Las ruedas hieren el camino, con ambos lados erizados de
plantas ariscas y rocas rotas. Atrás quedan los pastos verdes, los bosques y la
bruma fresca que nace de la sombra de la montaña.
Ahora, solo hay tierra seca,
piedras sueltas y una capa de polvo maldito que alza el vuelo a la menor
excusa, describiendo espirales, para salvar cualquier obstáculo, adhiriéndose a gargantas y paladares.
-Despierta, Fred, es la hora.
El pobre Fred había dormido con suerte un par de horas;
atento como estaba a cualquier indicio de los jinetes que vieron salir del
pueblo.
-¿Hemos llegado?
-Aun nos queda camino. Toma tú las riendas, yo recuperaré
fuerzas para cuando lleguemos.
-Pero, reverendo, ¿no sería mejor descansar un poco?
-Me temo que no, amigo. Debes comprender que ellos, yendo a
caballo, nos sobrepasan en velocidad. Pero nosotros somos dos en un carro, por
lo que podemos continuar ininterrumpidamente
y salvar así la diferencia. De este modo llegaremos a tiempo de salvar a
esa pobre mujer.
Fred resopló y, con gesto torcido, tomó las riendas.
-Descanse entonces reverendo, espero que lleguemos a tiempo.
Cuando alcanzaron la casa de la mujer del desierto, el sol
lucía abrasador en lo más alto de un cielo liso. Las cuatro maderas que
formaban la vivienda a duras penas se distinguían de las rocas que la
bordeaban; solo el huerto, que salvó sus vidas tiempo atrás, seguía desafiando
al árido paisaje.
-Creí haberos dicho que no volvierais.
No vieron la más mínima sombra ni escucharon paso alguno.
Hubieran jurado que la mujer surgió del mismo suelo, justo detrás de ellos, con
su henry en las manos, el pelo suelto a merced del viento, los ojos fríos como
el hielo y el dedo índice preparado para soltar su rabia.
El reverendo dio media vuelta, con mucho cuidado y las
manos en alto. Sonrió comprensivo, movió las manos dejando claro que estaba
indefenso y se dispuso a hablar. Mas un rígido movimiento del rifle, en clara
amenaza, le obligó a callar.
-El pico de oro no. Que hable su amigo.
Fred miró al reverendo y este, encogiéndose de hombros,
asintió con calma.
-Verá señora, no queremos hacerle daño.
-Nadie puede hacerme daño ya. ¿A qué demonios venís?
-Venimos a ayudarle. Sabemos que hay gente que viene a por
usted, para robarle.
La mujer relajó la pose, bajó un poco el rifle y rió con
ganas.
-¿Y se puede saber qué quiere robarme esa gente?, ¿un plato
de comida?, ¿un puñado de tierra seca?, ¿este viejo rifle, quizás?
-En realidad...
El reverendo torció el gesto hacia Fred, abrió los ojos y
enarcó las cejas invocando silencio.
-...no lo sabemos. Pero hablaban de usted, eso seguro, y no
era gente amable. Si vienen a por algo y no lo encuentran, no creo que se
limiten a marcharse como si nada hubiera pasado.
La mujer dudó por un momento. Miró a su alrededor y no vio
rastro humano, salvo el carro en el que habían llegado aquellos dos forasteros.
No obstante, había algo en las palabras de aquel hombre... un poso sincero, que
le obligó a tomar la información con calma.
-Esta bien, vayamos dentro. Os daré algo de beber y me
contáis.
Llamó cuatro veces antes de entrar. Abrió la puerta y, sin
soltar el rifle, les invitó a pasar. Sacó una botella empezada y sirvió tres
vasos. Bebió un sorbo y miró a Fred.
-Veamos. No es la primera vez que pasa gente por aquí.
Algunos roban por hambre, otros buscan algo de valor y hay quien ha intentado
sobrepasarse. La mayoría chocaron y se rindieron, solo unos pocos perseveraron
y murieron. La primera vez que maté me costó el alma; ahora ya me da igual.
Vidas hay muchas, como piedras en este erial, yo no me meto con nadie; pero
quitaré aquellas que me molesten, porque pienso seguir en este sitio, la mujer
del desierto, viviendo tranquila y en paz.
-No son curiosos, señora, sino gente que sabe lo que quiere,
buenos pistoleros que también perdieron el respeto a matar. Créame, cuando le
digo que lo mejor que podría hacer es abandonar este sitio.
-¿Por qué será que siento que algo se me escapa? Este no es
precisamente el camino a una gran ciudad, tampoco la ruta del oro ni siquiera
un buen lugar donde buscar reposo. Solo pobres diablos han venido y todos los
que han pasado han contado quien soy; por eso saben todos quién es la mujer del
desierto, que vive aferrada a su tierra con lo poco que saca, como las plantas
fuertes y resistentes de este suelo. ¿Dónde está la pista, el indicio de
riqueza, que dirige a ese par de asesinos hacia mí?
-Pues...
El reverendo colocó su mano sobre el hombro de Fred y este
abandonó todo intento de hablar. Miró a la mujer del desierto a los ojos, esta
vez sin subestimarla, y dejó que la verdad saliera por sus boca.
-Verá, señora, usted tiene en su poder un papel. Una
concesión de terreno en un lugar llamado Canatia. Eso es lo que ellos quieren,
tanto como para llevarse por delante cuantas vidas hagan falta.
El rostro de la mujer se quebró. De todo cuanto había
imaginado aquello era lo último que hubiera esperado escuchar. Dos manos
atravesaron su pecho y apretaron la tráquea, mientras subían alrededor de la
columna hasta presionar recuerdos e imágenes sepultados. Una lágrima se deslizó
por la mejilla dura y cortada por el sol y el rostro se giró un segundo,
involuntariamente, hacia uno de los cajones del aparador.
