lunes, 6 de abril de 2015

Resurgimientos

Las ruedas hieren el camino, con ambos lados erizados de plantas ariscas y rocas rotas. Atrás quedan los pastos verdes, los bosques y la bruma fresca que nace de la sombra de la montaña. 
Ahora, solo hay tierra seca, piedras sueltas y una capa de polvo maldito que alza el vuelo a la menor excusa, describiendo espirales, para salvar cualquier obstáculo, adhiriéndose a gargantas y paladares.

-Despierta, Fred, es la hora.

El pobre Fred había dormido con suerte un par de horas; atento como estaba a cualquier indicio de los jinetes que vieron salir del pueblo.

-¿Hemos llegado?

-Aun nos queda camino. Toma tú las riendas, yo recuperaré fuerzas para cuando lleguemos.

-Pero, reverendo, ¿no sería mejor descansar un poco?

-Me temo que no, amigo. Debes comprender que ellos, yendo a caballo, nos sobrepasan en velocidad. Pero nosotros somos dos en un carro, por lo que podemos continuar ininterrumpidamente  y salvar así la diferencia. De este modo llegaremos a tiempo de salvar a esa pobre mujer.

Fred resopló y, con gesto torcido, tomó las riendas.

-Descanse entonces reverendo, espero que lleguemos a tiempo.

Cuando alcanzaron la casa de la mujer del desierto, el sol lucía abrasador en lo más alto de un cielo liso. Las cuatro maderas que formaban la vivienda a duras penas se distinguían de las rocas que la bordeaban; solo el huerto, que salvó sus vidas tiempo atrás, seguía desafiando al árido paisaje.

-Creí haberos dicho que no volvierais.

No vieron la más mínima sombra ni escucharon paso alguno. Hubieran jurado que la mujer surgió del mismo suelo, justo detrás de ellos, con su henry en las manos, el pelo suelto a merced del viento, los ojos fríos como el hielo y el dedo índice preparado para soltar su rabia.

El reverendo dio media vuelta, con mucho cuidado y las manos en alto. Sonrió comprensivo, movió las manos dejando claro que estaba indefenso y se dispuso a hablar. Mas un rígido movimiento del rifle, en clara amenaza, le obligó a callar.

-El pico de oro no. Que hable su amigo.

Fred miró al reverendo y este, encogiéndose de hombros, asintió con calma.

-Verá señora, no queremos hacerle daño.

-Nadie puede hacerme daño ya. ¿A qué demonios venís?

-Venimos a ayudarle. Sabemos que hay gente que viene a por usted, para robarle.

La mujer relajó la pose, bajó un poco el rifle y rió con ganas.

-¿Y se puede saber qué quiere robarme esa gente?, ¿un plato de comida?, ¿un puñado de tierra seca?, ¿este viejo rifle, quizás?

-En realidad...

El reverendo torció el gesto hacia Fred, abrió los ojos y enarcó las cejas invocando silencio.

-...no lo sabemos. Pero hablaban de usted, eso seguro, y no era gente amable. Si vienen a por algo y no lo encuentran, no creo que se limiten a marcharse como si nada hubiera pasado.

La mujer dudó por un momento. Miró a su alrededor y no vio rastro humano, salvo el carro en el que habían llegado aquellos dos forasteros. No obstante, había algo en las palabras de aquel hombre... un poso sincero, que le obligó a tomar la información con calma.

-Esta bien, vayamos dentro. Os daré algo de beber y me contáis.

Llamó cuatro veces antes de entrar. Abrió la puerta y, sin soltar el rifle, les invitó a pasar. Sacó una botella empezada y sirvió tres vasos. Bebió un sorbo y miró a Fred.

-Veamos. No es la primera vez que pasa gente por aquí. Algunos roban por hambre, otros buscan algo de valor y hay quien ha intentado sobrepasarse. La mayoría chocaron y se rindieron, solo unos pocos perseveraron y murieron. La primera vez que maté me costó el alma; ahora ya me da igual. Vidas hay muchas, como piedras en este erial, yo no me meto con nadie; pero quitaré aquellas que me molesten, porque pienso seguir en este sitio, la mujer del desierto, viviendo tranquila y en paz.

-No son curiosos, señora, sino gente que sabe lo que quiere, buenos pistoleros que también perdieron el respeto a matar. Créame, cuando le digo que lo mejor que podría hacer es abandonar este sitio.

-¿Por qué será que siento que algo se me escapa? Este no es precisamente el camino a una gran ciudad, tampoco la ruta del oro ni siquiera un buen lugar donde buscar reposo. Solo pobres diablos han venido y todos los que han pasado han contado quien soy; por eso saben todos quién es la mujer del desierto, que vive aferrada a su tierra con lo poco que saca, como las plantas fuertes y resistentes de este suelo. ¿Dónde está la pista, el indicio de riqueza, que dirige a ese par de asesinos hacia mí?

-Pues...

El reverendo colocó su mano sobre el hombro de Fred y este abandonó todo intento de hablar. Miró a la mujer del desierto a los ojos, esta vez sin subestimarla, y dejó que la verdad saliera por sus boca.

-Verá, señora, usted tiene en su poder un papel. Una concesión de terreno en un lugar llamado Canatia. Eso es lo que ellos quieren, tanto como para llevarse por delante cuantas vidas hagan falta.

El rostro de la mujer se quebró. De todo cuanto había imaginado aquello era lo último que hubiera esperado escuchar. Dos manos atravesaron su pecho y apretaron la tráquea, mientras subían alrededor de la columna hasta presionar recuerdos e imágenes sepultados. Una lágrima se deslizó por la mejilla dura y cortada por el sol y el rostro se giró un segundo, involuntariamente, hacia uno de los cajones del aparador.

