Lleva un fardo a la espalda, algo de ropa, papel y tinta, trozos de pan y un viejo cuchillo, de cachas de roble, de buen metal. Camina con paso de explorador impaciente, tras la silueta de un sombrero domado. Recorre una ruta olvidada en pos de vías principales, descarnada de cascos, ruedas y pisadas. Y a lo lejos, tan sólo quedan dos edificios, luchando en vano por mantenerse a flote entre el frondoso mar de las copas de los árboles.
Atrás dejó el cansancio y ahogo de los primeros pasos, la pesadez de miembros ociosos y el regusto a óxido en las articulaciones. Se sintió alegre, libre de plomos en el alma, al inflar los pulmones con un generoso caudal de aire fresco.
Siguió la senda trepando por rocas y musgos, al abrigo de coníferas, hasta la cima de una colina. Mas allá de la densa vegetación, se extendía un pequeño valle de verdes y altas hierbas. A lo lejos, como soplo de aire, un riachuelo se abría camino entre la vegetación hasta hundirse de nuevo en el bosque. Justo en aquel punto, cerca de una gran roca puesta por algún demiurgo caprichoso, una columna de humo serpenteaba fina y continuada por el valle exhibiendo las excelencias de un buen guiso.
Avistó cuatro manchas de colores ajenas al terreno, acompañadas de risas socarronas y alegre parloteo.
Animado por el aroma, cruzó el valle dando voces y agitando de vez en cuando la mano para evitar sorpresas. Las manchas fueron tomando la forma de cuatro hombres de vestir urbano de barrio bajo. Caras jóvenes de barbas nacidas de la dejadez y cierta mirada inquieta al adivinar forasteros.
Se detuvo a distancia de ojo vago, lo suficiente para augurar lo inapropiado de su presencia. Ante lo absurdo de ofrecer la espalda, decidió saludar con buenas formas y el peso de madera de roble en su mano derecha.
-¡Buenos días, amigos! ¿Sería posible que alguien, bastante hambriento y sin ningunas ganas de molestar, pudiera tomar algo de ese guiso a cambio de pan?
Al ver a aquel hombre, quieto entre las hierbas con un triste fardo a la espalda y un cuchillo como única arma, las figuras se relajaron. El más alto de ellos, un tipo delgado con enormes patillas aprisionadas por un bombín, contestó.
-¡Claro, amigo, acerque aquí ese sombrero ajado, la mesa está puesta! No obstante, no es necesario que traiga hierro en mano, podemos ofrecerle cubiertos.
Nada preguntó a aquellos tipos de las dos maletas que guardaban celosamente, la herida de bala que sufría un quinto compañero o la llamativa pamela azul que uno de ellos lucía haciendo burla de dama de alta sociedad. Compartió el pan que le quedaba y les ayudó a reunir las monturas dispersas por el linde del bosque.
-¿A dónde te diriges, Sombrero Ajado? Esta senda no lleva a ninguna parte, la ciudad está a un par de jornadas a tu espalda -varios pares de ojos parecieron escrutarle, inquietos con la respuesta.
-Hacia ninguna parte me parece un buen destino. Marcho a las montañas.
-¿Sin comida? Será un viaje corto... Hagamos una cosa, Sombrero Ajado, vamos a ayudarte -dijo girándose hacia sus compañeros-. Toma este rifle y una caja de munición. Dentro de tres días volveremos a este lugar, si sigues queriendo ir a las montañas te daremos más balas, comida y algo de ropa, además de un sombrero nuevo; si por el contrario abandonas, nos darás el arma, ese bonito cuchillo y la deuda de un favor. ¿Trato hecho?
Observó con detenimiento el rifle, un arma increíble no sólo por su manufactura sino por los acabados metálicos sobre madera oscura. Probó la palanca, fluida, y escuchó el chasquido limpio al apretar el gatillo. Lo cierto es que lo que para aquellos individuos no era más que un juego, se convertía en una ventaja esencial para él.
-Acepto. -dijo aferrado al arma como a un saliente en el mar.
Fumó un tabaco excelente, charló de tiempos lejanos, buenos licores y los cálidos muslos de cierta señorita del Gran Burdel que todos recordaban a fuego, pese a la distancia de los años. Los vio marchar, tras subir a su compañero herido a lomos de uno de los caballos, silbando una vieja canción cuyo eco lo acompañó hasta que, avanzada la noche, el frío brotó del riachuelo hasta helar las llamas, la soledad hizo presencia por primera vez y la roca se volvió el único lugar seguro en el ulular de un bosque opaco.