-Ese papel es una ilusión, una trampa; un absurdo. Por él
vinimos, llenos de esperanza. Por él dejamos todo cuanto teníamos en nuestro
antiguo hogar. Por él, yace mi marido bajo la tierra e hizo de mí lo que soy
ahora. Solo puede ofrecer pérdida, desgracia y la fuerza que transmiten los muertos
a quienes han dejado solos en vida.
-¡Pero es ahí donde se equivoca, señora, ese lugar existe!
-¡Ya sé que existe, estuvimos allí! Pero no había nada. Solo
casas ruinosas, maderas podridas y una mina seca. Estuvimos allí y no había
nadie; ni pueblo ni nada cuanto pudiera parecérsele, solo miseria. Así que
recogimos lo poco que teníamos e intentamos volver por el camino más corto.
Aquí cayó mi marido y aquí decidí quedarme.
-Siento escuchar eso. Pero ese lugar es distinto ahora; está
vivo y hay mucha gente dispuesta a lo que sea por conseguir un pedazo de su
tierra. Le aseguro que vendrán a arrebatárselo y no querrán dejar testigos.
Recójalo todo, coja ese papel y venga con nosotros.
-No pienso moverme. ¡Que vengan si quieren!
-Señora, por favor, le estoy diciendo que van a matarla.
-Que vengan si quieren, le digo. Aquí les esperaré, dispuesta
a acabar con ellos.
-Suponga por un momento que consigue abatirles, que espera
agazapada su llegada y acaba con ellos. Sepa que si ellos lo saben, también otros
estarán enterados. ¿Hasta cuándo podrá defenderse? ¿Hasta cuándo está dispuesta
a permanecer en vela, atenta al peligro? Llegará un momento en que el cansancio
la ahogue, los párpados se cierren y quede de nuevo expuesta e indefensa. ¿Cómo
evitará entonces la muerte? Sabe que no podrá, que es cuestión de tiempo que
caiga. Pero tiene otra opción, salga de aquí; abandone esta cárcel que se ha
autoimpuesto. Lo ha hecho bien, durante todo este tiempo, su duelo ha
terminado. Nosotros somos la señal, venga con nosotros señora, coja ese papel y
ofrézcase una vida plena, algo más cercano al ayer que al ahora.
La mujer se quedó traspuesta, perdida entre la madeja del
reverendo. Una puerta se entreabrió y un par de ojos pequeños asomaron entre la
sombra. La mujer dio un respingo, soltó el rifle, miró hacia la puerta hasta
que esta se cerró de golpe y arremetió con fuerza contra la mesa.
-¡No!
El reverendo hizo una seña a Fred y, cuando el cañón del
rifle tocó el suelo, se abalanzaron sobre ella. La rabia brotó y, mientras
aullaba por sus hijos, las manos y los pies iban de un lado a otro llevados por
músculos increíblemente tensos. Fred y el reverendo esquivaban los golpes
mientras intentaban buscar asidero para poder reducirla. Entonces un pie golpeó
el pecho del reverendo y la mujer del desierto aprovechó el hueco para coger el
rifle. Tras un leve forcejeo, la culata golpeó en la mejilla derecha de Fred
enviando dos muelas al aire. El reverendo se acercó a gatas hasta el aparador y
en las manos tenía el papel cuando el olor a pólvora inundó la sala, llevándose
por delante su oreja izquierda.
Fred, con todo el rostro ensangrentado, consiguió golpearla
en la cabeza e intentó reducirla, pero la fiera se revolvió con el pelo
enmarañado. El reverendo no esperó a ver que ocurría y, mientras increpaba a
Fred para que abandonara el lugar, salió corriendo hacia el carro.
La mujer apartó el pelo de su cara y disparó una vez más,
astillando el marco de la puerta, a pocos centímetros de la cabeza de Fred.
Cruzó el umbral, atravesó el pequeño huerto y llegó hasta las rocas, disparó
algunas veces, pero cuando sus pies abandonaron el terreno seco que había sido
su universo, fue incapaz de continuar. Se quedó allí en pie, helada, con el
sabor a hierro en los labios, hasta que unas manos cálidas la recogieron.
-Vamos, mamá, volvamos a casa.
* * *
Fred sujetaba las riendas y se refugiaba en el camino,
mantenía mordido un pedazo de tela contra el trozo de carne viva que antes
alojaba al par de muelas. El reverendo mantenía un paño en la oreja, herido y
cabizbajo, mientras observaba detenidamente el papel.
-Reverendo...
-No digas nada, Fred. Tú mismo lo viste; no quería venir.
-¿Y por qué nos llevamos el papel, reverendo?
-¿Preferirías que lo tuvieran ellos? Esa vida está extinguida,
el señor la reclama. ¿Quién crees que merece este premio, esos criminales o un
hombre de Dios? Son muchos años, Fred, vagando de un lado al otro ¿dónde está
mi premio?, ¿qué he sacado yo de esta maldita existencia?
Fred lo vio por primera vez allí ecorvado, desencajado, sin
luz, fuera del camino que solía recorrer.
-Zek, ¿viste lo que había tras la puerta, verdad?
-Sí...
Fred no dijo más. Se limitó a quedarse al lado, haciéndose
presente, tirando del carro siguiendo un ritmo cada vez más lento.
La pólvora no tardó en tronar. Tres armas gritaban
enfurecidas, con la repetición que solo ofrece la existencia de un parapeto.
Cada estallido latía en las heridas, cada chasquido de bala sobre roca y
madera, apretaba el cuello, limitando el aire. Y el papel se volvió sucio,
corrupto y pesado.
-Fred.
-Dime, Zek.
-Da media vuelta.
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