavoneándote ahí en medio! ¡Pides a gritos una bala entre ceja y ceja!
-¡Sed Morris! ¡Apuesto a que tus hermanos estarán encantados de sustituir al cobarde que disparó a resguardo, tras la cortina de un hotel! ¡Es lo que tiene criarse entre buitres, siempre esperan la menor ocasión!
No hubo respuesta; ni voces, ni sonidos de ningún tipo. Fue entonces cuando los insectos callaron y comenzó la cosecha.
El primero apenas pudo despedirse, burbujeando un gorgoteo entre hoja de metal y densa sangre.
Blackwell no esperó a comprobar el trabajo de One; se limitó a desenfundar, amartillar y apretar el gatillo en un pestañeo, enviando el plomo hacia la ventana del hotel.
El segundo acogió el cuchillo, calentado por su compañero, en plena pierna, con tanto afán e insistencia, que siguió con él al perder el equilibrio, caer del tejado e ir directo al infierno.
El sheriff aprovechó la caída para apuntar unos metros más allá, justo en la pequeña obertura del granero. Contaba con la sorpresa y el temor, dos segundos para colocar tres balas antes de que se escuchara el torpe intento de venganza de un moribundo. “Solo queda uno”, dijo Blackwell para sí, y esperó a escuchar el último trueno de One. Pero la pólvora cantó del lado contrario, justo tras el ventanal del almacén, donde el último de los Morris vendía cara su vida.
Apenas tuvo tiempo, Blackwell, de echarse a un lado, buscando refugio, y cambiar el blanco seguro del torso, por el brazo. Fue entonces cuando One hizo sonar la última de las trompetas, enviando al más joven de los Morris un par de metros atrás, incrustado entre clavos y manzanas.
-¡Maldito idiota! ¿Se puede saber qué demonios estabas haciendo? Estaba más que claro: uno en el hotel, dos en el saloon, uno de ellos en el tejado, otro en el granero y en el almacén el más joven, que evitaría disparar hasta que no tuviera más remedio. ¿Para qué sino pagamos a aquella furcia?
-Lo siento mucho, Blackwell, no sé que me ha ocurrido. Por un momento se me pasó por la cabeza la posibilidad de no cobrar tampoco este trabajo, se me nubló la mente y fui incapaz de actuar. Menos mal que me recuperé a tiempo, porque... ¿estás bien, verdad?
El sheriff, observó al joven cazarrecompensas, se llevó la mano al brazo y notó el insignificante rasguño que dolía mucho más de lo que cabría esperar.
-No te preocupes, esta vez no creo que haya ningún problema para cobrar.
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