Como siempre, le tocaba el último. El sol del mediodía picaba burlonamente. Mientras, el pobre Felipe, cocinaba en sus entrañas la valeriana que tomó antes de salir, el calmante cedido amablemente por Encarna y un par de whiskies que otro compañero le aseguró, facilitarían el trámite. Un buen puchero para reposar en posición horizontal. Pero había llegado su turno.
Se sentó lo más cómodamente que pudo, saludó al profesor sentado a su derecha, y, tras los preliminares, giró un cuarto la llave hasta que el vehículo emitió un grave y solemne ronroneo. El coche se alargó hasta convertirse en un gigantesco mamotreto, demasiado para él.
Una voz surgida del asiento de atrás, de tono frío y rutinario, invitó al manojo de nervios, asaetados por calmantes, a que moviera el vehículo. Felipe respiró hondo y, con un intenso olor a whisky, puso primera; fue soltando el embrague y con una leve presión del pie derecho comenzó a mover el monstruo de 1500 kilogramos.
Iba a su aire, combatiendo sacudidas nerviosas, domando respiraciones y arengando reflejos, mientras descifraba el hilo de voz mecánico que surgía del asiento de atrás. "Cuando lo considere oportuno, realice un giro a la derecha.".
Consiguió algo de paz interna, tomó con determinación el volante, aminoró la velocidad y comenzó a girar en la primera intersección. Respiraba sin hipos pulmonares, con la seguridad que ofrece el trabajo bien hecho. Ejecutaba un giro perfecto, con la bestia atada en corto, y la ciudad soleada se le antojaba alegre y acogedora; hasta que una cruel y redonda señal de dirección prohibida le devolvió de golpe a su juerga de nervios y sedantes.
Paró en seco y empezó un baile frenético de golpes de pedal, giros de volante e invocaciones celestiales, acompasado por los rugidos furiosos y agónicos de la fiera metálica. A la fiesta se unieron un par de vehículos que, yendo en la dirección correcta, increpaban con agudos abucheos al desbocado individuo. El profesor, poniendo ambas manos ante su rostro, había conseguido desaparecer por completo. La voz mecánica intentaba sacar del vórtice al atribulado conductor; mas, con uno de los aspavientos, el pobre Felipe golpeó el cuadro de mandos y conectó la radio a todo volumen.
La cabeza le latía tan fuerte que amenazaba con desensamblar las piezas del cráneo. Con pestañeos intermitentes, sudores fríos y vista borrosa; acosado por los gritos de la voz mecánica ahogados por la "Dirty old town" de The Pogues a todo volumen; se dirigía nuestro héroe, por encima de la acera, con los restos de una fuente incrustados en el parachoques. Regresaba, al fin, al punto de partida. Aún preguntándose si cabría la posibilidad de olvidar lo ocurrido y probar de nuevo.
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