Gran señora enjoyada, sujeta con ambas manos su asombro; cierto lord inglés, mantiene en las entrañas el miedo; un predicador barbilampiño y un comerciante holandés. Todos miran atónitos hacia el hombre de traje elegante, chaleco y bombín de ala ligeramente ancha. Apunta con su revólver hacia el extraño forajido que, pañuelo en boca y arma en mano, amenaza con segar la vida de la dulce jovencita que tiene apresada.
-Se ha equivocado. De aquí no va a sacar más que plomo. El vagón que hay justo detrás suyo está lleno de agentes de la ley. Solo es cuestión de tiempo que se enteren de que está aquí.
-Le agradezco la información; ahora haga el favor de bajar el arma y dejar que todos los aquí presentes me den algo para que dé por concluida mi visita.
-¿Y si no, que?
-Si no, me veré obligado a esparcir los sesos de esta bella señorita por todo el vagón. Ya me cuidaré que le caiga algo a usted.
-¿Qué le hace pensar que lo que pueda pasarle a una cualquiera deba afectarnos a gente de nuestra clase y dignidad? Cuando uno de nosotros bosteza, ustedes tiemblan; pero cuando esa “señorita” grita o muere, apenas remueve una ligera brisa.
El hombre no dijo más, pues se sorprendió al ver cómo la joven levantaba sus faldas mostrando dos largas piernas, suaves y sonrosadas. Recorría con la mirada el camino hasta su origen, mas el sentido común le devolvió el control de la vista; el tiempo justo para ver una derringer salir del liguero y centellear su muerte.
-¡Lily!
-¡Me insultó, te dijo que me dispararas!
-¡Estaba tanteándome, no era necesario!
El inglés se puso en pie, adoptó postura de tiro y se llevó un balazo entre ceja y ceja. Aun no se había disipado el humo, cuando el ojo experto de proscrito adivinó movimiento, allá donde el holandés estaba sentado. El pulgar actuó rápido y descargó la bala un instante antes de que hablara inútilmente el arma del comerciante. La sangre quedó estampada en el papel de la pared, el terciopelo del mobiliario y el rostro aterrorizado de la gran señora, cuyo cuerpo había decidido abandonar la consciencia hasta que llegaran tiempos mejores.
-Solo queda usted, reverendo.
-Y espero que así siga, hijo. Soy hombre de paz y ya ha habido demasiadas muertes por hoy. No sé cuáles han sido sus razones, pero lo que aquí ha ocurrido es asunto de la justicia terrenal. El Señor juzgará tus acciones de una manera más amplia y completa; así pues, no soy quién para condenarte. Haz lo que creas conveniente, pero baja ya esas armas no sea que el exceso de ímpetu provoque alguna desgracia.
-Está bien, reverendo; si quiere conservar la vida, recoja todo el dinero y las joyas de estos caballeros, vaya con el maquinista y dígale que pase lo que pase no pare el tren. Ah, y llévese con usted a la señora, seguro que eso le hará sentirse mejor.
-Así se hará, hijo, así se hará.
-Reverendo, como vea que el tren disminuye su velocidad, será el primero en visitar a su jefe, o a la competencia.
-¡Lily, pon el bolso en la puerta!
-¿Todo el bolso? Pero, ¿y la caja fuerte? ¿No vamos a coger el dinero?
-¡Todo! Y olvídate del dinero. Lo único que hay allí, es un vagón lleno de agentes esperando a que nos asomemos.
Lily puso el bolso junto a la puerta, extrajo con cuidado la mecha, hizo un par de señas a su compañero y con un pase enérgico encendió la cerilla.
Tras un leve siseo comenzaron a brotar las chispas, los dos forajidos corrieron como nunca hasta la puerta contraria, salieron del vagón y saltaron sobre la cubeta del carbón; dos o tres balas silbaron cerca de sus oídos antes de que la explosión empujara todo cuanto había en todas direcciones. Levantaron la cabeza, ennegrecida, y observaron como el vagón se deformaba, soltándose de la locomotora y dejando al resto del tren náufrago en medio de la vía.
Jimmy se giró, revólver en mano, hacia las últimas incógnitas del problema. El maquinista seguía a los mandos, incapaz de mirar el desastre; mientras el predicador permanecía, incrédulo, mirando los vagones, con un hatillo de billeteras y joyas a un lado y, al otro, el generoso cuerpo de la señora disfrutando plácidamente de su sueño.
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