lunes, 17 de marzo de 2014

En el camino



Dos árboles vencidos, madera seca y semblante grisáceo, amarrados por tallos y raíces, conforman la sala improvisada en torno al suelo de tierra limpia y el calor del fuego. Arriba se alza eterno el techo estrellado y a todos lados se extiende infinito un horizonte ligero y vacío, con el frescor del espacio abierto y el rítmico vaivén de las hierbas altas que acarician los pies del viajero a bordo de su carro.

Echó un nuevo tronco y se sentó en busca de descanso. Con el frío regresaron las heridas que, como los buenos enemigos, siempre desaparecen para volver más tarde.  Acercó las palmas al crepitar de hoguera con la compañía clara y estridente del coro de grillos y algún lejano siseo.

Volvió a repasar el cargamento: manteca, carne seca, latas, algo de condimento, el salvavidas y la base de siempre. Suficiente para el resto del viaje. Mas era tarde, la oscuridad acotaba el espacio al único reducto de luz en cuyo centro las llamas lamían el hierro fundido, generando con su calor un baile lento y suntuoso de alubias encarnadas, hebras de carne y burbujeo pausado.

Fue entonces cuando se escucharon los primeros gritos, algo quedos; las primeras voces de mando, enérgicas por necesidad, apagadas y heridas en el fondo. Cientos de pezuñas abrieron las espigadas aguas verdes de la tierra. La mayoría de los centauros se quedaron atrás, agrupando las reses. Solo dos se acercaron, separados de su alma gemela,  con rostro sucio, triste y cansado; llevando con ellos el cuerpo lánguido de un compañero cuyo cráneo abierto mostraba los respetos del recién llegado.

A veces ocurre, se repetían al mover la masa asesina de pezuñas y cuernos, despegando de las entrañas el absurdo rencor irracional, haciendo frente al gélido guiño de la muerte.

A veces ocurre, parecían decir los rostros, al dejar apoyado sobre la madera gris el cuerpo quebrado del compañero: un saco de carne rota y huesos astillados que aun guardaba en su interior un pequeño resquicio de vida; el abrir repentino de dos ojos desesperados, un grito suplicando un cabo y el loco intento por mover los dedos de una mano tronchada. Tras eso, llegó el silencio y un nudo áspero y seco en las gargantas.

Charles fue al carro, abrió el pequeño compartimento, oculto a los extraños, y sacó la botella de cristal marrón traslúcido envuelta en papel, la del relieve magníficamente detallado que guardaba el vigor de los años y el sabor de la experiencia en su interior. Se acercó y la dejó frente a ellos, en el suelo, tomó con cuidado el cuerpo del joven y se marchó para hacerse cargo de la sepultura.

-A veces ocurre -dijo mientras se alejaba.

Hacía mucho tiempo ya de eso, pero de vez en cuando regresaba a la mente, con el bálsamo agradable que solo el tiempo otorga, durante la somnolencia matutina, antes del primer sorbo de café.

Fueron días duros, de carencias e ingenio, de pérdidas y triunfos, de abrir camino y forjar carácter.

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