Ilustración de Cortés-Benlloch
Abe dejó el cargamento en la trastienda y avisó
a uno de sus ayudantes para que se hiciera cargo; mas el rostro de
este lo alertó. Ni siquiera esperó a escuchar nada, pues hay gestos
que indican urgencia con mayor claridad que cualquier ristra de
palabras.
Cruzó el pequeño portal que daba a la barra y
echó un vistazo a todo el saloon. Los primeros visitantes, tras
dejar sus cosas en el hotel, hacían acto de presencia para calentar
el cuerpo y entonar el alma. Gente trajeada con portes rimbombantes y
miradas olímpicas. Algunos reclamaban la suerte con los dados, otros
acababan de discutir asuntos imposibles de tratar en su lugar de
origen y había quienes esperaban solos, impacientes, con brillo en
los ojos, por lo que había de venir; todos y cada uno de ellos
sostenían en su mano el pequeño recipiente de cristal lleno hasta
los topes de dulce licor dorado. Solo un hombre llamaba la atención
en medio de aquel paisaje, un tipo pequeño y enjuto de cara afilada
que, sentado como un ser vencido, se aferraba a su mesa donde varios
cercos indicaban la intensidad con que había comenzado su negocio.
Abe tuvo que fijarse bien para creer lo que estaba
viendo. Se acercó a aquel hombre con cuidado, saludando y sonriendo
a todo aquel con el que se cruzaba, hasta que estuvo a su lado y pudo
hablarle en voz baja.
–Bowler, ¿se puede saber que haces aquí?
–Obedecer, Abe, obedecer.
–Pues obedece en otro sitio.
–A las 12 tengo que ver a nuestro buen señor
Thorn. Solo estoy haciendo tiempo.
–Sabes perfectamente que nadie puede estar a
estas horas por aquí.
El hombre se incorporó un poco, hasta alojar su
espalda en el respaldo, miró fijamente a Abe, intentando mantener el
equilibrio, y le contestó con tono alto y quebrado.
–Pues muy bien, señor Abe Edwards; si es lo que
quiere, echaré un último trago y me largaré de aquí.
–Creo que no necesitas otro trago...
–¡Y qué sabrás tú! Sé cómo me miráis y lo
que pensáis de mí, pero todos los de este maldito pueblo coméis
del hotel. Y ¿sabes una cosa?
–Vamos Bowler, ahora no es el momento.
Acompáñame, luego lo verás todo más claro.
Abe acercó sus manos para ayudarle a levantarse,
pero Bowler rehusó con violencia y continuó hablando, aun con más
fuerza.
–¡Ya lo veo claro ahora! ¿Sabes quien soy yo?
El puto salvador de esta mierda de sitio. ¡Sin mí no habría nada!
Yo soy el que carga con el peso. Soy el que hace lo que hay que
hacer. ¿Sabes?, es por mí que todo es...
Abe lo miraba incrédulo, mientras mantenía sus
sentidos anclados al resto de parroquianos y notaba el inicio de la
bruma previa a la pérdida de control. Mantuvo la calma e intentó
hacer razonar a aquel individuo de nuevo, mas Bowler parecía estar a
días de distancia, inmune a cualquier argumento.
–Yo hice todo lo que hacía falta para mantener
esto en pie. Estuve a su lado en todo momento, siempre dispuesto.
Hice lo necesario sin importar el precio; ensucié mis manos porque
él no podía hacerlo, y ¿cómo me lo paga? Al primer contratiempo
me desecha. ¿Crees que no sé lo que significa esa visita? A las 12
Bowler y trae todo el dinero... Sé que ya nada quiere de mí. No me
necesita; hasta aquí ha llegado señor Bowler, gracias por su
esfuerzo. ¡Maldita sea!, le di todo, ¿sabes, Abe? Todo, con la
creencia de que obtendría su apoyo cuando fuera necesario. Y ¿qué
va a ser ahora de mí?
–Entiendo lo que dices. Pero no es momento ni
lugar, ahora no estás en disposición de valorar nada...
Bowler se levantó lanzando la silla hacia atrás.
Iracundo bramaba con el rostro enrojecido, señalando hiriente a Abe.
–¡Tú no entiendes una mierda! ¡Todo el día
tras tu barra, sirviendo tragos, embolsándote el dinero de esta
caterva de cuervos gordos!
Uno de los prohombres se levantó y lanzó una
queja desde sus alturas. Bowler se giró como una serpiente, con una
mano en la empuñadura de su revólver y contestó con rabia
enrojecida, escupiendo saliva con cada sílaba.
–¿Qué vas a decir, ricachón! ¡Aquí no
tienes voz! ¡Tú y todos los tuyos no sois más que una sarta de
hipócritas! ¿Sabéis a por qué venís?
La pregunta quedó en el aire. Sus ojos apuñalaban
el rostro asombrado del prohombre que apenas acertaba a armar una
ridícula mueca de falsa serenidad.
Abe intentó recuperar el control de la situación,
pero su boca permanecía encajada, su garganta se había cerrado por
completo y no llegaba palabra alguna a su mente. Solo sus ojos y
oídos seguían activos, recibiendo una información que ni siquiera
él podía haber imaginado.
–Cada vez que os acercáis a una de esas
inocentes jovencitas, tan delicadas y experimentadas, cada vez que
acariciáis su carne y jodéis su alma, estáis jodiendo a vuestras
propias hijas. No las vuestras, por supuesto, si no las de otros como
vosotros, de otras ciudades y pueblos. Todo comenzó con hijas de
gente adinerada, de piel cuidada y espíritu cultivado; pero poco a
poco fueron arrebatándose flores de más altos jardines, y el calor
que notáis entre sus piernas, no es otro que el que acunáis entre
las sábanas de vuestro propio hogar. ¿Que cómo lo sé? Bien
sencillo, ¡yo os las robé! Yo las saqué de vuestros hogares y las
traje aquí, para que pudierais saborearlas.
Bowler se dio la vuelta y, andando hacia atrás,
se dirigió a la puerta de salida mientras seguía escupiendo sus
palabras.
–Pero lo peor de todo no es eso. Lo peor es que
cuando yo me marche, solo os hará falta otro trago para olvidarlo
todo. Alguno puede que sienta algo en las entrañas, pero la mayoría
gozará, con mayor placer si cabe, al saber la verdadera naturaleza
de lo que espera en el hotel del señor Thorn.
Bowler dejó atrás el eco de sus palabras entre
batir de puertas. Observó a uno de los ayudantes de Abe dirigiéndose
a toda prisa hacia el hotel y le siguió, decidido a aclarar las
cosas fuera o no la hora indicada.
Dentro del saloon, el silencio dio paso al
revuelo, la indignación y la vergüenza de los pocos que decidieron
partir. El resto acogieron las copas que un aturdido Abe repartió
más por instinto que por acción calculada y dejaron que los nervios
se posaran y la bendita embriaguez los acunara de nuevo.
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