En medio del camino, el traje de blanco espera; en su mano derecha, esgrime, bien alto, farol encendido; pese a que el reflejo de luna, sobre el polvo blanquecino, ilumina la tierra como sol erguido. Con la orden y el silbido, al escuchar correas tensas y ruido, la nube de polvo regresa a la tierra y la luz trémula, surgida del alcalde, trae a la noche, las formas y los colores del carro perdido.
-Bienvenido, estaba preocupado por la demora.
Ángel intentó bajar del carro pero el suelo embravecido sugirió esperar a bordo y dejar las acrobacias para más adelante. Trató de hablar, mas la lengua chasqueó en idioma extraño. Carraspeó, cogió con ambas manos el sombrero y lo bajó todo cuanto pudo invocando la calma; finalmente resopló, paso la mano por la cara, buscando telarañas y dejó que el otro hablará.
-Ángel, amigo, a juzgar por su aspecto, ha debido tener un duro viaje -dijo DeLoyd sin poder evitar sonreír-. ¡Que gran modelo hubiera tenido en usted el Sr. Clement Clarke Moore! Vestido con pieles de la cabeza a los pies, los ojos chisporroteantes, carrillos rosados, esa cereza redonda por la que ronquea, sobre arco sonriente de perlas negras y la poblada barba cubierta de pálido polvo.
Sin poder contestar, se limitó a reír entre hipos; moviendo su panza. Asió con fuerza su carro y se desplazó con torpeza hasta un gigantesco saco. Lo abrió tras varios intentos, con ruidos metálicos y sonido de cuerda, mostrando orgulloso sus adentros, como buhonero al abrir su tienda.
Allí descansaban los pocos ingresos de que disponían; hoja de cuchillo, perfecta y mugrienta, liberada del mango que lo sustenta; cinceles y formones, igualmente huérfanos; cámara vieja que absorbe la imagen tras esperar una vida; pintura y pinceles, para que soberbios políticos ayuden al resto escribiendo carteles; varas de forja, sueltas y viejas, que formen, con fuerte argamasa, resistentes celdas; una pianola pequeña y tosca, con algunas teclas mudas y rotas; libros de cuentas, pluma y tintero, esperando anotar menos gastos que ingresos; pinzas y tenazas utilizadas antes, para arrancar piezas y restañar partes; muchas botellas de caldo tostado, que destila Tomás el viejo, de savia ácida de un extraño árbol; y bajo del todo, perdidos en el fondo, un eje arreglado y dos ruedas de carro.
DeLoyd observó los presentes, serio y pensativo. -Es posible, Ángel, que sea la mejor compra que se nos haya ocurrido; con unos arreglos y algo de paciencia, tendremos equipo para todos, y un buen aliciente. Solo me queda felicitarte y desear, sinceramente, que seas capaz de recorrer el camino de vuelta, pues me da a mi que alguien pasará la noche en la calle, incapaz siquiera de abrir su puerta.
Ángel, se irguió solemne, aceptando la apuesta, y dejó el carro y sus bestias, en mitad de la senda; marchó feliz y risueño, dando bandazos, recordando los tragos en casa del viejo: magníficas historias, de gente valiente que continúa adelante a pesar del presente, historias que muestran que bueno es el objeto, si lo es quien lo blande; y que es esclavo del mundo, quien precisa lo externo para ser grande.
-Bienvenido, estaba preocupado por la demora.
Ángel intentó bajar del carro pero el suelo embravecido sugirió esperar a bordo y dejar las acrobacias para más adelante. Trató de hablar, mas la lengua chasqueó en idioma extraño. Carraspeó, cogió con ambas manos el sombrero y lo bajó todo cuanto pudo invocando la calma; finalmente resopló, paso la mano por la cara, buscando telarañas y dejó que el otro hablará.
-Ángel, amigo, a juzgar por su aspecto, ha debido tener un duro viaje -dijo DeLoyd sin poder evitar sonreír-. ¡Que gran modelo hubiera tenido en usted el Sr. Clement Clarke Moore! Vestido con pieles de la cabeza a los pies, los ojos chisporroteantes, carrillos rosados, esa cereza redonda por la que ronquea, sobre arco sonriente de perlas negras y la poblada barba cubierta de pálido polvo.
Sin poder contestar, se limitó a reír entre hipos; moviendo su panza. Asió con fuerza su carro y se desplazó con torpeza hasta un gigantesco saco. Lo abrió tras varios intentos, con ruidos metálicos y sonido de cuerda, mostrando orgulloso sus adentros, como buhonero al abrir su tienda.
Allí descansaban los pocos ingresos de que disponían; hoja de cuchillo, perfecta y mugrienta, liberada del mango que lo sustenta; cinceles y formones, igualmente huérfanos; cámara vieja que absorbe la imagen tras esperar una vida; pintura y pinceles, para que soberbios políticos ayuden al resto escribiendo carteles; varas de forja, sueltas y viejas, que formen, con fuerte argamasa, resistentes celdas; una pianola pequeña y tosca, con algunas teclas mudas y rotas; libros de cuentas, pluma y tintero, esperando anotar menos gastos que ingresos; pinzas y tenazas utilizadas antes, para arrancar piezas y restañar partes; muchas botellas de caldo tostado, que destila Tomás el viejo, de savia ácida de un extraño árbol; y bajo del todo, perdidos en el fondo, un eje arreglado y dos ruedas de carro.
DeLoyd observó los presentes, serio y pensativo. -Es posible, Ángel, que sea la mejor compra que se nos haya ocurrido; con unos arreglos y algo de paciencia, tendremos equipo para todos, y un buen aliciente. Solo me queda felicitarte y desear, sinceramente, que seas capaz de recorrer el camino de vuelta, pues me da a mi que alguien pasará la noche en la calle, incapaz siquiera de abrir su puerta.
Ángel, se irguió solemne, aceptando la apuesta, y dejó el carro y sus bestias, en mitad de la senda; marchó feliz y risueño, dando bandazos, recordando los tragos en casa del viejo: magníficas historias, de gente valiente que continúa adelante a pesar del presente, historias que muestran que bueno es el objeto, si lo es quien lo blande; y que es esclavo del mundo, quien precisa lo externo para ser grande.
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