lunes, 27 de mayo de 2013

Tabitha Seanlan (4)

No recordaba haber vivido más rápido en toda su vida. A su lado, el recuerdo de la niñez, la adolescencia, incluso las efímeras horas de sueño, permanecían clavadas en madera, expuestas a la intemperie. Hacía ya días que dejó la ciudad y apenas había transcurrido un pestañeo. La primera vez que contemplaba el trayecto recorrido, el vértigo la dejó exhausta. Bajó del caballo y entró en el saloon para calmar la sed.
 
 Atrás quedaron los primeros golpes de libertad; el enfrentamiento con la codicia, la envidia y el hambre de aquel que necesita mantener el yugo; la lluvia de impedimentos, el "no podrás" y la frustración proyectada de quien ve en la huella ajena el paso que no osa dar. Todo ello abandonó en el camino, el día que comprendió que la única pérdida real es la vida misma, y que decidir mantenerla viviendo los designios de otros, solo provoca la muerte.

Empujó la puerta de madera y los ojos se acomodaron a la penumbra. Esperó el silencio, las miradas entornadas y la detonación de una tos seca; nada de eso ocurrió. Tres sombreros descoloridos lanzaron las cartas con desgana, al ver como un cuarto publicaba, en su rostro, la jugada maestra que jamás podría aprovechar. Arriba, a través de la barandilla de madera cruda, una chica de veinte o cincuenta años, ponía en conocimiento de quien alzara la vista, la mercancía secreta por la que pretendía cobrar. Tras ella, de una de las puertas con goznes a medio camino de liberarse, salían gruñidos ásperos guiados por aleluyas estudiados, articulados al ritmo y compás que susciten un pronto desenlace. Solo quedaba el tarugo rugoso, lleno de muescas y cercos de alcohol, tras el cual se escudaba un hombre de porte generoso, flequillo empujado hacia ambos lados y una suerte de puro chafado bajo un bigote sarnoso. Frente a él, dos hombres apoyaban sus codos, olvidando la mirada en los vasos. Uno era joven, con una mata de cabellos mugrientos escurriéndose bajo el sombrero. El otro permanecía de perfil, hasta que recuperó el control de sus ojos y echó un vistazo a la mujer de arriba; a su espalda, adornada con una pluma de lechuza y un par de cabezas de serpiente, llevaba la pamela azul que ella perdió, tiempo atrás, en el ataque a la diligencia.

Tabitha intentó no mirar, dudó un segundo, pero no se le ocurrió ningún motivo para dar media vuelta. Se armó de valor y pidió algo de beber.

El asentimiento del barman llegó junto a la sorpresa de sus vecinos. El de la pamela apartó a su joven compañero y se acercó a ella. No hizo falta demasiada atención para reconocer la fea cicatriz que recorría su calva hasta la ceja derecha.

-Paul, cóbrate lo de la señorita -dijo sin apartar la vista de Tabitha-. Vaya, me sorprende verla por aquí. La imaginaba ahora en su casa, jugando a encontrar un hombre respetable que la lleve al teatro y la cuide como se merece.

-Ya ve que no es así.

-Ya veo, quizás le pudo el orgullo. ¡Con lo bien que hubiera estado a salvo, bajo las faldas de la señora Wilberd, no cree?

-Ya ve que no es así.

-Puede que usted pertenezca a este sitio, puede que la vida le vaya muy bien por estas tierras. Y yo me alegraría de ello, no vaya a pensar lo contrario. Poder verla años después y decirle, ¡que grata visión, vieja amiga, aquí tiene usted a Pat para recordar los viejos tiempos! ¿Porque es eso lo que somos, no? Viejos amigos, digo.

Permaneció callada, mezclando palabras con áspero alcohol.

-Nadie por aquí, conoce a Pat ni a sus amigos, y es bueno que siga siendo así. ¿Qué tal si dejamos los fantasmas en el este? Acabas de llegar y te convendría tener amigos. Tú no dices nada y nosotros te ayudamos cuando sea necesario, ¿qué te parece, chiquilla?

Alzó el vaso hasta acabar con el contenido, el regusto final era desagradablemente extraño, como a tubérculo podrido, pero la aspereza conseguía devolver las palabras al estómago.

-Veo que lo has entendido, así calladita. Me gusta la gente discreta, son amigos de fiar. Porque los charlatanes me dan rabia, a mí y a los míos. No sé si recuerdas que somos cinco y frente a ti solo hay dos. Si dices algo, el resto no tardará en enterarse y ten por seguro que irán a por ti, porque para eso están los amigos. Y cuando te encuentren, no recibirás un susto, como el que nos encargó la señora Wilberd, sino una jodida llamita que permanecerá encendida toda tu vida, quemándote por dentro, hasta que pierdas el juicio intentando apagarla.

Mientras se despedía, con burlón formalismo, sonrió al verla aturdida, pagando más de la cuenta y caminando perdida, con el pestilente aliento rebotando aún en su oído.

Tiempo después, miró igual de seria, pero tranquila, más grande quizás. Los ojos, igual de bellos, brillaban distantes con la fuerza de un volcán. Una sombra de sonrisa se dibujó en sus labios al ver el penoso baile del par de individuos intentando, en vano, llegar a la viga de la que acababan de ser colgados.

Dio nuevamente gracias al sheriff y al juez, por haber atendido a sus peticiones. Rehusó quedarse en el pueblo a sabiendas de que el resto pronto sabría quien delató a los suyos y no tardaría en acechar por los alrededores. Tomó su vieja pamela, algo deshilachada, con los nuevos adornos, y se la puso para continuar su camino.

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