Apoyó la culata en el hombro y notó el tacto suave de la madera en la mejilla. A unos 100 pasos, la criatura alzó majestuosa su cornamenta; resopló, rastreó el aire y uno de sus grandes ojos, esculpido en entrañas de castaño, conectó con él. Pese a estar tan lejos, se quedó inmóvil y recordó las veces que esa mirada le había congelado; llegaron las dudas al no saber qué hacer con una pieza tan grande, la inutilidad de segar una vida para echarla a perder.
Pero los pájaros abatidos a pedradas y las pocas bayas y raíces que se atrevía a comer, no eran suficiente para calmar el vacío de su estómago. Así, tomó aire para asegurar el disparo, acercó el dedo al gatillo, por vez primera con el arma cargada, y percibió, extrañado, un leve temblor en él, un picor muy sutil que le animaba a seguir adelante. Apretó con fuerza y sintió la tensión liberada de la pequeña pieza metálica, a la vez que su interior parecía seguir, repentino, el trayecto del proyectil.
Vio caer al animal al tiempo que el estallido seco retumbaba por todo el valle, internándose en el bosque, coronando la colina. Permaneció quieto, hasta que el sonido se volvió rumor bajo el cielo despejado y descubrió cómo sus manos atenazaban el rifle con todas sus fuerzas.
Entonces aparecieron, recortados en lo alto de la colina, justo en el límite de la arboleda. Eran más que la otra vez, pero, tal y como habían acordado, estaban allí, habían tardado más de tres días, aunque eso ya no importaba. Jonathan sintió la alegría del reencuentro, ya que aquellos tipos, de los que apenas sabía nada, encarnaban su único contacto con el ser humano.
Salió del linde del bosque, cerca del riachuelo, y desde el valle agitó el rifle efusivamente. Saludó al calor de una charla, al sabor de un guiso caliente, un buen trago y al confort pragmático de munición y ropa limpia. La respuesta no se hizo esperar.
El primer disparo se hundió en la tierra a pocos centímetros de su pie izquierdo; los dos siguientes le acompañaron mientras corría a guarecerse tras la gran roca. Después escuchó gritos y el fuego cesó; al parecer uno de ellos estaba recriminando al resto que hubieran abierto fuego tan pronto, de haber estado más cerca, no habrían fallado.
Asomado desde su escondite, vio como bajaban la colina, debían de ser unos diez y no parecían dispuestos a dialogar. Observó de nuevo como sus puños se cerraban en torno al arma con tal afán que apenas les llegaba el color. Echó otro vistazo para estimar su posición, se levantó y dirigió el arma hacia uno de ellos.
Sintió el frío metálico de la palanca, escuchó el chasquido limpio y fluido al accionarla y el tañido hipnótico del primer salto de casquillo. Calculó el trayecto, el aire y la distancia de forma intuitiva, como si lo recordara de siempre; corrigió el ángulo de tiro, apretó de nuevo el gatillo y una flor de sangre brotó de la frente de su presa. De nuevo resonó aquel bronco trueno, miradas incrédulas y una gélida brisa comenzó a alzarse.
La mayoría volvió colina arriba, buscando refugio en la arboleda. Únicamente tres aceleraron el paso hacia el valle, con la esperanza de llegar al resguardo de un tronco caído.
Tan solo accionó la palanca tres veces más.
El primer disparo golpeó en el pecho, echando hacia atrás el cuerpo inerte de la víctima. Volvió el atronador estruendo, la brisa tomó fuerza y comenzó a aplastar las hierbas del valle.
El segundo casquillo voló y la pieza de plomo atravesó la garganta hasta quebrar la columna. De nuevo retumbó el valle entero y un auténtico vendaval llenó el cielo de nubes cargadas de oscuridad.
Apretó por tercera vez el gatillo, siendo arrastrado una vez más hasta el objetivo, quien al intentar echarse al suelo, acabó con el proyectil atravesando la misma cima del cráneo. El último estruendo restalló en la oscuridad más absoluta, mientras miles de gotas de lluvia cayeron al unísono sobre la zona.
Apenas podía hacer otra cosa que buscar algún sitio donde guarecerse. Se internó en el bosque y buscó la cueva que le había servido de cobijo durante los últimos días. En cuestión de minutos, el riachuelo creció hasta volverse torrente; arrancó hierbas, piedras y cadáveres, creando una frontera impenetrable entre la colina y el bosque.
Esperó hasta que la tormenta amainara y se dispuso a caminar bosque adentro. Paró solo un momento, el tiempo justo para echar un vistazo al majestuoso animal que flotaba, ahora roto, cubierto de ramas y fango, en medio del lago turbio que se había formado. Por alguna extraña razón, pese al hondo frío, se quitó su abrigo y lo usó para envolver el rifle, alejándose todo cuanto le fuera posible de aquel lugar.
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