Atrás dejó el cansancio y ahogo de los primeros pasos, la pesadez de miembros ociosos y el regusto a óxido en las articulaciones. Se sintió alegre, libre de plomos en el alma, al inflar los pulmones con un generoso caudal de aire fresco.
Siguió la senda trepando por rocas y musgos, al abrigo de coníferas, hasta la cima de una colina. Mas allá de la densa vegetación, se extendía un pequeño valle de verdes y altas hierbas. A lo lejos, como soplo de aire, un riachuelo se abría camino entre la vegetación hasta hundirse de nuevo en el bosque. Justo en aquel punto, cerca de una gran roca puesta por algún demiurgo caprichoso, una columna de humo serpenteaba fina y continuada por el valle exhibiendo las excelencias de un buen guiso.
Avistó cuatro manchas de colores ajenas al terreno, acompañadas de risas socarronas y alegre parloteo.
Animado por el aroma, cruzó el valle dando voces y agitando de vez en cuando la mano para evitar sorpresas. Las manchas fueron tomando la forma de cuatro hombres de vestir urbano de barrio bajo. Caras jóvenes de barbas nacidas de la dejadez y cierta mirada inquieta al adivinar forasteros.
Se detuvo a distancia de ojo vago, lo suficiente para augurar lo inapropiado de su presencia. Ante lo absurdo de ofrecer la espalda, decidió saludar con buenas formas y el peso de madera de roble en su mano derecha.
-¡Buenos días, amigos! ¿Sería posible que alguien, bastante hambriento y sin ningunas ganas de molestar, pudiera tomar algo de ese guiso a cambio de pan?
Al ver a aquel hombre, quieto entre las hierbas con un triste fardo a la espalda y un cuchillo como única arma, las figuras se relajaron. El más alto de ellos, un tipo delgado con enormes patillas aprisionadas por un bombín, contestó.
-¡Claro, amigo, acerque aquí ese sombrero ajado, la mesa está puesta! No obstante, no es necesario que traiga hierro en mano, podemos ofrecerle cubiertos.
Nada preguntó a aquellos tipos de las dos maletas que guardaban celosamente, la herida de bala que sufría un quinto compañero o la llamativa pamela azul que uno de ellos lucía haciendo burla de dama de alta sociedad. Compartió el pan que le quedaba y les ayudó a reunir las monturas dispersas por el linde del bosque.
-¿A dónde te diriges, Sombrero Ajado? Esta senda no lleva a ninguna parte, la ciudad está a un par de jornadas a tu espalda -varios pares de ojos parecieron escrutarle, inquietos con la respuesta.
-Hacia ninguna parte me parece un buen destino. Marcho a las montañas.
-¿Sin comida? Será un viaje corto... Hagamos una cosa, Sombrero Ajado, vamos a ayudarte -dijo girándose hacia sus compañeros-. Toma este rifle y una caja de munición. Dentro de tres días volveremos a este lugar, si sigues queriendo ir a las montañas te daremos más balas, comida y algo de ropa, además de un sombrero nuevo; si por el contrario abandonas, nos darás el arma, ese bonito cuchillo y la deuda de un favor. ¿Trato hecho?
Observó con detenimiento el rifle, un arma increíble no sólo por su manufactura sino por los acabados metálicos sobre madera oscura. Probó la palanca, fluida, y escuchó el chasquido limpio al apretar el gatillo. Lo cierto es que lo que para aquellos individuos no era más que un juego, se convertía en una ventaja esencial para él.
-Acepto. -dijo aferrado al arma como a un saliente en el mar.
Fumó un tabaco excelente, charló de tiempos lejanos, buenos licores y los cálidos muslos de cierta señorita del Gran Burdel que todos recordaban a fuego, pese a la distancia de los años. Los vio marchar, tras subir a su compañero herido a lomos de uno de los caballos, silbando una vieja canción cuyo eco lo acompañó hasta que, avanzada la noche, el frío brotó del riachuelo hasta helar las llamas, la soledad hizo presencia por primera vez y la roca se volvió el único lugar seguro en el ulular de un bosque opaco.
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