El sol ilumina las cimas de los árboles; los primeros destellos bajan por la superficie escarpada hacia el claro, devolviendo a la hoguera el calor que había expulsado durante toda la noche. Cerca de los troncos, oculto entre mantas y pieles, descansa el vencedor a la espera de que el sol le devuelva las fuerzas. Junto a él, resta quien no pudo escoger el lugar de despedida.
Tuvo suerte, la bala había dejado un surco a su paso justo antes de abandonar la carne para siempre. No quería ni pensar lo que hubiera ocurrido de haber llegado más allá, de haber tenido alojado en su cuerpo aquel pedazo de plomo cubierto de pólvora calcinada. No pudo sino agradecer su suerte y vislumbrar un sentido, cierto toque providencial, en el camino.
Arrancó un trozo de la camisa de su perseguidor, que seguía fresco y tranquilo, ofreciendo una cuna de paz a la tierra. Se acercó al riachuelo y hundió la tela en el cristal líquido; el frío se introdujo en sus dedos, penetrando en los huesos, ahuecando la carne, contrayendo la junta de las uñas; y al notar la fría quemazón se sintió agradecido. Escurrió la tela sobre la herida, dejando que el frescor cayera sobre el corte y lo adormeciera. Frotó la carne aguantando el dolor; feliz por la levedad de la herida; preocupado por lo frágil de la entereza humana. Tomó otro trozo de tela y lo ató, apretando con la fuerza necesaria para sellar el mal. Bebió un poco y volvió al campamento dispuesto a recoger y marcharse, no sin antes tomar las pieles y cargar los útiles del cazarrecompensas en su caballo.
Siguió el curso del riachuelo, sin la predisposición del lugar decidido ni las prisas que demandan los relojes, dejó la elección del paso a su caballo y se permitió viajar sin saber hasta cuándo. Tomaba del camino lo que este le ofrecía: bayas, pequeños animales, frutos secos y la siempre agradecida agua fresca. Le gustaba masticar las afiladas hojas del pino, el sabor ácido con el eco a resina restallando en el paladar le daba la sensación de limpieza, a la vez que se sentía más sano.
Escuchaba la herida con cada paso del caballo, cada vez que se agachaba a recoger algo o se adentraba entre los arbustos en busca de bayas. Latía dentro de su prisión, evidenciando su presencia, para que supiera en todo momento que aun no había desaparecido, que seguiría allí todo el tiempo que pudiera. Y Jimmy tuvo que aprender a convivir con tal compañera.
Se trataba de una pequeña molestia, algo fácil de eludir; algo que se volvió desagradable al no desaparecer, al seguir presente en todo momento, especialmente cuando bajaba la guardia. Tras todo el día aguantando el empuje continuo, llegaba la noche, y al aflojar las cuerdas para descansar, regresaba la quemazón. Pero supo sobreponerse, con tal determinación que se acomodó al latido punzante, como quien está junto a una vieja conocida, aguda y molesta, pero fiel en todo momento.
Y así, continuó su viaje, ciertamente satisfecho por seguir con su vida pese al lastre que acarreaba. Lo que en inicio resultó un poco más, el paso siguiente, acabó en un caminar continuo; despreciando el dolor hasta el punto de convertirlo en una característica propia, el indicio claro de que seguía con vida. Y siguió, hasta el punto de que la costumbre engulló las horas y difuminó los días; hasta que, una noche, bajo la luz mortecina de la luna llena, un leve temblor recorrió todo el suelo, haciendo saltar los granos de arena, dispersando roedores y aves. Un temblor que aumentó en violencia expulsando los árboles de raíz y sacando las rocas de sus madrigueras. Una violenta sacudida que abrió una grieta de tierra y sangre, de piedra y animales muertos, con un terrible olor a putrefacción que lo inundaba todo.
Arrancó un trozo de la camisa de su perseguidor, que seguía fresco y tranquilo, ofreciendo una cuna de paz a la tierra. Se acercó al riachuelo y hundió la tela en el cristal líquido; el frío se introdujo en sus dedos, penetrando en los huesos, ahuecando la carne, contrayendo la junta de las uñas; y al notar la fría quemazón se sintió agradecido. Escurrió la tela sobre la herida, dejando que el frescor cayera sobre el corte y lo adormeciera. Frotó la carne aguantando el dolor; feliz por la levedad de la herida; preocupado por lo frágil de la entereza humana. Tomó otro trozo de tela y lo ató, apretando con la fuerza necesaria para sellar el mal. Bebió un poco y volvió al campamento dispuesto a recoger y marcharse, no sin antes tomar las pieles y cargar los útiles del cazarrecompensas en su caballo.