-Ese papel es una ilusión, una trampa; un absurdo. Por él vinimos, llenos de esperanza. Por él dejamos todo cuanto teníamos en nuestro antiguo hogar. Por él, yace mi marido bajo la tierra e hizo de mí lo que soy ahora. Solo puede ofrecer pérdida, desgracia y la fuerza que transmiten los muertos a quienes han dejado solos en vida.

-¡Pero es ahí donde se equivoca, señora, ese lugar existe!

-¡Ya sé que existe, estuvimos allí! Pero no había nada. Solo casas ruinosas, maderas podridas y una mina seca. Estuvimos allí y no había nadie; ni pueblo ni nada cuanto pudiera parecérsele, solo miseria. Así que recogimos lo poco que teníamos e intentamos volver por el camino más corto. Aquí cayó mi marido y aquí decidí quedarme.

-Siento escuchar eso. Pero ese lugar es distinto ahora; está vivo y hay mucha gente dispuesta a lo que sea por conseguir un pedazo de su tierra. Le aseguro que vendrán a arrebatárselo y no querrán dejar testigos. Recójalo todo, coja ese papel y venga con nosotros.

-No pienso moverme. ¡Que vengan si quieren!

-Señora, por favor, le estoy diciendo que van a matarla.

-Que vengan si quieren, le digo. Aquí les esperaré, dispuesta a acabar con ellos.

-Suponga por un momento que consigue abatirles, que espera agazapada su llegada y acaba con ellos. Sepa que si ellos lo saben, también otros estarán enterados. ¿Hasta cuándo podrá defenderse? ¿Hasta cuándo está dispuesta a permanecer en vela, atenta al peligro? Llegará un momento en que el cansancio la ahogue, los párpados se cierren y quede de nuevo expuesta e indefensa. ¿Cómo evitará entonces la muerte? Sabe que no podrá, que es cuestión de tiempo que caiga. Pero tiene otra opción, salga de aquí; abandone esta cárcel que se ha autoimpuesto. Lo ha hecho bien, durante todo este tiempo, su duelo ha terminado. Nosotros somos la señal, venga con nosotros señora, coja ese papel y ofrézcase una vida plena, algo más cercano al ayer que al ahora.

La mujer se quedó traspuesta, perdida entre la madeja del reverendo. Una puerta se entreabrió y un par de ojos pequeños asomaron entre la sombra. La mujer dio un respingo, soltó el rifle, miró hacia la puerta hasta que esta se cerró de golpe y arremetió con fuerza contra la mesa.

-¡No!

El reverendo hizo una seña a Fred y, cuando el cañón del rifle tocó el suelo, se abalanzaron sobre ella. La rabia brotó y, mientras aullaba por sus hijos, las manos y los pies iban de un lado a otro llevados por músculos increíblemente tensos. Fred y el reverendo esquivaban los golpes mientras intentaban buscar asidero para poder reducirla. Entonces un pie golpeó el pecho del reverendo y la mujer del desierto aprovechó el hueco para coger el rifle. Tras un leve forcejeo, la culata golpeó en la mejilla derecha de Fred enviando dos muelas al aire. El reverendo se acercó a gatas hasta el aparador y en las manos tenía el papel cuando el olor a pólvora inundó la sala, llevándose por delante su oreja izquierda.

Fred, con todo el rostro ensangrentado, consiguió golpearla en la cabeza e intentó reducirla, pero la fiera se revolvió con el pelo enmarañado. El reverendo no esperó a ver que ocurría y, mientras increpaba a Fred para que abandonara el lugar, salió corriendo hacia el carro.

La mujer apartó el pelo de su cara y disparó una vez más, astillando el marco de la puerta, a pocos centímetros de la cabeza de Fred. Cruzó el umbral, atravesó el pequeño huerto y llegó hasta las rocas, disparó algunas veces, pero cuando sus pies abandonaron el terreno seco que había sido su universo, fue incapaz de continuar. Se quedó allí en pie, helada, con el sabor a hierro en los labios, hasta que unas manos cálidas la recogieron.

-Vamos, mamá, volvamos a casa.

* * *
Fred sujetaba las riendas y se refugiaba en el camino, mantenía mordido un pedazo de tela contra el trozo de carne viva que antes alojaba al par de muelas. El reverendo mantenía un paño en la oreja, herido y cabizbajo, mientras observaba detenidamente el papel.

-Reverendo...

-No digas nada, Fred. Tú mismo lo viste; no quería venir.

-¿Y por qué nos llevamos el papel, reverendo?

-¿Preferirías que lo tuvieran ellos? Esa vida está extinguida, el señor la reclama. ¿Quién crees que merece este premio, esos criminales o un hombre de Dios? Son muchos años, Fred, vagando de un lado al otro ¿dónde está mi premio?, ¿qué he sacado yo de esta maldita existencia?

Fred lo vio por primera vez allí ecorvado, desencajado, sin luz, fuera del camino que solía recorrer.

-Zek, ¿viste lo que había tras la puerta, verdad?

-Sí...

Fred no dijo más. Se limitó a quedarse al lado, haciéndose presente, tirando del carro siguiendo un ritmo cada vez más lento.

La pólvora no tardó en tronar. Tres armas gritaban enfurecidas, con la repetición que solo ofrece la existencia de un parapeto. Cada estallido latía en las heridas, cada chasquido de bala sobre roca y madera, apretaba el cuello, limitando el aire. Y el papel se volvió sucio, corrupto y pesado.

-Fred.

-Dime, Zek.

-Da media vuelta.

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