Sudoroso, rostro enrojecido, carrillos inflados a punto de expulsar el aire comprimido. A su lado, el reverendo su cruz comparte: punzadas en los pulmones, en las piernas calambres, sangre latiendo en el cráneo y, en la mente, desaires. Quedó atrás la desesperación, el vencimiento y cualquier rasgo de vergüenza a darse por vencido... mas, cuando todo falla, es el plomo quien le mantiene vivo.
-¡Dijo que pararía! ¡Al llegar al río! ¡Mil demonios! ¡Dijo que pararía!
Las balas tonteaban con Fred, pasando cerca, entre silbidos y roces leves: volando entre sus dedos, rayando en breve, acariciando el sombrero nuevo y, alguna, más disoluta, besando ligeramente su cuello, antes de continuar la ruta.
-¡Dije que pararía! ¡Y así será!
Aquella mole les seguía como diablo tras alma. Contrastaba el brillo prístino de la calva empapada, con los oscuros pelos erizados de orejas, narices, hombros y espalda. Movía sus carnes con rapidez increíble, como violas de un tren a plena caldera, resoplando como búfalo en pradera, mientras palanqueaba, una y otra vez, enviando más plomo desde el rifle.
-¡Hace mucho que pasamos el río! ¡Este tipo no es humano!
Tras los últimos estallidos de pólvora, se escuchó un chasquido, quedo y vacío: el canto alegre del fin de algarada. Siguió un grito horrendo, pergeñado en lo oscuro, de quien ve desaparecer su venganza, incapaz de permanecer mudo. Y tomó por el cañón su arma, tensó su cuerpo como arco en plena carga y, en un solo movimiento, lanzó el winchester al alba.
-¡Sí que para, reverendo! ¡Sí que para!
Fred se giró un momento, para observar al vencido, y encontró en su cara, el envío del hombre, en forma de lanza bastarda, quedando su rostro y orgullo, inmóvil y herido.
-No te detengas, hijo, solo unos pasos más. Que disperse su rabia, en el campo vacío, y dese su alma por vencida al perder lo que con tanto ahínco ha perseguido.
Se recompuso, obediente, recogiendo el sombrero, escupiendo al reanudar el vuelo; manteniendo, en puño cerrado, un poco de sangre y un par de dientes.
Siguieron su carrera, a ritmo quebrado, hasta dar la amenaza por perdida. Rió el reverendo al abandonar la tensión y rió Fred, a su vez, al ver terminada la huida.
-Te dije que no aguantaría. Era cuestión de tiempo.
-De tiempo y de piezas, que llevo arañazos en cuello y brazos, dos dientes en mi mano, y, lo que es peor, casi dejo el sombrero en el campo.
-Olvida eso ya, hijo, que las penas pasarán mejor con esta medicina.
El reverendo mueve la bolsa con los ojos vidriosos. Se anima su compañero, ante el alegre tintineo de metal precioso.
-¿No va esto contra su fe, reverendo?
-Toda piedra, todo mueble u objeto, hasta la última res de su hacienda, han sido comprados con dinero de estafas, chantajes a granjeros y otras oscuras ciencias. No hay nada, pues, se mire por donde se mire, que, por aliviar a este hombre de tal carga, prohíba mi creencia.
-Es usted quien sabe de estas cosas. Yo ya he expuesto la vida y regalado dos dientes; es, pues, momento de acudir a algún lugar donde darme una alegría y obtener, al fin, el descanso justo del valiente.
-¡Dijo que pararía! ¡Al llegar al río! ¡Mil demonios! ¡Dijo que pararía!
Las balas tonteaban con Fred, pasando cerca, entre silbidos y roces leves: volando entre sus dedos, rayando en breve, acariciando el sombrero nuevo y, alguna, más disoluta, besando ligeramente su cuello, antes de continuar la ruta.
-¡Dije que pararía! ¡Y así será!
Aquella mole les seguía como diablo tras alma. Contrastaba el brillo prístino de la calva empapada, con los oscuros pelos erizados de orejas, narices, hombros y espalda. Movía sus carnes con rapidez increíble, como violas de un tren a plena caldera, resoplando como búfalo en pradera, mientras palanqueaba, una y otra vez, enviando más plomo desde el rifle.
-¡Hace mucho que pasamos el río! ¡Este tipo no es humano!
Tras los últimos estallidos de pólvora, se escuchó un chasquido, quedo y vacío: el canto alegre del fin de algarada. Siguió un grito horrendo, pergeñado en lo oscuro, de quien ve desaparecer su venganza, incapaz de permanecer mudo. Y tomó por el cañón su arma, tensó su cuerpo como arco en plena carga y, en un solo movimiento, lanzó el winchester al alba.
-¡Sí que para, reverendo! ¡Sí que para!
Fred se giró un momento, para observar al vencido, y encontró en su cara, el envío del hombre, en forma de lanza bastarda, quedando su rostro y orgullo, inmóvil y herido.
-No te detengas, hijo, solo unos pasos más. Que disperse su rabia, en el campo vacío, y dese su alma por vencida al perder lo que con tanto ahínco ha perseguido.
Se recompuso, obediente, recogiendo el sombrero, escupiendo al reanudar el vuelo; manteniendo, en puño cerrado, un poco de sangre y un par de dientes.
Siguieron su carrera, a ritmo quebrado, hasta dar la amenaza por perdida. Rió el reverendo al abandonar la tensión y rió Fred, a su vez, al ver terminada la huida.
-Te dije que no aguantaría. Era cuestión de tiempo.
-De tiempo y de piezas, que llevo arañazos en cuello y brazos, dos dientes en mi mano, y, lo que es peor, casi dejo el sombrero en el campo.
-Olvida eso ya, hijo, que las penas pasarán mejor con esta medicina.
El reverendo mueve la bolsa con los ojos vidriosos. Se anima su compañero, ante el alegre tintineo de metal precioso.
-¿No va esto contra su fe, reverendo?
-Toda piedra, todo mueble u objeto, hasta la última res de su hacienda, han sido comprados con dinero de estafas, chantajes a granjeros y otras oscuras ciencias. No hay nada, pues, se mire por donde se mire, que, por aliviar a este hombre de tal carga, prohíba mi creencia.
-Es usted quien sabe de estas cosas. Yo ya he expuesto la vida y regalado dos dientes; es, pues, momento de acudir a algún lugar donde darme una alegría y obtener, al fin, el descanso justo del valiente.
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