Siguió el curso del riachuelo, sin la predisposición del lugar decidido ni las prisas que demandan los relojes, dejó la elección del paso a su caballo y se permitió viajar sin saber hasta cuándo. Tomaba del camino lo que este le ofrecía: bayas, pequeños animales, frutos secos y la siempre agradecida agua fresca. Le gustaba masticar las afiladas hojas del pino, el sabor ácido con el eco a resina restallando en el paladar le daba la sensación de limpieza, a la vez que se sentía más sano.
Escuchaba la herida con cada paso del caballo, cada vez que se agachaba a recoger algo o se adentraba entre los arbustos en busca de bayas. Latía dentro de su prisión, evidenciando su presencia, para que supiera en todo momento que aun no había desaparecido, que seguiría allí todo el tiempo que pudiera. Y Jimmy tuvo que aprender a convivir con tal compañera.
Se trataba de una pequeña molestia, algo fácil de eludir; algo que se volvió desagradable al no desaparecer, al seguir presente en todo momento, especialmente cuando bajaba la guardia. Tras todo el día aguantando el empuje continuo, llegaba la noche, y al aflojar las cuerdas para descansar, regresaba la quemazón. Pero supo sobreponerse, con tal determinación que se acomodó al latido punzante, como quien está junto a una vieja conocida, aguda y molesta, pero fiel en todo momento.
Y así, continuó su viaje, ciertamente satisfecho por seguir con su vida pese al lastre que acarreaba. Lo que en inicio resultó un poco más, el paso siguiente, acabó en un caminar continuo; despreciando el dolor hasta el punto de convertirlo en una característica propia, el indicio claro de que seguía con vida. Y siguió, hasta el punto de que la costumbre engulló las horas y difuminó los días; hasta que, una noche, bajo la luz mortecina de la luna llena, un leve temblor recorrió todo el suelo, haciendo saltar los granos de arena, dispersando roedores y aves. Un temblor que aumentó en violencia expulsando los árboles de raíz y sacando las rocas de sus madrigueras. Una violenta sacudida que abrió una grieta de tierra y sangre, de piedra y animales muertos, con un terrible olor a putrefacción que lo inundaba todo.
Y despertó con los ojos acusosos y el cielo girando sin cesar. Notó un calor tremendo pese a distinguir la masa gelatinosa de los restos grisáceos de una hoguera hace días extinta; y seguía presente el olor a muerte con el cadáver de su enemigo en avanzado estado de descomposición. Luchó por tragar, contra la garganta seca y el azote continuo en su cabeza, encontró algo de jugo y lo deslizó por el conducto rasposo mas por saberse dueño de su cuerpo que por cualquier otro motivo. Se movió, pese a notar dolor y sentir los miembros quebradizos. Tras un esfuerzo enorme, consiguió llegar a la herida, tapada por una erupción carnosa que crecía entorno al corte: una costra volcánica que guardaba en su interior, latente, un bulto de perdición.
Jimmy no pudo creer lo que tenía antes sus ojos, intentó volver a la noche y dejar que la grieta se lo llevara, pero el instinto de supervivencia le negó el descanso. Como pudo, se arrastró hasta el cuchillo y guardó una campana de aire, una burbuja amplia que mantuviera los pulmones en tensión, la mente despierta y distante y los músculos en guardia. No contó hasta tres, ni planificó el inicio, sencillamente hundió la hoja bajo la costra y palanqueó como si no fuera su propia pierna. Notó la ola de dolor resistiéndose a pasar, quedandose ante él como el mar en resaca. Despierto por las continuas punzadas, se arrastró hasta el riachuelo, observó la herida abierta, desprotegida, y pensó que no podía haber tomado peor decisión.
La grieta abierta en el suelo, siguió avanzando, desplazando tierra, rocas y sangre con violencia, hasta que, por fin, dio con él y lo engulló definitivamente en la noche.
Jimmy no pudo creer lo que tenía antes sus ojos, intentó volver a la noche y dejar que la grieta se lo llevara, pero el instinto de supervivencia le negó el descanso. Como pudo, se arrastró hasta el cuchillo y guardó una campana de aire, una burbuja amplia que mantuviera los pulmones en tensión, la mente despierta y distante y los músculos en guardia. No contó hasta tres, ni planificó el inicio, sencillamente hundió la hoja bajo la costra y palanqueó como si no fuera su propia pierna. Notó la ola de dolor resistiéndose a pasar, quedandose ante él como el mar en resaca. Despierto por las continuas punzadas, se arrastró hasta el riachuelo, observó la herida abierta, desprotegida, y pensó que no podía haber tomado peor decisión.
La grieta abierta en el suelo, siguió avanzando, desplazando tierra, rocas y sangre con violencia, hasta que, por fin, dio con él y lo engulló definitivamente en la noche.
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