Diez figuras cabalgan apáticas, doblegadas por el continuo golpeteo de la lluvia y el cansancio. Llevan días vagando, sin recodar desde dónde; buscando algún lugar en el que recuperar fuerzas, sin importar el cómo. Hace tiempo que las pezuñas se hunden en el fango únicamente por la promesa de un buen trago, algo de diversión y, sobretodo, un buen lugar que esquilmar.
Es entonces cuando, tras las colinas, bajo las nubes más negras rayadas de blanco, entre el bramido de truenos que zarandean el valle, aparece un pequeño pueblo. Uno de esos que nació por un golpe de suerte y se niega a desaparecer, abandonado ya por la fortuna. De esos cuyos habitantes, enfrentados al mundo, han aprendido a construir su propia vida, caminando cerca del resto, pero nunca junto a ellos.
Es algo que saben bien los diez jinetes. Han aprendido el olor de lugares como ese; donde no hay dioses que lideren a sus fieles ni generales que dicten conductas, donde cada cual se dedica a lo suyo y es muy fácil tomar lo que uno quiere.
Diez sonrisas comienzan a dibujarse, el ánimo se aviva y los cuerpos entran en calor. Las figuras se yerguen, toman las armas y cabalgan veloces, con la determinación del hambriento, por el ansia del botín.
Mas no saben que esa gente ya tuvo su tormenta, tiempo ha.
Desconocen que a partir de aquel momento, los densos nubarrones rasgados por relámpagos deslumbrantes, los estallidos atronadores, no vienen de fuera sino que nacen del mismo pueblo cuando algún saqueador acecha.
Y nada puede hacerse ya por estos diez desdichados; salvo observar como se adentran en el infierno. Nada, salvo imaginar sus cuerpos fríos, tendidos en la calle, con gotas de fango salpicando su cara.
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